First World Problems

Hubo un tiempo en que sentarme frente a una hoja en blanco era casi mecánico. Podía escribir 1.500 palabras en menos de 45 minutos con la soltura de un tertuliano en Onda Cero: con más confianza que conocimientos, más entusiasmo que autoridad. Era un juego, un ejercicio de gimnasia mental que me permitía superar, durante un rato, la frustración de que mis padres no me hubieran dejado estudiar periodismo -Los blogs, los años 2000, corramos un tupido velo.​

Puede que mis textos no tuvieran la profundidad de un artículo académico, y que muchas veces se parecieran más a las redacciones de un alumno aplicado de COU que a las columnas de opinión que uno guarda en sus favoritos, pero yo me sentía cómodo en ese tono. Me gustaba cómo sonaba mi voz escrita, y encontraba en las pequeñas anécdotas que me ofrecía mi trabajo como abogado autónomo el combustible suficiente para mantener esa llama encendida. Había un cierto equilibrio. Escribir me ayudaba a pensar, y pensar me ayudaba a seguir escribiendo.​

Y luego, dejé de escribir.

El motivo principal —aunque no el único— fue la muerte de Tama. Su ausencia fue como un mazazo que partió mi vida, y por donde se sigue filtrando tristeza.. Dejar de escribir no fue algo repentino, sino más bien una retirada silenciosa. Una rendición sin titulares. Empecé a postergar las ideas, a dejar para mañana lo que antes hacía con entusiasmo, y cuando quise darme cuenta, habían pasado semanas, meses y años.  Desde entonces, arrastro una depresión de alta funcionalidad, esa variedad silenciosa que no te impide ir a trabajar, pero que convierte cada gesto cotidiano en un pequeño maratón.​

La depresión no me ha tumbado, pero ha cambiado el modo en que me relaciono con la vida. A veces. sufro astenia durante semanas o ataques de ansiedad que me obligan a respirar como si me estuvieran enseñando a hacerlo, y tomo medicamentos —lexatines, paroxetina— que me permiten, más o menos, seguir. Hago lo imprescindible para mantenerme a flote, y en medio de ese intento, trato de criar a mis dos hijas lo mejor que puedo. Ese es un tema completo para otro post.

Dicen que la vida es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. En mi caso, la vida es eso que me ha ido pasando mientras intentaba no pararme del todo. En los últimos dos años, he sumado un par de muertes cercanas y una separación que vino con mudanza incluida, cajas que todavía están por abrir y muchos libros que aún no sé dónde guardar. Todo eso me ha dejado con la sensación, casi física, de que la vida ha pasado de largo, como un tren en el que no me dejaron subir. Y ahora lo veo alejarse con resignación, sabiendo que ya no tiene sentido correr detrás.​

Me encuentro, además, con una preocupación que no es tanto por mí como por mis hijas: la imposibilidad real de acceder a una vivienda propia. En otro momento me lo habría tomado con filosofía o con rabia, pero ahora solo siento una mezcla de impotencia y tristeza. Ellas merecen algo mejor que esta incertidumbre permanente, este vivir a salto de mata, este saber que nunca sabrán lo que es crecer en una casa que realmente se pueda llamar hogar.​

Y sin embargo —y aquí viene la parte más difícil de digerir—, me siento un ingrato. Porque dentro de todo, tengo una estabilidad laboral envidiable, al menos para los estándares actuales. Mientras muchos de mis amigos hacen malabares para llegar a fin de mes, yo sé que, salvo que la líe muy gorda, voy a seguir teniendo un plato caliente en la mesa. Tengo un trabajo en el que me encuentro a gusto -todo lo a gusto que se puede estar entrando a trabajar a las ocho de la mañana, quiero decir-. Sé que eso debería bastar para sentirme agradecido. Pero no lo hace. Y esa culpa, esa sensación de estar traicionando un privilegio silencioso, me pesa también.​

Esta Semana Santa, por ejemplo —la primera en muchos años que he tenido completamente libre—, la he pasado entera en la cama. No por agotamiento físico, sino por una especie de abulia existencial. Me la pasé mirando reels en el móvil, saltando de una plataforma a otra. No me dolía nada, pero me pesaba todo.

Así es como me encuentro: deprimido por estar en una situación que muchos envidiarían, por vivir en una paradoja en la que la comodidad no logra esconder el vacío.​

A veces me pregunto si escribir sobre esto servirá de algo. Si ponerlo en palabras lo hará más llevadero, o si simplemente lo hará más real.

1 comentario en «First World Problems»

  1. Escribir siempre sirve, para contártelo a ti mismo , para contárselo a los demás , para volver a ello dentro de un tiempo tanto si estás mejor , como si estás peor o igual.

    Un abrazote

    Responder

Deja un comentario