Lectura Pasiva Detectada

Julián se despertó a las 7:14. No porque hubiera puesto el despertador, sino porque la pulsera que le regaló el Ayuntamiento de Manzanares —con logo de la Diputación y todo— empezó a vibrar como si le llamaran de la ITV. «Ventilación automática recomendada», decía. Que en cristiano quería decir: abre la ventana, que esto huele a cerrado. Desde que los sensores del «Plan Territorio Inteligente 2030» controlaban hasta el aliento, dormir era una actividad monitorizada. Su madre, si viviera, lo habría resumido mejor: «Te controlan hasta cuando sueñas, hijo».

Bajó a la calle Empedrada. Todo olía a zotal y a subvención europea. Donde antes había desvencijadas farolas de forja, ahora había columnas digitales que daban las gracias por tirar un papel en su sitio. En la pantalla de la parada del bus: «Gracias por circular con responsabilidad ecológica». Julián pensó en su tío, que se movía en un R4 desde 1974 sin saber que estaba salvando el planeta. Cada tres pasos, una cámara. Cada banco, un sensor. Cada farola, un router. Todo conectado. Todo chivato.

Tenía cuarenta y cinco años, había estudiado Filosofía por la UNED, y trabajaba como «facilitador digital de proximidad» en el Centro multiusos. Enseñaba a los abuelos a usar la app del ambulatorio, a configurar las alertas del Bando y a encontrar el botón del permiso de poda. Un trabajo pagado con fondos europeos, muy digno, pero más burocrático que humano. Decidió no ir. Por hastío. Por un cansancio que no venía del cuerpo, sino de vivir dentro de una aplicación.

Bajó a la plaza del Gran Teatro. Se sentó en un banco. Solo. Sin café. Sin ticket. Eran las 8:12 de un lunes, y eso ya era motivo de sospecha. A los cinco minutos, le sonó el móvil. «Zona de flujo eficiente. Por favor, mantenga la dinámica». A los diez, pasó el dron del Ayuntamiento —el que en el bar llamaban con sorna «el zángano del concejal»—. A los doce, la pulsera vibró de nuevo: «Inactividad prolongada detectada. Sugerimos retomar su jornada productiva».

Julián miró alrededor. Todo estaba limpio, eficiente, silencioso. Lo que antes era plaza ahora parecía el vestíbulo de una oficina de Silicon Valley: sin sombra, sin colillas, sin posibilidad de estar sin hacer nada. Recordó un artículo de un curso online: «Biopolítica del espacio cívico». En Manzanares eso significaba bancos sin respaldo y ruido blanco a volumen europeo.

Caminó hasta el parque de la Divina Pastora. Al cruzar la calle sin pasar por el paso peatonal QR, el móvil sonó: «Cruce no validado. Riesgo de pérdida de puntos de civismo». Abrió la app. Su «perfil de vecindad proactiva» había bajado de 4,7 a 3,9. Eso quería decir que perdía el 20% de descuento en la piscina climatizada municipal, que el autobús le llegaría con menos prioridad, y que su conexión WiFi en la biblioteca pasaría de «ultra» a «medio rural».

En la calle Toledo, un grupo de niños salía del cole concertado con mochilas que parecían routers. En el suelo, un mensaje: «Flujo escolar en curso. Activación de prioridad infantil». Las balizas surgieron de la acera como por arte de magia. Julián sintió un escalofrío. No por los críos, sino por la sensación de estar en un ensayo general que alguien dirigía desde Bruselas.

Entró a la biblioteca. Reconocimiento facial, mesa asignada. Intentó cambiarla. Imposible. El sistema detectó «comportamiento errático». Se sentó. Abrió un libro: «La sociedad del rendimiento». A los veinte minutos, un mensaje: «Lectura pasiva detectada. Sugerimos podcast municipal o experiencia interactiva». Pensó que igual se había muerto y estaba en una versión manchega del cielo para tecnócratas.

Esa noche decidió tomarse un respiro. No de Manzanares. De la interfaz. Buscó en el foro municipal con nombre de técnico jubilado: «Averías en zonas blancas». Allí leyó sobre un sitio cerca de la depuradora vieja, donde no había – o no funcionaban- sensores. Lo llamaban «La Sombra».

A la mañana siguiente salió sin pulsera y sin móvil. Usó caminos de tractor, bordeó un campo de cebada en barbecho, y por lo tanto, sin digitalizar, cruzó la acequia seca. Al llegar, solo quedaban un silo oxidado, cuatro gatos sentados y una paz que sabía a radio apagada.

—Pensé que era un bulo —dijo una chica.

—Lo es —dijo él. —Pero también es real.

Se sentó. Nadie lo midió. Nadie le mandó una notificación. Nadie le pidió una encuesta de satisfacción. Por primera vez en años, no era un perfil. Era una persona. Y mientras todo allá fuera seguía conectado, optimizado, medido y supuestamente inteligente, Julián solo quería comprobar si todavía quedaba algo que no necesitara estar encendido para tener sentido. No quería mejorar procesos, ni aportar feedback. Solo estar. Como antes. Como cuando las cosas no se evaluaban, solo se vivían.

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