En 2015, España dio un paso que durante décadas se había considerado impropio de un sistema penal ilustrado: introdujo una pena de prisión permanente revisable, es decir, una cadena perpetua con otro nombre. Lo hizo sin grandes traumas, sin debate profundo y sin que la mayoría de la ciudadanía lo percibiera como una ruptura con los principios que habían guiado el Derecho penal democrático desde la Transición. Fue, en efecto, una reforma silenciosa en lo jurídico, pero ruidosa en lo mediático, arrastrada por el dolor, el miedo y la emocionalidad colectiva.
No estamos ante una reforma técnica más, sino ante el símbolo más claro del giro conservador de la política criminal española, que venimos sufriendo desde los años 80. Una victoria del populismo punitivo disfrazada de protección social llevada en volandas por los medios e histeria de masas. Una muestra de hasta qué punto hemos normalizado renunciar a los valores ilustrados que en otro tiempo definieron nuestra identidad penal y que se habían configurado como oposición a los principios que habían configurado el derecho penal durante la dictadura.
La Ley Orgánica 1/2015, aprobada por el Gobierno del Partido Popular con mayoría absoluta, reformó el Código Penal para introducir la prisión permanente revisable. La fórmula era sencilla: una pena de duración indefinida, sujeta a revisión judicial tras un número mínimo de años (generalmente 25), solo para delitos «excepcionalmente graves».
En teoría, una solución racional y moderada. En la práctica, una cadena perpetua envuelta en papel de celofán legal, diseñada para satisfacer un clima social de angustia frente a crímenes horribles. Su origen fue más emocional que jurídico: los casos de Mari Luz Cortés, Sandra Palo, Marta del Castillo, entre otros, sirvieron como detonante perfecto para una reforma que habría sido impensable décadas antes.
El mensaje fue claro: hay personas que no merecen volver a la sociedad. La reinserción, principio constitucional, pasó a segundo plano. Lo importante era garantizar que «el monstruo» no volviera a salir. Como tantas veces en la historia del Derecho penal, el miedo fue más eficaz que cualquier argumento técnico.
El catálogo de crímenes a los que se aplica la prisión permanente revisable es el espejo del nuevo Zeitgeist penal español. Nada sorprendente: asesinar a menores, cometer asesinatos múltiples, matar tras agredir sexualmente, matar como terrorista o matar a un jefe de Estado. Una colección de horrores perfectamente escogida para que cualquier crítica parezca una defensa de lo indefendible. ¿Quién va a alzar la voz por los derechos del que mata a un niño tras violarlo? Nadie. El diseño legal está blindado: su sola formulación convierte cualquier crítica en sospechosa de complicidad moral con el crimen. La política criminal del siglo XXI se redacta con cortos del Programa de Ana Rosa, no con fundamentos.
El proceso legislativo fue tan poco edificante como previsible. El Partido Popular la aprobó en solitario, sin apoyo de ningún otro grupo parlamentario, pero sin una oposición lo suficientemente firme como para movilizar a la opinión pública. Los partidos contrarios alegaron que se trataba de una cadena perpetua camuflada, que contradecía la Constitución y la tradición humanista del Derecho penal español. Pero sus voces fueron rápidamente acalladas por el ruido mediático y el temor a parecer blandos frente al crimen.
En 2018 se intentó su derogación, con una proposición de ley impulsada por el PSOE. Fue admitida a trámite. Y luego, como tantas promesas, quedó enterrada en la nada legislativa, disuelta por el oportunismo electoral y el cálculo político. Porque oponerse a esta pena no da votos. Los resta. Y en una democracia emocional, eso es suficiente para que nadie se atreva a tocarla.
Hubo quienes lo intentaron. Diversos partidos y juristas presentaron recursos de inconstitucionalidad. Alegaron que la prisión permanente revisable atenta contra el principio de humanidad de las penas, rompe con el mandato constitucional de reinserción (art. 25.2 CE), genera inseguridad jurídica con criterios vagos como “peligrosidad social” y representa, de facto, una cadena perpetua, inadmisible en un Estado democrático.
Llegaron tarde. La sociedad ya había aceptado el nuevo paradigma: no importa si la pena es útil, racional o humanitaria; lo importante es que “duela”; que sea dura. Y si lo hace, entonces cumple su función. Esa fue, en última instancia, la lógica que terminó imponiéndose.
En 2021, el Tribunal Constitucional zanjó el debate jurídico, al menos en lo formal: la prisión permanente revisable es constitucional. En su Sentencia 169/2021, afirmó que no se trata de una cadena perpetua porque incluye un mecanismo de revisión; que es proporcional para los delitos a los que se aplica; y que existe un procedimiento garantista para evaluar la reinserción.
Lo que el Tribunal no abordó —porque tal vez no podía— fue el fondo del asunto: que la norma representa un cambio de paradigma penal. Una renuncia al modelo ilustrado de la pena como herramienta de reinserción, en favor de un nuevo modelo de pena defensiva, perpetua y retributiva, que no aspira a recuperar al delincuente, sino a neutralizarlo de por vida.
La sentencia fue impecable en lo técnico. Y profundamente decepcionante en lo jurídico-filosófico.
Quizás lo más inquietante de todo este proceso no es la ley en sí, sino la tranquilidad con la que fue aceptada. La sociedad española, otrora orgullosa de su sistema penal garantista, aplaudió esta reforma como un acto de justicia poética. El dolor colectivo, amplificado por los medios, pidió venganza. Y la política se la dio.
Hubo muy poca resistencia. Ni movilización ciudadana, ni campañas sostenidas desde la academia, ni una defensa firme del modelo penal ilustrado. La defensa de los principios fue sacrificada en el altar de la eficacia emocional. Al fin y al cabo, ¿Quién va a salir a la calle para pedir que un asesino de niños tenga derecho a reinsertarse?
Así se consolidó el nuevo consenso punitivo: no hay margen para el matiz cuando el crimen se convierte en espectáculo. La prisión permanente revisable no es solo una pena: es un símbolo. Y como todo símbolo, vive más en el imaginario colectivo que en el debate jurídico.
Con la introducción de esta pena, España ha perdido algo más que un principio jurídico. Ha perdido una oportunidad de resistir la deriva punitivista que recorre todo el mundo. Ha perdido el valor de explicar a la ciudadanía que un sistema penal democrático no se construye sobre el miedo, sino sobre la razón. Y, sobre todo, ha perdido la fe en la idea de que incluso los peores criminales merecen ser tratados como seres humanos.
Hoy, el Derecho penal español es más largo, más duro y más simbólico. Pero también es menos ilustrado, menos racional y más emocional. Y eso, aunque no dé titulares, es una derrota silenciosa para el constitucionalismo penal.