וַיִּכָּנְעוּ הַפְּלִשְׁתִּים וְלֹא־יָסְפוּ עוֹד לָבוֹא בִּגְבוּל יִשְׂרָאֵל
“Y fueron humillados los filisteos, y no volvieron más a entrar en el territorio de Israel.”
1 Samuel 7:13
La historia nos juzgará por nuestras acciones, o en este caso, por nuestras inacciones. Dentro de cien o doscientos años alguien abrirá un libro y se preguntará cómo pudimos permitirlo. Nos mirarán como hoy miramos a quienes practicaron la política de apaciguamiento con Hitler: con una mezcla de vergüenza ajena y de incredulidad, incapaces de entender cómo se podía contemporizar lo intolerable.
Me educaron en la creencia de que hay que condenar “la violencia venga de donde venga”. Que hay que poner a Israel y a Hamás en la misma balanza y, con gesto grave, proclamar que “los dos son igual de malos”. Como si esto fuera un patio de colegio y los bedeles nos obligaran a darnos la mano después de la pelea o un episodio de The West Wing donde todos se sientan en la mesa oval y se reparten culpas por igual.
Pero el Derecho —y también la moral— saben de proporciones. No es lo mismo el que tira una piedra que el que responde con un misil. No es lo mismo secuestrar a un civil que convertir una ciudad entera en escombros. No es lo mismo asesinar brutalmente a 1.200 personas, como hizo Hamás el infausto 7 de octubre, que someter a dos millones de seres humanos al hambre, al bloqueo y a la aniquilación sistemática durante décadas, como hace el Estado de Israel.
La responsabilidad de Hamás existe y debe decirse sin rodeos: su ataque fue un crimen de guerra, y sus rehenes -los que queden- siguen siendo la prueba viva de ello. Pero aquí se agota la equidistancia. Porque lo que hace Israel en Gaza, con el sello oficial de un Estado moderno, con ejército regular, con un presupuesto militar que hace palidecer a muchos países europeos, no es defensa: es castigo colectivo. Y el castigo colectivo está prohibido en artículo 33 del IV Convenio de Ginebra. Da igual cuántos portavoces lo disfracen de “operación quirúrgica”: cuando reduces un hospital a escombros, no estás combatiendo a Hamás, estás asesinando a los que no pueden huir y estás impidiendo que los supervivientes reciban atención médica.
¿Israel tiene derecho a defenderse? Si, pero el Derecho internacional le pone límites. Esos límites son la proporcionalidad y la distinción entre combatientes y civiles. Y cuando la proporción es de 65.000 muertos palestinos frente a 1.200 israelíes, cuando la distinción entre “objetivo militar” y “niños bajo una tienda de campaña” se diluye bajo toneladas de bombas inteligentes y drones autónomos, no hablamos ya de defensa: hablamos de crímenes contra la humanidad.
La historia tiene memoria larga y nosotros somos sus cómplices cuando miramos hacia otro lado. Permitimos el genocidio del pueblo armenio armenio en 1915 con excusas diplomáticas y sordera política; no fuimos capaces de frenar la maquinaria del exterminio cuando la evidencia era abrumadora. Y aunque el Holocausto nos obligó —tarde y mal— a reconocer la maldad intrínseca de querer aniquilar a un pueblo entero, esa lección no parece haberse convertido en una regla irrevocable de conducta internacional. Hoy, frente a lo que ocurre en Palestina, muchos se preguntan si estamos repitiendo el mismo pecado de pasividad: denunciar crímenes aquí y ahora, sí, pero no actuar con la firmeza que exige impedir una posible destrucción de una comunidad. Hay informes de organismos internacionales y ONG que describen políticas del Estado israelí en términos que van desde el apartheid hasta la limpieza étnica; El fin declarado de buena parte de los políticos israelíes es acabar con los territorios palestinos. Todo porque Dios le prometió a Abraham la tierra de Canaán hace casi 4.000 años. No es equivalente equiparar terroristas con el aparato de un Estado, pero tampoco podemos permitir que, bajo el paraguas de la seguridad, se diseñen prácticas que borren a un pueblo. Y sí, conviene recordar que la solución de Naciones Unidas de 1947 fue aceptada por los representantes sionistas de la época y rechazada por los líderes árabes; eso no exime a nadie hoy de responsabilidad moral ni jurídica por políticas que empujan hacia la aniquilación de esperanzas, derechos y vidas.
Algunos dicen que es “complicado”. Que hay “matices”. Y claro que los hay: el matiz entre un crimen y una masacre. El matiz entre un grupo terrorista y un Estado miembro de la ONU. El matiz entre la desesperación de los sitiados y la impunidad de los sitiadores. Llamar a todo “conflicto” o “guerra entre iguales” es una forma elegante de borrar la ocupación, el apartheid, el control del agua, de los campos y de los cielos.
Imaginemos que el mismo estándar se aplicara en un tribunal penal: un acusado de asesinato múltiple sentado junto a un genocida. ¿Los condenamos igual porque “ambos mataron”?
Condenar a Hamás es fácil. Condenar a Israel cuesta, porque incomoda a gobiernos aliados e intereses económicos, porque toca fibras de culpa histórica, porque hay lobbies atentos a cada palabra. Pero el Derecho no se escribe en los despachos de relaciones públicas, se escribe sobre cadáveres. Y Gaza y Cisjordania llevan demasiado tiempo funcionando como un folio en blanco para la impunidad.
Así que no, no son lo mismo. No pesan igual en la balanza de la ética ni en el Código Penal del sentido común. Israel ha convertido Palestina en un campo de pruebas de la deshumanización, y eso no se limpia con comunicados diplomáticos. Hamás es responsable de sus crímenes, pero el Estado de Israel es responsable de un sistema entero de opresión, ocupación y exterminio. Y en un tribunal de justicia —si algún día lo hubiera— las togas sabrían distinguirlos.