Si dentro de veinte años seguimos por aquí —por cosas de la geopolítica o de la genética— no recordaremos exactamente quiénes eran Ábalos, Santos Cerdán o Koldo; después de todo, no son primeros carteles de la política nacional, más bien actores secundarios que demuestran que la corrupción en España no es un error del sistema. Es el sistema. Una rueda aceitada durante siglos, en la que políticos, funcionarios y empresarios se entienden con una naturalidad que da asco. Y sí, los escándalos salen en prensa, se monta el circo, ruedan unas pocas cabezas —generalmente las prescindibles—, y al poco todo vuelve a la normalidad. Porque aquí el problema nunca ha sido que se robe. El problema es que solo caen los que pillan.
Durante años nos han vendido la corrupción como una enfermedad moral, como si todo se arreglara con más clases de ética o con jueces con puñetas más grandes. Pero el foco siempre ha estado del lado cómodo: el político que cobra la mordida, el concejal con un sobre en el coche, el asesor con sociedades en Panamá. Pero nunca ponemos el objetivo en quien paga. ¿Qué pasa con la empresa que puso el dinero sobre la mesa? Nada. Absolutamente nada. Salvo contadísimas excepciones, las empresas que corrompen en España siguen contratando con la administración como si no hubiera pasado nada. Y lo peor: siguen ganando cantidades obscenas de dinero.
Empresas como OHL, FCC, Ferrovial, Dragados, Indra o Sacyr —algunas investigadas, otras directamente condenadas por sobornos— siguen participando en licitaciones públicas. Cambian de nombre, hacen un lavado de cara, emiten un comunicado diciendo que “colaboran con la justicia”, pagan una multa ridícula y se presentan a la siguiente obra. Y la ganan. ¿Cuál es el incentivo para dejar de pagar mordidas si el castigo es simbólico y el acceso al dinero público sigue garantizado? Ninguno.
La mordida, en España, no es un riesgo. Es un coste más del contrato —un 3 %, je—. Una inversión. Una palanca para conseguir adjudicaciones millonarias. Un atajo rentable. Se disfraza de asesoría, de consultoría, de publicidad institucional. Pero siempre es lo mismo: pagar para ganar. Y mientras no se les cierre esa vía, la corrupción seguirá siendo el método más eficiente para hacer negocios con lo público.
Lo grave no es que existan estas prácticas, sino que el Estado las tolere. Que las administre. Porque aquí no hay inocencia, solo jerarquía: los políticos que reparten contratos lo saben, los empresarios que pagan también, y la administración suele mirar hacia otro lado. A veces por miedo, a veces por comodidad, a veces porque la oposición también cobra. Solo nos enteramos de los casos cuando a alguien le interesa que nos enteremos.
Durante décadas se ha protegido a los corruptores porque “generan empleo”, porque “son esenciales para las infraestructuras del país”, porque “no se puede parar la obra pública”. Es el chantaje perfecto: o me dejas seguir licitando o te dejo sin autopistas, sin hospitales, sin ferrocarriles. Y los gobiernos, de todos los colores, tragan. Han convertido la corrupción en política industrial. En una forma de gobernar sin pasar por el BOE.
Mientras tanto, al presidente de turno se le llena la boca hablando de regeneración, de transparencia, de digitalización de contratos, de compliance. Tonterías. Papel mojado. Mientras las empresas que han pagado comisiones sigan contratando con el Estado, todo lo demás es puro maquillaje.
Lo que haría falta es simple, y por eso nadie quiere hacerlo: prohibir automáticamente que una empresa que haya pagado un soborno vuelva a contratar con cualquier administración pública. Nunca más. Sin matices, sin excepciones, sin cambiar de CIF para empezar de cero. Nadie que haya trabajado en una empresa condenada por pagar mordidas puede trabajar en una empresa que vaya a licitar un contrato público. Desde el bedel hasta el consejero delegado. Tirando del velo societario. Con actas de titularidades reales que dejen al descubierto quiénes son los auténticos beneficiados de la corrupción. Y normalmente no es el político corrupto.
Esto rompería el ciclo. Porque si la mordida no te garantiza el contrato, si te puede dejar fuera del sistema, entonces empieza a ser un mal negocio. Hoy no lo es. Hoy es la forma más rápida de crecer. De entrar en el club. De estar en las fotos en el palco del Bernabéu.
Y que no vengan con el cuento de que “la empresa no es responsable de lo que hizo un directivo concreto”. Eso no cuela; nunca lo hizo. Si los beneficios fueron para la empresa, la responsabilidad también. Si cobraron millones gracias a una adjudicación podrida, tienen que quedar fuera del sistema. Y si la empresa cambia de nombre para evitar la sanción, se le aplica lo mismo. Porque los directivos, los accionistas, las prácticas… todo sigue igual. Solo cambian el logo.
Pero en España eso sería demasiado radical. Demasiado serio. Demasiado justo. Aquí preferimos el teatrillo: escándalo, investigación, comparecencia parlamentaria con lágrima de cocodrilo incluida y “me han engañado, no sabía nada”. Una multa menor que el beneficio obtenido, un pacto con la fiscalía, y a la semana siguiente ya están licitando otra vez.
Pero ojo: la corrupción no llegó con la democracia ni con la Transición, ni siquiera con Franco. Viene de mucho antes. Está en el ADN del Estado moderno español. Ya en el siglo XIX, Agustín Fernando Muñoz —marido de la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias— amasó una fortuna obscena adjudicando concesiones ferroviarias a dedo mientras se presentaba como “empresario liberal”. El dinero público y el negocio privado empezaron a dormir juntos desde entonces. En la Restauración, la política se financiaba con favores urbanísticos; en la dictadura de Primo de Rivera, las obras públicas eran directamente un sistema de clientelismo armado. En la República, Nombela y el estraperlo. Franco lo perfeccionó con su “capitalismo de amiguetes”, basado en constructoras fieles al régimen que hacían caja a golpe de monopolio. Y cuando llegó la democracia, en lugar de desmontar esa maquinaria, los “nuevos” partidos la hicieron suya. FILESA fue el ejemplo perfecto: una red de financiación ilegal del PSOE, disfrazada de consultoras, que cobraban comisiones a empresas a cambio de contratos. Es decir, el modelo clásico de mordida, pero con membrete moderno. Nada nuevo.
Pero ojo, si hay algo que funciona peor que el castigo simbólico, es el olvido planificado. El caso Gürtel dejó probado que varias constructoras financiaban ilegalmente al PP a cambio de contratos públicos. ¿Y qué pasó con esas constructoras? Nada. Siguieron operando. En el caso Palau, Ferrovial pagaba “donaciones” a Convergència para llevarse obra pública. ¿Consecuencias reales? Ninguna. En el caso Lezo, OHL fue señalada por pagos irregulares. ¿Alguien la ha vetado? No. Y así todo.
El mensaje es claro: si tienes pasta, puedes corromper al político de turno sin salir del juego. Puedes pagar mordidas, financiar partidos, manipular concursos… y luego seguir firmando contratos con el Estado. Esa es la verdadera impunidad. No la del político que va a prisión, sino la de la empresa que lo sobornó y sigue cotizando en bolsa.
La única forma seria de luchar contra esto es cerrar el grifo. Que cualquier empresa que haya participado en una trama de corrupción pierda el acceso al dinero público. Que no pueda presentarse a concursos, ni como adjudicataria principal ni como subcontratada. Que no pueda firmar convenios, ni recibir subvenciones. Y que eso sea automático, no negociable, sin espacio para abogados que negocien el «impacto económico de la sanción».
Hasta que eso no ocurra, la corrupción seguirá siendo un negocio rentable. Y cada escándalo será solo otro capítulo más de una historia que todos conocemos de memoria. Porque aquí no se trata de acabar con la corrupción. Aquí el único objetivo ha sido siempre gestionar quién reparte la mordida.