Ud. no tiene la palabra.

En el Parlamento madrileño ya no se debate: se consagra. El presidente de la Cámara apaga micros como si fueran velas de cumpleaños, y su grupo mayoritario —el PP de Isabel Díaz Ayuso— ha convertido su mayoría absoluta en una apisonadora institucional. El último en sufrirlo ha sido Hugo Martínez Abarca, diputado de Más Madrid, al que Enrique Ossorio le retiró la palabra por atreverse a sugerir que hay jueces con intereses demasiado próximos a la derecha. Un escándalo, al parecer. Pero no por lo que se dijo, sino por haberse dicho.

Y sin embargo, no es raro. En Madrid, cortar la palabra se está convirtiendo en rutina. Lo que sí importa —y mucho— es quién corta, por qué, y desde dónde lo hace.

Enrique Ossorio no es nuevo. Lleva más de dos décadas en el PP madrileño y ha ocupado prácticamente todos los cargos que no requieren pasar por las urnas: director general, viceconsejero, consejero de Educación, de Economía, de Universidades. En tiempos recientes fue el funcionario de confianza de Ayuso durante la pandemia, cuando su función parecía ser reproducir cualquier consigna que bajara desde Sol sin levantar la voz ni la ceja. En el ecosistema del PP madrileño, la lealtad es más rentable que la competencia. Por eso terminó como presidente de la Asamblea: no porque se esperara imparcialidad, sino porque se esperaba obediencia.

Ese cargo, teóricamente neutral, se ha convertido en una extensión institucional del Ejecutivo autonómico. Ossorio no modera: interrumpe. No arbitra: ejecuta. No ampara el debate: lo vigila.

El caso de Martínez Abarca lo confirma. El diputado defendía una proposición razonable —que los jueces publiquen sus declaraciones de bienes, como hacen los políticos— cuando señaló la existencia de connivencia entre algunos jueces y el poder político conservador. No hubo insultos, ni lenguaje soez, ni ataques personales. Sólo crítica. Pero Ossorio le cerró el micro. Ni advertencia, ni llamada al orden. Directamente: silencio.

Y lo que estaba ejerciendo Martínez Abarca es un derecho constitucional. El artículo 71.1 de la Constitución Española reconoce la inviolabilidad parlamentaria: los diputados y senadores no pueden ser perseguidos por las opiniones vertidas en el ejercicio de sus funciones. Lo mismo dice el artículo 12.1 del Reglamento de la Asamblea de Madrid. Y no es un privilegio: es una garantía. Su origen está en la tradición parlamentaria liberal del siglo XIX, concebida para evitar que los poderes dominantes (rey, ejecutivo, jueces) acallen a los representantes del pueblo.

Además, el reglamento establece un procedimiento claro para retirar la palabra a un diputado: el presidente debe llamarlo al orden al menos tres veces. Aquí, no hubo ni una. Ni una formalidad. Ni una excusa. Solo voluntad.

¿Y por qué lo hizo? Porque puede. Porque el PP tiene 70 escaños y no necesita pactar ni negociar nada. Porque la mayoría se ha transformado en monopolio. Y en ese modelo, el Parlamento ya no es un espacio de control al poder, sino un escenario de confirmación. Lo que se espera no es deliberación, sino asentimiento. Una institución que en vez de legislar a través del pluralismo, aplaude lo que ya se ha decidido fuera.

Ossorio no inventa nada. Sólo aplica la lógica que lleva años imponiéndose en las instituciones madrileñas: convertir órganos independientes en extensiones del Gobierno autonómico. Lo vimos en el control del Consejo de Transparencia, en la reconversión de Telemadrid y, ahora, en la Asamblea. Lo que debería ser la cuna del debate político, se transforma en corralito de obediencia.

Y claro, es fácil justificar la retirada de palabra diciendo que hay límites. Que la libertad de expresión, incluso la parlamentaria, no es absoluta. Y eso es cierto: hay límites al insulto, a la descalificación gratuita, a la injuria. Pero ¿acusar a parte del poder judicial de estar politizado es una injuria? ¿No es, acaso, una sospecha legítima, y compartida, incluso por juristas conservadores, por informes europeos y por los propios magistrados de la UE que han cuestionado la independencia de la justicia española?

No estamos hablando de llamar “corrupto” a un juez con nombre y apellidos, sino de señalar un problema estructural. Y si eso no puede hacerse en sede parlamentaria, ¿dónde? ¿En un plató con tertulianos gritones? ¿En Twitter, donde se arriesga una querella?

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos también es clara: la libertad de expresión de los parlamentarios merece una protección reforzada. En el caso Castells c. España (1992), se condenó al Estado por sancionar a un senador que acusó al Gobierno de connivencia con los GAL. Porque las democracias maduras entienden que el Parlamento es el lugar para decir lo incómodo.

Pero no aquí. Aquí se corta el micrófono y se pasa al siguiente punto del orden del día. Como si no hubiera pasado nada. Como si eso no fuera una agresión institucional a la representación política. Como si silenciar a un diputado fuera parte del procedimiento. Y sin embargo, sí pasa algo. Porque cuando el presidente de la Cámara actúa como censor en lugar de árbitro, no se anula solo al parlamentario. Se anula a los votantes. Se rompe el pacto básico de la democracia: que todos tenemos derecho a ser representados, incluso cuando nuestras ideas no gustan a quien gobierna.

Lo más grave no es el gesto autoritario. Es su banalización. Su repetición sin consecuencias. Su normalización. Porque el mensaje es claro: si hablas fuera del marco aprobado por la mayoría, te callamos. Y si protestas, eres tú quien desestabiliza la institución. El respeto institucional convertido en obediencia ideológica. Lo que vimos en la Asamblea no fue un desliz. Es la norma. Un reflejo claro de cómo el poder, cuando no encuentra límites institucionales, acaba devorando incluso la palabra. Y cuando eso ocurre, todo lo demás —transparencia, rendición de cuentas, control democrático— queda en suspenso.

La democracia no se muere de un micrófono cortado. Pero puede empezar a asfixiarse si ese silencio se convierte en norma.

Libertad.

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