Una filfa ilustrada

Una filfa ilustrada

La separación de poderes no existe; son los padres. Nació en la cabeza de un aristócrata terrateniente y propietario de esclavos francés del siglo XVIII llamado Montesquieu, que, preocupado por cómo evitar que el poder se volviera despótico —porque el absolutismo ya olía a cerrado—, escribió un libro tan elegante como capcioso: El espíritu de las leyes en 1748.

Allí soltó la idea brillante: para que el poder no abuse, hay que dividirlo. Tres funciones distintas: legislar, ejecutar y juzgar. Si cada una está en manos diferentes, se vigilan entre ellas y nadie lo controla todo. Simple, limpio, ordenado. Como una receta de cocina liberal: una pizca de equilibrio, tres cucharadas de racionalidad y ni una gota de democracia directa. Montesquieu no era un revolucionario. Su obra estaba dirigida a una para una monarquía constitucional aristocrática, donde el pueblo no tenía soberanía, solo obediencia.

Sin embargo, esta teoría fue la joya política de la Ilustración. Los revolucionarios la adoraron, los constitucionalistas la copiaron, los manuales escolares la convirtieron en dogma. Primero en las colonias inglesas de América —donde la usaron como barricada contra el rey Jorge—, luego en Francia, cuando ya se había perdido la cabeza, y finalmente en el resto del mundo civilizado, incluido ese experimento inestable llamado España.

Desde entonces, nos han dicho machaconamente que la separación de poderes es el alma de cualquier democracia decente. Que sin ella no hay libertad, ni control, ni justicia. Que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial funcionan como tres ramas del mismo árbol, separadas pero conectadas, sosteniéndose mutuamente. Y que gracias a eso vivimos en un Estado de Derecho perfecto donde nadie puede mandar por encima de la ley.

Pero hay un pequeño problema: todo eso es mentira.

En España —y en buena parte del planeta— la separación de poderes es como los Reyes Magos: una historia que te cuentan de niño, que ilusiona, que tiene sus símbolos, sus tradiciones, sus disfraces… pero que a poco que mires debajo de la mesa, te das cuenta de que no hay magia: hay estructura. Hay poder. Hay pacto: humo y espejos.

El poder no se separa, se reparte. Y se reparte entre los mismos de siempre. Familias que llevan 300 años beneficiándose de cómo funcionan las cosas.

No es una conclusión nueva. Ya en los años ochenta, Alfonso Guerra, entonces número dos del PSOE, lo dijo con el desparpajo que solo da el poder: “Montesquieu ha muerto.” No era una ocurrencia, era un diagnóstico. Lo decía mientras su gobierno reformaba el Consejo General del Poder Judicial para asegurarse que los partidos —no los jueces— nombraran a quienes controlarían a los jueces. Fue una confesión involuntaria de que la separación de poderes en España era un eslogan, no una realidad.

Empecemos por el Congreso. Se supone que representa al pueblo, legisla con independencia y fiscaliza al Gobierno. En la práctica, funciona como una oficina del Ejecutivo. El partido que gana las elecciones no solo gobierna: coloniza el Parlamento. Dicta la agenda legislativa, marca el voto, encorseta el discurso. Los diputados votan lo que les dice el portavoz, porque si no lo hacen, no repiten en la lista. Lo que importa no es tu conciencia, sino tu obediencia.

El Ejecutivo, por su parte, gobierna a golpe de decreto. Legisla, nombra altos cargos judiciales, coloca a los suyos en todos los órganos posibles. En teoría, no manda sobre el Parlamento ni sobre los jueces. En la práctica, los tiene a sueldo.

¿Y el poder judicial?. El gran mito de la independencia del constitucionalismo moderno. Aquí también funciona el sistema de cuotas. El Consejo General del Poder Judicial, que gobierna la carrera judicial, lo eligen entre el Congreso, el Senado y los propios jueces, pero los primeros 20 nombres salen por pacto político. ¿Qué significa eso? Que los partidos pactan quién entra, como si fueran cromos. “Dame uno conservador, te doy uno progresista, y dejamos fuera al que molesta.” El resultado: una justicia de partido, vestida de neutralidad.

El Tribunal Constitucional es aún más gráfico. Sus miembros los eligen el Parlamento, el Gobierno y el CGPJ. ¿Cuál es su misión? Velar porque las leyes se ajusten a la Constitución. ¿Cómo lo hacen? Con sentencias que a menudo coinciden sospechosamente con las posiciones de los partidos que los nombraron. Todo muy técnico, muy jurídico, pero ya se sabe quién votará qué antes de que se reúnan.

Y mientras tanto, El CGPJ ha estado más de seis años con el mandato caducado, pero operando, sin que a nadie se le callera la cara de vergüenza.

Pero que nadie se lleve las manos a la cabeza pensando que esto solo pasa aquí, en esta piel de toro institucional. En Estados Unidos, el presidente nombra a los jueces del Tribunal Supremo, el Senado los ratifica y luego se quedan ahí de por vida, tomando decisiones que afectan a millones, desde el aborto hasta las armas. Y cada vez que hay una vacante, el país entra en guerra civil simbólica, porque todos saben que no son jueces: son soldados ideológicos togados.

En Francia, en Alemania, en Reino Unido… las formas varían, pero el fondo es el mismo: los partidos controlan los llamados tres poderes. El poder judicial es autónomo mientras no moleste. El Parlamento delibera mientras no desobedezca. Y el Gobierno gobierna mientras todos los demás hagan como que lo supervisan. La democracia, al final, es un baile con pasos ya marcados, donde los votantes solo pueden elegir la música, pero no el coreógrafo.

Y encima, nos lo venden como virtud. Como señal de madurez democrática. Nos repiten que hay controles, equilibrios, garantías. Que todo está bien diseñado, bien pensado, bien blindado. Pero lo que está blindado no es la democracia. Es el acceso al poder real. El acceso al poder sin etiquetas.

Lo más triste es que, aun sabiendo todo esto, seguimos fingiendo que nos lo creemos. Como si reconocer la mentira fuera más peligroso que vivir en ella. Como si decir en voz alta que el poder en España —y en tantas otras partes— no está separado, sino acoplado fuera un sacrilegio constitucional.

La separación de poderes no existe. Es una entelequia filosófica. No es una garantía, es una coartada. Y si no lo decimos claro, seguiremos como siempre: votando con fe, protestando con resignación, y confiando en un sistema que solo responde cuando lo necesita… para sí mismo.

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