El Tribunal Supremo ha confirmado lo que ya sabíamos: que el agua moja y que la familia de Francisco Franco retuvo durante décadas, de forma ilegal, dos esculturas románicas del siglo XII pertenecientes al Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago. No eran suyas. Nunca lo fueron. Las obtuvieron por un capricho de “la Collares”. Se las apropiaron con total impunidad y las exhibieron en el jardín del Pazo de Meirás como si el país entero fuera de su propiedad. La sentencia es clara: no existe ningún documento, título ni justificación legal que respaldara esa posesión. Solo el miedo, el silencio y el poder de una familia que convirtió el expolio en tradición.
La escena que origina esta historia parece un retrato propio de una república bananera: En 1954, Carmen Polo, esposa del dictador, visita Santiago de Compostela y se encapricha de las estatuas. El alcalde, en lugar de defender el patrimonio de la ciudad, ordena su traslado al Pazo de Meirás sin expediente, sin cesión formal, sin informe técnico. Las figuras de Abraham e Isaac, talladas por el Maestro Mateo hace ochocientos años, pasaron a decorar una finca particular por el simple hecho de que “la señora” las quería.

Esto no fue un caso aislado. Fue una forma de actuar. Durante cuarenta años, el franquismo saqueó con método, con arrogancia y sin oposición, convirtiendo lo público en patrimonio privado. La historia del Pazo de Meirás lo resume todo. En 1938, se creó una «Junta pro Pazo del Caudillo» que recaudó fondos mediante coacciones. A empleados públicos, empresarios, campesinos: nadie podía negarse. Con ese dinero se compró el pazo que había sido de Emilia Pardo Bazán. En 1941 se escrituró a nombre de Franco. El régimen lo vendió como una “donación patriótica”, cuando en realidad fue un expolio institucionalizado. Así lo sentenció el Juzgado de Primera Instancia nº 1 de A Coruña en 2020, declarando la operación “simulada y nula”, y ordenando su restitución al Estado.
La sentencia fue un hito legal y político. Se apoyó en el artículo 1275 del Código Civil (nulidad de los contratos con causa ilícita) y en la jurisprudencia sobre bienes de dominio público. La Audiencia Provincial ratificó el fallo en 2021, y los herederos de Franco fueron obligados a entregar no solo el pazo, sino más de 560 bienes muebles: alfombras, tapices, esculturas, objetos religiosos, libros antiguos, muchos de ellos con origen en conventos, museos y fondos públicos. Los Franco no pudieron demostrar su propiedad sobre nada. Solo habían ocupado, retenido y usufructuado lo que la dictadura les dio sin papeles y sin vergüenza.
Pero si algo demuestra este proceso es que el franquismo no terminó con la muerte del dictador: mutó, se blindó, y se reprodujo en sus herederos. La defensa judicial de la familia Franco ha sido una auténtica lección de cinismo. En el caso del Pazo, alegaron ser “propietarios legítimos” por la supuesta compraventa de 1941, ignorando deliberadamente los documentos que demuestran que la compra se financió con aportaciones forzosas. En el caso de las esculturas del Pórtico, intentaron argumentar que fueron un “regalo institucional”, a pesar de que no existe acta, cesión, ni registro alguno. Sus abogados incluso recurrieron a tecnicismos de prescripción civil, como si el simple paso del tiempo pudiera blanquear el robo.
En ningún momento han mostrado voluntad de devolver lo que no les pertenece. Al contrario: han combatido cada resolución judicial, han intentado retener obras, alegar derechos adquiridos y exigir indemnizaciones. En el fondo, siguen creyéndose herederos no solo del apellido, sino del privilegio. Su discurso es siempre el mismo: que se está atacando “una familia”, “su memoria”, “sus derechos”. Pero lo que se está desmontando no es una historia familiar, sino la estructura de privilegio forjada sobre la apropiación, la mentira y muchos miles de cadáveres.
Uno de los motores de esta impunidad ha sido la Fundación Nacional Francisco Franco, constituida por Carmen Polo en 1976. Esta institución privada ha servido durante décadas como archivo, altavoz y escudo legal de la familia, custodiando miles de documentos públicos expoliados que deberían estar en el Archivo Histórico Nacional. Muchos de esos papeles contienen correspondencia diplomática, actas oficiales, informes del régimen y bienes documentales que el franquismo se llevó a casa en cajas sin inventariar. La Ley de Memoria Democrática (Ley 20/2022, de 19 de octubre) incluye en su artículo 53 un mecanismo de disolución para fundaciones que enaltezcan dictaduras o retengan patrimonio documental del Estado. Sin embargo, hoy, la Fundación Franco sigue abierta, amparada por dilaciones judiciales y ambigüedades administrativas.
Carmen Polo, por su parte, fue mucho más que “la esposa del Caudillo”. Su papel fue activo y consciente. Era conocida y temida en la calle Serrano de Madrid, y con razón. Entraba en las mejores joyerías sin cartera. Muchos comerciantes se sentían obligados a regalarle piezas por miedo o por cálculo. Algunos lo asumían como un impuesto extraoficial. Otros preparaban lotes por si pasaba. Esa cultura del regalo forzoso se extendió también a embajadores, banqueros, empresarios: collares, tapices, muebles, vajillas, automóviles. Nada de eso se declaró patrimonio del Estado. Se incorporó directamente al uso privado de la familia Franco.
Al morir Franco en 1975, Carmen Polo dirigió personalmente el expolio final. Se trasladaron decenas de objetos desde El Pardo a domicilios particulares sin control ni registro. Algunos reaparecieron en subastas privadas años después. Otros siguen ocultos o en manos de herederos que aún hoy litigan contra el Estado para conservar lo que fue robado. Esta no es una historia del pasado. Es un litigio presente.
Y sin embargo, la respuesta institucional ha sido lenta, insuficiente y a menudo tímida. El caso de las esculturas del Pórtico fue posible gracias a la insistencia del Ayuntamiento de Santiago, el trabajo del Consorcio de Santiago y la presión social. El Estado se ha mostrado reticente a actuar de oficio, salvo en los casos más flagrantes. El Ministerio de Cultura ha comenzado a revisar obras depositadas en museos públicos que fueron incautadas durante la Guerra Civil, pero el rastro de los Franco permanece difuso, protegido por décadas de omisión, privilegio y poder judicial heredado.
El relato del dictador austero y su esposa devota ha quedado desmontado por los hechos. Franco convirtió su régimen en una maquinaria de acumulación personal. Su familia, lejos de reconocerlo, ha hecho todo lo posible por defender ese botín, blindarlo y transmitirlo como si fuera un legado legítimo.
Lo que está en juego no es solo el destino de unas esculturas o de una finca gallega. Lo que se discute es si en España el poder puede seguir garantizando la impunidad retroactiva. Cada sentencia favorable al Estado, cada restitución forzada, cada archivo recuperado es una victoria contra la narrativa del privilegio heredado. Y una advertencia: el franquismo no es solo una época. Es también una estructura que algunos todavía quieren perpetuar.