Como soy débil, me he vuelto a enganchar al Pokémon Go; el juego que, en vez de entrenador Pokemon, te convierte en exterminador de alimañas. Otra vez. Y como si no bastara, también he caído en el nuevo Pokémon Pocket. Sí, ya lo sé: adulto hecho y derecho, padre, con la toga colgada en la percha, y enganchado a cazar bichos virtuales por la calle. Pero el otro día, mientras atrapaba un Bulbasaur en el portal del despacho, empecé a preguntarme qué pasaría si en vez de un monstruo de bolsillo estuviera secuestrando un perro. ¿Qué diría un juez de instrucción si yo lo meto en una furgoneta, lo obligo a pelear hasta que reviente y encima le hago repetir el proceso contra otro vecino en el parque? Probablemente, acabaría imputado por maltrato animal en menos de lo que tarda Pikachu en lanzar un Impactrueno.
En el universo Pokémon, esas criaturas con ojos gigantes y ataques elementales son tratadas como una mezcla de mascota y arma de guerra. La Pokédex las cataloga, la Pokéball las encierra y el entrenador las usa. Jurídicamente, sería el equivalente a la propiedad. En España, desde 2021 los animales dejaron de ser considerados “cosas” en el Código Civil para pasar a la categoría de “seres sintientes”. Un avance simbólico. Pero en Kanto o Johto los Pokémon siguen siendo puro inventario: el que los captura, los posee; y el que los posee, los explota.
Los combates Pokémon, mirados con gafas jurídicas, encajan como un guante en el artículo 337 del Código Penal en su última reforma de 2023: “Será castigado con la pena de tres meses y un día a un año de prisión e inhabilitación especial de un año y un día a tres años para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales y para la tenencia de animales, el que por cualquier medio o procedimiento maltrate injustificadamente, causándole lesiones que menoscaben gravemente su salud o sometiéndole a explotación sexual, a
a) un animal doméstico o amansado,
b) un animal de los que habitualmente están domesticados,
c) un animal que temporal o permanentemente vive bajo control humano, o
d) cualquier animal que no viva en estado salvaje.”.
Y si además el sufrimiento se produce en un contexto organizado y con ánimo de lucro, nos vamos de cabeza al 337.4 , que tipifica como delito la explotación de espectáculos con animales, incluyendo expresamente a quienes los adiestran para “peleas ilegales de perros o de gallos”. Si sustituimos gallos por Charmanders y perros por Pikachus, lo que nos queda es la Liga Pokémon retransmitida en Twitch.
Y aquí entra la guinda: en España las peleas de gallos están prohibidas con carácter general, salvo en Canarias y en Andalucía bajo el argumento de la “tradición cultural”, siempre que no se apueste dinero. Es decir, en dos comunidades autónomas aún se permite que dos animales se destrocen entre sí en nombre de la costumbre, un razonamiento que bien podría usar la Liga Pokémon para defender sus combates: “no es violencia, es patrimonio inmaterial”.
La narrativa oficial insiste en que los Pokémon quieren a sus entrenadores. Que “pelean por amistad”. Ese discurso suena parecido al de los organizadores de peleas de gallos que hablan de “tradición” o al de quienes justifican las peleas de perros como “entrenamiento”. Y en lo laboral, al empresaurio que dice que sus empleados “son familia” mientras los tiene encadenados a un Excel de lunes a domingo. Llamar “amistad” a una relación de dominio no la convierte en libre.
Si un juez aplicara la ley española al universo de Ash, la cosa sería clara: explotación animal, lesiones reiteradas, privación de libertad y participación en espectáculos prohibidos. El artículo 337 castigaría los combates, el 337 bis sancionaría la organización de ligas y torneos, y de paso habría que discutir si la captura en Pokéballs no es detención ilegal con agravante de reincidencia fantástica.
No hace falta imaginar mucho: en 2017, la Audiencia Provincial de Madrid confirmó penas de cárcel contra varios acusados que organizaban peleas de perros en fincas de Pinto y Arganda, con animales entrenados a mordiscos hasta la muerte. En 2019, la Guardia Civil desmanteló otra red en Alicante con decenas de perros desnutridos y mutilados. Y en Cádiz, más de una vez se han requisado gallos de pelea usados en torneos clandestinos donde corría dinero negro. Todos esos sumarios son calcados a lo que hace la Liga Pokémon en la pantalla: entrenar animales para que se despedacen en un ring y lucrarse con ello. La diferencia es que a los imputados españoles los procesaron y a Ash Ketchum lo canonizan en televisión infantil.
Si existiera un SEPRONA Pokémon habría agentes entrando en Ciudad Verde y precintando el gimnasio de Brock por tener a Onix trabajando sin alta en la Seguridad Social y a una brigada canina reeducando Pikachus junto con los pitbulls rescatados en operaciones contra peleas clandestinas.
Pokémon ha vendido durante décadas lo que, en cualquier juzgado de primera instancia, sería un sumario entero por maltrato, coacciones y trata de criaturas fantásticas. Y nosotros, felices, seguimos cazando bichos en el metro como si nada. Lo llamamos “entrenamiento”, lo aplaudimos en televisión y lo compramos en Nintendo. Pero en el mundo real, Ash Ketchum no sería un héroe infantil: saldría esposado bajo el 337 salvo quizá que un tribunal canario lo absolviera por “tradición cultural”. Démosle una vuelta.