La misma violencia de todos los veranos

Reconozco que las noticias de los altercados en Torre Pacheco me han conmovido más de lo habitual. Tal vez por la vinculación familiar con aquel pueblo del Mar Menor, en el campo de Cartagena —aunque apenas lo pisé un par de veces, de niño—, o tal vez porque esas manadas que linchan magrebíes cuando sube el calor ya no me sorprenden, pero siguen doliendo.

Torre Pacheco vive ya su tercera noche de violencia callejera tras la agresión, aún no esclarecida, de un vecino de 68 años, presuntamente a manos de jóvenes de origen magrebí. La situación se agrava con rapidez: circulan bulos en redes sociales, grupos de ultraderecha llegan desde fuera del municipio, se producen persecuciones de inmigrantes, ataques a viviendas y coches, y mensajes de odio convocan una auténtica “cacería”. La Guardia Civil despliega unidades especiales (USECIC y GRS), hay varias detenciones, menores agredidos y un clima de miedo extendido en toda la comunidad migrante. Las instituciones intentan contener la situación, pero el odio ya ha prendido.

España, presume de ser una democracia consolidada, moderna, y respetuosa con los derechos humanos, pero no hay más que rascar un poco debajo de ese barniz de civilización para ver la violencia racial y política que los gitanos llevan siglos soportando. Estos verdaderos pogromos no son una reliquia medieval ni un concepto ajeno. Existen aquí y ahora. Lo que cambia es el lenguaje con el que se describen. Se habla de disturbios, altercados vecinales o conflictos comunitarios. Pero cuando una multitud incendia viviendas, persigue familias y obliga a una comunidad a huir por su origen étnico, eso no es otra cosa que un pogromo.

Aunque el término se asocia comúnmente con los ataques antisemitas en Europa del Este, su definición más amplia —violencia colectiva, impulsada por odio racial o étnico, con escasa o nula intervención estatal— se aplica perfectamente a una serie de episodios ocurridos en España desde siempre, particularmente en los últimos años contra dos grupos: gitanos e inmigrantes marroquíes. Ambos colectivos comparten una historia de estigmatización, marginación y criminalización. En sus casos, el racismo no es solo social o simbólico: se convierte en acción física, en castigo colectivo, en expulsión.

Uno de los casos más antiguos y violentos que recuerdo fue el de Montcada i Reixac (Barcelona) en 1991. Tras una pelea en la que murió un joven payo, vecinos del barrio incendiaron más de veinte casas de familias gitanas. Las víctimas huyeron, algunas con lo puesto. No hubo muertos y las autoridades minimizaron el incidente como una “respuesta descontrolada de la población”, y nadie fue condenado. Fue un patrón que se repetiría. En 2005, en Martos (Jaén), otra pelea desencadenó un ataque masivo contra casas gitanas, con escenas que recuerdan más a los pogromos de la Rusia zarista que a una democracia del siglo XXI. En 2015, en Peal de Becerro, también en Jaén, cinco viviendas fueron incendiadas tras una discusión entre familias. En 2017, Castellar volvió a vivir una escena similar. En todos estos casos, las familias gitanas afectadas fueron expulsadas de facto, sin que el las autoridades las protegieran ni les ofreciera garantías para regresar.

A este tipo de violencia no se le da un nombre. No se reconoce oficialmente como pogromo ni se investiga como crimen de odio colectivo. En los medios se suele hablar de “justicia vecinal” o “tensión social”. Pero cuando varias decenas o cientos de personas atacan casas de una minoría por su origen étnico, la lógica que opera es la misma que en cualquier pogromo clásico: odio racial, venganza simbólica, y una complicidad estructural, aunque sea pasiva, por parte de las instituciones.

El caso más evidente y brutal de esta lógica aplicada a los inmigrantes magrebíes fue el de El Ejido, en Almería, en febrero del año 2000. Tras el asesinato de una mujer por un inmigrante marroquí con problemas mentales, estalló una auténtica cacería. Durante tres días, miles de personas tomaron las calles, quemaron chabolas, saquearon comercios, agredieron a inmigrantes al azar. No se trató de un estallido espontáneo, sino de una oleada organizada, sostenida y públicamente apoyada por sectores de la población local. Hubo más de 60 heridos, cientos de desplazados y una comunidad entera aterrorizada. Las fuerzas de seguridad se mantuvieron al margen durante buena parte del episodio, y cuando intervinieron, fue tarde y con tibieza. Ninguno de los agresores fue condenado por delitos de odio. En su lugar, se reforzaron los controles sobre los inmigrantes.

El Ejido no fue un caso aislado, sino un punto de inflexión. Marcó el inicio de una forma de racismo visible, socialmente legitimado, que se reproduce cada vez que la opinión pública asocia la delincuencia, la inseguridad o la pobreza con el inmigrante magrebí o subsahariano. En 2021, en Níjar (también en Almería), las chabolas de decenas de trabajadores marroquíes fueron incendiadas tras el asesinato de un agricultor. No importó que el presunto autor del crimen ya estuviera detenido. La comunidad fue castigada como un todo, al margen de cualquier legalidad. Los afectados se quedaron sin casa y sin recursos. La respuesta institucional fue, como siempre, tardía e insuficiente.

Algo similar ocurrió en Terrassa en 2006, y en Lleida en 2019, donde grupos de vecinos atacaron a temporeros o comerciantes marroquíes en contextos de tensión local. En muchos pueblos agrícolas, los marroquíes son esenciales para el trabajo del campo, pero eso no evita que sean tratados como cuerpos prescindibles. Su presencia solo es tolerada en tanto sirvan. Si hay un conflicto, cualquier chispa puede encender el racismo latente que recorre las relaciones sociales.

El elemento común en todos estos pogromos contemporáneos es su impunidad. No hay consecuencias penales proporcionales, ni una narrativa pública que nombre el fenómeno por lo que es. En lugar de eso, los discursos institucionales lo presentan como un problema de convivencia o un “choque cultural”. Se eluden las palabras “racismo”, “odio étnico”, “violencia estructural”. La consecuencia es una doble invisibilización: la de las víctimas y la del sistema que permite que estos ataques se repitan.

Otro rasgo preocupante es el papel que juegan los medios de comunicación. Con frecuencia, la cobertura reproduce el marco de la mayoría agresora: justifica el ataque como reacción a un “delito” cometido por un miembro del grupo agredido, aunque no haya prueba alguna. El caso concreto se convierte en excusa para criminalizar a todo el colectivo. Este tratamiento alimenta el ciclo de estigmatización y miedo, y allana el terreno para futuras violencias.

Tampoco ayuda el discurso político. En los últimos años, VOX ha blanqueado abiertamente el racismo contra gitanos, magrebíes y otros inmigrantes. Se les retrata como parásitos del sistema, como amenazas culturales o como responsables del crimen organizado. Este discurso no solo legitima el odio, sino que activa emocionalmente a sectores de la población dispuestos a traducirlo en violencia directa.

El Estado tiene mecanismos legales para combatir estos ataques: la ley de delitos de odio, los tratados internacionales sobre derechos humanos, el código penal. Pero en la práctica, estos mecanismos rara vez se activan cuando las víctimas son gitanos o inmigrantes marroquíes. No es solo una cuestión de leyes, sino de voluntad política. Mientras la sociedad no reconozca que estos ataques son pogromos —no simples altercados, no “disturbios espontáneos”—, no habrá forma de erradicarlos.

Lo que está ocurriendo en Torre Pacheco no es un estallido aislado ni una reacción espontánea: es el resultado directo de años de discurso institucional que ha convertido la xenofobia en estrategia política. VOX lleva tiempo criminalizando a los inmigrantes magrebíes con total impunidad, y el Partido Popular —con su silencio, sus guiños y sus marcos discursivos— no ha hecho más que normalizar ese veneno. Cuando desde tribunas públicas se insiste en que los inmigrantes “colapsan los servicios”, “ponen en riesgo la seguridad” o “rechazan integrarse”, no se está describiendo un problema: se está señalando un enemigo. Y cuando se señala un enemigo, no tarda en aparecer quien se cree con derecho a castigarle. Esa cadena, desde la palabra al fuego, no es abstracta ni retórica: es literal. Y quienes la alimentan desde el poder no son ajenos al pogromo. Son parte de él.

Hablar de pogromos en España no es exagerar. Es poner nombre a una forma de violencia que ha existido históricamente y que sigue reproduciéndose bajo nuevas formas. Las víctimas no solo pierden sus casas o su seguridad: pierden el derecho a existir como iguales en el espacio público. Son expulsadas no por lo que han hecho, sino por lo que representan. Y eso, en cualquier lugar del mundo, se llama racismo.

1 comentario en «La misma violencia de todos los veranos»

  1. «Los fascistas no son como los hongos, que nacen así en una noche, no. Han sido los patronos los que han plantado los fascistas, los han querido, les han pagado. Y con los fascistas, los patronos han ganado cada vez más, hasta no saber dónde meter el dinero. Y así inventaron la guerra, y nos mandaron a África, a Rusia, a Grecia, a Albania, a España… Pero siempre pagamos nosotros. ¿Quién paga? El proletariado, los campesinos, los obreros, los pobres».

    Esto de la maravillosa película novecento es lo que me ha recordado tu post. Intentamos pensar que el racismo es un elemento cultural del ser español, pero es más bien de una forma de ser español. Sin duda nuestra historia está plagada de figuras como la de Hernán Cortés, pero también de otras como Bartolomé de las Casas. La españolidad racista que mencionas no es un hecho fortuito o natural, es abonada y cultivada a conciencia por una serie de instituciones culturales bien sufragadas por gente que saca mucho rédito económico de esta situación. A día de hoy hay verdaderas factorías del odio que no es tu primo Paco que se ha hecho un curso online de photoshop y hace memes del Perro Sanchez y del carnicero Mohamed, son personas formadas en semiótica , marketing y otras técnicas publicitarias con granjas de bots a sus espaldas, son pseudomedios como ok diario, periodista digital o estado de alarma regados con dinero público y privado.

    Esto que está pasando no es «cultural» entendido como algo natural o tipical spanish, esto es cultural entendido como una construcción de la clase dominante e inoculado a conciencia.

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