Cuando el malhadado de José María Aznar afirma que si un partido puede manipular unas primarias internas también podría manipular elecciones generales, no está improvisando. Cuando su secuaz, amigo de narcotraficantes, Alberto Núñez Feijóo desliza que el voto por correo presenta “lagunas” y que habría que estudiar sus puntos débiles, porque el sistema “no está blindado”, no está haciendo una propuesta técnica para mejorar nuestro sistema electoral; está diciendo que en España se pueden robar unas elecciones. Y esa idea, repetida en redes sin necesidad de pruebas, tiene un objetivo muy claro: instalar la sospecha de que el sistema electoral español, tal como funciona, no es fiable.
Este discurso no es nuevo, ni sorprendente. Lo que sorprende es que empiece a normalizarse esta estrategia en un país que, hasta ahora, había aceptado las derrotas con cierta dignidad. Pero todo tiene su ciclo, y España no es inmune a lo que ya ocurrió en Estados Unidos. Donald J. Trump, antes de perder las elecciones de 2020, ya decía que serían un fraude si él no ganaba. Y cuando el poder institucional confirmó su derrota, movilizó a su base convencida de que le habían robado la victoria hasta el punto de llegar a una insurrección armada. Lo demás es historia: el asalto al Capitolio, el colapso simbólico del consenso democrático, y una nación donde decenas de millones siguen creyendo —sin pruebas— que su presidente legítimo fue expulsado por medios oscuros.
Lo que Aznar y Feijóo están haciendo no es una denuncia; es incitar a la sedición. No presentan datos. No citan informes. No ofrecen indicios concretos. Lo que hacen es más sibilino: insinúan. Siembran. Sugerir que el sistema es vulnerable no requiere demostrar nada. Basta con generar un clima de desconfianza. El mismo que Trump cultivó con paciencia. Es la misma táctica: si perdemos, será porque ellos han hecho trampas. No porque la mayoría no nos quiera.
En España, el sistema electoral tiene muchas capas de protección, aunque parece que pocos ciudadanos las conocen en detalle. Hay miembros de mesa seleccionados por sorteo entre los votantes, con vocales y presidentes que no representan a ningún partido. Hay interventores de todas las formaciones, presentes durante toda la jornada para garantizar la limpieza de la votación. Estos interventores están presentes incluso en el recuento, que es público. Se firman actas -los interventores de los partidos hacen las suyas-. Hay un escrutinio general días después que permite corregir errores. Cualquiera puede impugnar si hay algo raro. A efectos prácticos, organizar un fraude electoral sistémico requeriría una conspiración masiva con participación simultánea de ciudadanos al azar, funcionarios públicos, jueces y representantes de partidos. Es decir: un escenario de ciencia ficción.
Pero como la política-ficción del cabezologo de la FAES ha dejado de tener vergüenza, basta con repetir la posibilidad. Con decir: “algo no encaja”, “¿por qué tanto voto por correo?”, “¿no os parece raro?”. La estrategia es psicológica: no necesita demostrar nada, solo activar la duda. El mensaje no busca convencer a quien piensa. Busca anclar una emoción en quien ya está predispuesto a creer que su bando solo pierde si le hacen trampa.
El paralelismo con Trump no es una comparación exagerada, es una reproducción. Solo que aquí, de momento; ya veremos según se acerquen las elecciones- se hace con corbata y tono mesurado. Donde Trump gritaba, Feijóo plantea con voz pausada que “hay cosas que debemos revisar”. Donde el expresidente de EE. UU. inundaba Twitter de mentiras que clamaban al cielo, aquí se lanza la consigna en una entrevista o una rueda de prensa. El envoltorio cambia, pero el contenido es el mismo: si no ganamos, es porque el sistema no nos deja. Y si lo ganamos, entonces el sistema sí funciona.
Esta lógica, además, les es rentable. Primero, porque les exime de responsabilidad; si pierdes una elección y dices que te han hecho trampa, ya no tienes que explicar tu programa, ni tu campaña, ni tus decisiones. La culpa siempre está fuera. Segundo, porque cohesiona; las bases más movilizadas se alimentan del agravio. Creen estar luchando contra un enemigo invisible que controla las instituciones, los jueces, las televisiones y, por supuesto, los votos. Y tercero, porque debilita al adversario. El que gana, aunque lo haga limpiamente, queda manchado por la sospecha: “algo raro ha pasado”.
Este tipo de discurso no es inocuo. Erosiona los fundamentos del sistema democrático porque transforma la derrota electoral en una injusticia. Y cuando una parte de la sociedad ya no acepta que puede perder en las urnas, lo que está en juego deja de ser quién gobierna y pasa a ser si el sistema es aceptado o no por quienes pierden. Y si no lo aceptan, dejan de respetarlo.
En Estados Unidos, esa línea ya se cruzó. En España, aún estamos en fase de tanteo. Pero el terreno se prepara. A cada elección, una insinuación. A cada resultado adverso, una queja velada. A cada recuento, una sombra. No hay un asalto al Congreso, pero sí una pequeña demolición simbólica de las reglas compartidas. Y eso, a largo plazo, es igual de peligroso.
No es casual que quienes agitan estas sospechas hoy sean quienes no han logrado formar gobierno pese a haber sido primera fuerza. Es parte del guion del golpe. Si no me dejan gobernar, si los demás se alían contra mí, si las minorías deciden, si el Parlamento no refleja la calle, entonces el sistema está roto. En realidad, el sistema está diseñado precisamente para eso: para obligar a negociar, a pactar, a entender que la mayoría no es solo el que más votos saca, sino quien logra más apoyos en la Cámara. Pero ese detalle técnico es menos emocionante que la narrativa del poder robado.
Y así, paso a paso, naturalizan una visión paranoica de la democracia: todos están en su contra, el sistema está amañado, y solo ellos representan al pueblo real -¡España!-. Es la receta del populismo, aunque venga embotellada en frascos azules, con sonrisa contenida y corbata de Loewe. Y funciona, porque activa emociones primarias: el miedo, la indignación, la sensación de injusticia.
La pregunta, por tanto, no es si hubo fraude (no lo hubo), ni si el sistema tiene problemas (sí, pero no en el recuento). La pregunta es: ¿para qué se siembran estas dudas? ¿A quién le conviene que una parte de la sociedad crea que su voto no vale? ¿Quién gana cuando se deslegitima el árbitro? La respuesta es clara: quien no acepta las reglas si no gana con ellas.
No se trata de cerrar el debate sobre mejoras en el proceso electoral —toda democracia debe perfeccionarse—, sino de detectar cuándo ese debate se usa como pantalla para otra cosa: minar la confianza en el sistema cuando los resultados no son favorables. Porque cuando la confianza se pierde, ya no se trata de convencer con ideas, sino de imponer un relato. Y eso, en democracia, siempre acaba mal.
En resumen, Alberto, no me digas que nos pueden hacer trampas. Explícame cómo lo van a hacer. Ese día me tatuaré “pues vaya, tenían razón” en el glande -perdóneme ud. Sr. Minchin-.