Furta Veneris

El Parque de El Capricho de Madrid es, básicamente, lo que pasa cuando una duquesa ilustrada del siglo XVIII se aburre mucho y decide plantar árboles, poner estatuas, construir un laberinto y montar ruinas. Lo hizo María Josefa Pimentel, duquesa de Osuna, que además de tener un nombre de marquesa de novela gótica, era una señora con pasta, gusto-para la época-  y más neuronas activas que la mayoría de sus contemporáneos. Ella no solo paseaba por salones recitando versos de Rousseau: también encargaba esculturas, trazaba jardines y financiaba tertulias ilustradas en las que probablemente se hablaba de la Revolución Francesa mientras se merendaban bizcochos. (Ello no invalida lo que diría Miguel Maldonado).

Durante años, el Capricho fue su capricho. Literalmente. Una finca de 14 hectáreas a las afueras de Madrid —en lo que hoy es la Alameda de Osuna, que entonces era un secarral más que una zona residencial— transformada en un jardín de delicias neoclásicas con templetes, casitas, lagos, columpios aristocráticos y esculturas mitológicas, todo muy elegante y muy Bridgerton. Todos los años hacía una ampliación de los jardines o encargaba una nueva obra. En resumen: el sueño húmedo de un paisajista con influencias de Versalles y un presupuesto —casi— sin límites.

Y entonces, como suele pasar, la señora se murió.

La herencia pasó de manos en manos, y el siguiente capítulo se titula: “Cómo destruir una fortuna en tiempo récord sin necesidad de criptomonedas”. El nieto de la Duquesa, Pedro de Alcántara, heredó la hacienda, pero no dejó descendencia. Luego vino Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna versión decadente, que decidió que mantener un jardín histórico no daba tanta satisfacción como organizar orgías y cazar deudas. Resultado: en 1896 el parque acabó subastado y repartido como si fuera la piñata de la aristocracia en bancarrota.

Y aquí es donde entra el capitalismo. Ese sistema económico tan eficiente que convierte cualquier cosa en propiedad privada si le pones suficiente dinero encima. El Capricho fue comprado por los Bauer Landauer, una familia de banqueros que sí, tenían más dinero que gusto paisajístico. ¿El parque sobrevivió? Técnicamente sí. ¿Las obras que contenía? No tanto. De hecho, muchas de ellas empezaron a desaparecer discretamente, como si fueran adolescentes fugándose de casa. Un busto por aquí, una escultura mitológica por allá. Nada que objetar; al fin y al cabo, eran de propiedad privada, ¿no? Probablemente fueran a las residencias de los Bauer, donde acabaron desperdigadas por las diferentes ramas de la familia.

Décadas después, con la Guerra Civil como telón de fondo, el parque fue convertido en el puesto de mando militar republicano para la defensa de Madrid: la famosa “posición Jaca”. Se cavaron búnkeres -que a veces nos dejan visitar-, se montaron trincheras y, como quien no quiere la cosa, se taparon siglos de historia con cemento armado. Tras la guerra, El Capricho quedó abandonado, medio ruina, medio jardín de los horrores. Pero incluso en ese estado fue víctima de una avaricia refinada: la de ciertos coleccionistas privados. Porque si algo aman algunos coleccionistas, es tener más arte que nadie. Y más aún, que nadie lo tenga.

Y así llegamos al verdadero centro de esta historia: los millonarios con conciencia estética. Ese grupo selecto de personas que, al parecer, creen que el patrimonio histórico existe para decorar sus salones privados o, en su versión más cínica, para elevar el precio de su fondo de inversión. Pongamos nombre: Alicia Koplowitz. Empresaria, coleccionista, mecenas, filántropa. También, legítima propietaria (o al menos poseedora) de la Venus de la Alameda, escultura original de Juan Adán que durante décadas decoró, primero el templete principal y luego el Abejero del parque. Y que, tras su alegre exilio post-subasta, acabó en su colección privada.

Claro, alguien dirá: “Pero Alicia donó una réplica al Ayuntamiento”. Y es cierto. Donó una copia exacta, hecha con esmero, devoción y resina. ¿Y el original? Se quedó donde estaba: en su casa. La jugada es maestra: tienes el arte, te presentas como benefactora, y encima todo el mundo te aplaude. Es como robarse un Rembrandt y luego donar una postal enmarcada al museo.

Y no es la única. Otros bustos, estatuas y mobiliarios del parque acabaron en casas de coleccionistas privados cuya identidad se mantiene en ese tipo de anonimato que solo se logra con millones de euros y una sociedad pantalla en Luxemburgo. Nadie sabe muy bien cómo salieron esas piezas, ni quién las vendió, ni en qué momento pasaron de ser patrimonio común a objeto de decoración en un ático de Recoletos. Lo que sí sabemos es que el Ayuntamiento de Madrid ha intentado recuperar lo que puede, como quien recoge piezas de un jarrón roto con superglue y optimismo institucional.

En los años 80 y 90 se impulsó una restauración seria del parque. Se rehabilitaron edificios, se replantaron zonas enteras y se buscó reconstruir la esencia del jardín original. Algunas obras fueron recuperadas, otras se reconstruyeron con buen criterio. Pero muchas no volverán jamás, porque están en manos de personas que creen que amar el arte significa poseerlo. No conservarlo en contexto. No compartirlo. Poseerlo.

El coleccionismo privado tiene una reputación dorada: mecenas, salvadores, custodios de la cultura. Pero, en realidad, muchas veces también son parte del problema. Son quienes acaparan, quienes subastan, quienes ven en una estatua de 1789 una inversión fiscalmente deducible. El caso de El Capricho es ilustrativo no solo por lo que pasó, sino por lo que sigue pasando: la apropiación lenta, invisible y perfectamente legal de lo que debería ser de todos.

Alicia Koplowitz tiene derecho a tener una colección de arte. Claro que sí. Pero también tenemos derecho a preguntar por qué esa Venus, creada para un espacio público, sigue encerrada en un salón privado mientras se nos ofrece una réplica como si fuéramos turistas en Las Vegas. No se trata de moralismo barato. Se trata de sentido común, de ética patrimonial, de no confundir mecenazgo con “yo lo vi primero”.

El Capricho, a pesar del total pasotismo institucional, sigue en pie. Sus caminos vuelven a ser transitables —algunos—, sus estatuas (las que quedan) relucen, sus árboles crecen. Pero hay ausencias que se notan. Y no importa cuántas réplicas se planten: el vacío sigue ahí, testimonio de un expolio elegante, de ese saqueo con guante blanco que convierte lo común en lujo y lo histórico en propiedad privada.

La próxima vez que pasees por El Capricho, mira las estatuas. Las originales. Las réplicas. Piensa en cuántas faltan. Y luego piensa en cuántas están encerradas, admiradas en silencio por alguien que cree que comprar arte es lo mismo que protegerlo. No lo es. Comprar no es cuidar. Y donar una copia no te absuelve del robo original.

1 comentario en «Furta Veneris»

Deja un comentario