El Hombre Fuerte y la Democracia Débil

Este verano estoy leyendo “La otra historia de los Estados Unidos”, de Howard Zinn. Un libro denso e incómodo, que te enseña a mirar detrás del escaparate luminoso del “sueño americano” y descubrir el armario lleno de cadáveres: huelgas reprimidas a tiros, esclavos emancipados a medias, guerras vendidas como altruistas y ciudadanos obedientes hasta el ridículo, todo para beneficiar a las élites económicas que llevan dirigiendo el cotarro desde el Siglo XVII. Zinn, veterano de la Segunda Guerra Mundial y luego activista infatigable, tenía la costumbre de recordar que el problema no es la desobediencia civil, sino la obediencia civil. Esa que convierte en normal lo que debería escandalizarnos.

Y lo que hoy me escandaliza es la política de Trump. Su última Ocurrencia: Desplegar la Guardia Nacional, esa fuerza que en teoría ayuda en huracanes o incendios, transformada en la escenografía favorita del presidente: “un hombre fuerte para una situación desesperada”. En Washington, D.C., donde el crimen violento había caído un 35% en 2024, Trump decide declarar la “emergencia” y desplegar dos mil efectivos. No hay insurrección, ni saqueos, ni colapso del orden. Pero hay cámaras. Y a veces eso basta. La capital, con restaurantes medio vacíos y turistas asustados, se ha convertido en el escenario perfecto para la foto: soldados armados hasta los dientes en la ciudad que presume de ser la cuna de la democracia moderna.

La situación en Los ángeles hace un par de meses fue todavía más pintoresca. Manifestaciones contra redadas migratorias y, de pronto, el presidente federaliza a la Guardia Nacional de California contra la voluntad del gobernador. ¿La excusa? La Insurrection Act, una ley de 1807 pensada para frenar rebeliones armadas, ahora reciclada para contener pancartas. En los sesenta se usó contra el Ku Klux Klan; en 2025, contra grupos de vecinos gritando “¡Alto a las deportaciones!”. El derecho convertido en parodia.

Y como toda tourné, ya se prepara la siguiente parada: Chicago. Da igual que los homicidios estén bajando, porque lo esencial no son las cifras, sino la narrativa. La de un presidente que necesita ciudades descontroladas para presentarse como el único capaz de poner orden. Si no hay caos, se lo inventa. Y si los alcaldes y gobernadores protestan, tanto mejor: más combustible para el relato de que “los demócratas no saben gobernar”.

Legalmente, Trump tiene su pequeño arsenal de trucos. En D.C., el Home Rule Act le da poderes excepcionales. La Insurrection Act le permite usar tropas federales en casos de insurrección, aunque aquí no la haya. Y la Posse Comitatus Act, que prohíbe al ejército actuar como policía, se convierte en un chiste cuando la Guardia Nacional pasa a control federal. Todo parece legal, y precisamente por eso es tan inquietante: porque el abuso se camufla de formalidad. No se trata de romper la ley, sino de usarla como plastilina.

En Estados Unidos esta situación se ha normalizado porque, a pesar de encontrarse en plena bajada de criminalidad, el ejército y la Guardia Nacional no son extraños a las calles: han salido una y otra vez cada vez que el poder ha sentido que la olla estaba a punto de explotar. Ya en 1794, con la Rebelión del Whisky, Washington mandó tropas contra campesinos que se resistían a un impuesto; en 1877 y 1894, soldados y guardias nacionales aplastaron huelgas ferroviarias y obreras en Chicago a golpe de bala; en 1957 Eisenhower tuvo que enviar a la 101ª Aerotransportada a Little Rock para que unos niños negros pudieran entrar en un colegio. En los sesenta y setenta la Guardia volvió a desplegarse en los disturbios raciales de Detroit y hasta disparó contra estudiantes en Kent State que protestaban contra Vietnam, matando a cuatro; y en 1992, tras el caso Rodney King, Los Ángeles se llenó de guardias y marines para “restaurar el orden”. En el siglo XXI reapareció tras el huracán Katrina y, más recientemente, en 2020 durante las protestas por George Floyd, cuando decenas de estados la sacaron a la calle y en Washington fue puesta bajo control directo federal. La excusa siempre fue la misma: la “emergencia”, esa palabra mágica que convierte a ciudadanos en enemigos internos y a la democracia en un escenario militar. En resumen: la democracia made in USA siempre viene con uniforme incluido.Y lo más inquietante es que parte de la ciudadanía lo aplaude porque el relato del hombre fuerte tiene un atractivo universal; mirad a Bukele en El Salvador: ofrece simplicidad donde hay complejidad, certezas donde hay dudas, músculo donde hay miedo. Es mucho más cómodo pensar que todo se arregla con soldados en la esquina que aceptar que el crimen tiene raíces sociales, económicas y culturales que no se solucionan con fusiles. El hombre fuerte promete orden instantáneo, sin debates ni matices; y a quienes sienten que el país se les escapa de las manos, esa promesa les resulta irresistible.

Howard Zinn advertía que el verdadero problema no era la desobediencia civil, sino la obediencia civil, esa docilidad que convierte en paisaje normal lo que debería escandalizarnos. Benjamin Franklin, dos siglos antes, ya había dejado escrito en 1755 que «aquellos que renuncian a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad». Y aquí estamos, en 2025, viendo cómo un presidente despliega soldados en ciudades donde el crimen baja, mientras una parte de la población aplaude porque cree que así duerme más tranquila. En realidad, no están comprando seguridad: están entregando libertad como fianza. Y cuando se despierten, si es que lo hacen, descubrirán que Franklin tenía razón: ni tendrán libertad ni tendrán seguridad, pero sí muchas banderas ondeando y mucha obediencia civil para tapar el vacío.

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