De casta le viene al galgo.

En España, cualquiera puede convertirse en juez, fiscal o notario si se esfuerza lo suficiente. La clave es la constancia, la disciplina, la fuerza de voluntad. No importa el origen, ni el apellido, ni el colegio. Solo es cuestión de enfrentarse al temario, al cronómetro, a los demás.

Una mierda.

Cuando empezamos a mirar de cerca y a conocer a quienes aprueban, empezamos también a entender que opositar no es solo estudiar mucho. Requiere poder hacerlo. Y ese poder no se mide en horas de esfuerzo, sino en capital económico y social. Porque el acceso real a las altas oposiciones del Estado —la judicatura, la fiscalía, la notaría o la abogacía del Estado— está reservado, de facto, a quienes pueden permitirse no trabajar durante años. No meses: años. Cinco, seis, siete. Estudiar a tiempo completo, memorizar cientos de temas, asistir a clases, presentarse a simulacros, repetir en voz alta una y otra vez, y no ingresar ni un euro durante todo ese proceso.

¿Quién puede hacer eso en España? Quien cuenta con una familia que lo financie todo: vivienda, comida, libros, preparador, transporte, suministros. Quien tiene un colchón económico —a menudo intergeneracional— que permite una vida monástica subvencionada, alejada del mundo laboral y de las urgencias cotidianas que marcan el ritmo de vida de la mayoría. No es solo que se necesiten recursos. Es que se necesita vivir sin ingresos, sin estabilidad externa, confiando en que ese sacrificio a largo plazo dará frutos.

Esto no aparece en los anuncios del Ministerio ni en los folletos informativos. Pero está en los datos. Según la Fundación Hay Derecho, más del 70% de los jueces actuales provienen de familias con rentas altas. La mayoría han estudiado en colegios privados o concertados. En muchas promociones abundan los hijos, nietos o sobrinos de jueces, notarios y fiscales. Algunos lo llaman tradición familiar. Otros, reproducción de élites y nepotismo. Y realmente no hace falta enchufe para que el sistema sea excluyente: le basta con su arquitectura. Aunque está claro que ayuda, porque casi un tercio de los que entran, ya tienen a un familiar dentro.

El filtro socioeconómico es evidente, pero no único. También hay un filtro cultural: códigos invisibles que se aprenden en casa —cómo hablar ante un tribunal, cómo estructurar un dictamen, cómo sonar a lo que se espera de un jurista—. La cultura jurídica, en gran medida, se hereda. A menudo no se enseña, sino que se absorbe. Por eso, quienes vienen de fuera del círculo suelen sentirse siempre un paso por detrás, aunque memoricen más, aunque estudien mejor. Se les nota que no son “de ahí”. Y eso, en espacios donde se evalúa lo implícito tanto como lo explícito, es crucial.

Hay una dimensión de clase que rara vez se aborda: la de los entornos. Mientras algunos opositores estudian en silencio, con biblioteca en casa y apoyo emocional a diario, otros lo hacen compartiendo piso, turnando habitaciones, cuidando hermanos, o trabajando media jornada para subsistir. El temario es el mismo, sí. Pero no se enfrenta igual. La desigualdad no es solo económica: es también de condiciones, de tranquilidad, de expectativas familiares.

En ese ecosistema cerrado, una figura central determina en buena medida quién avanza: el preparador. Una mezcla de tutor, guía y oráculo. A menudo determinan no solo la técnica, sino el tono, la estrategia y, sobre todo, el momento en que uno “está listo” para examinarse. Pero acceder a un buen preparador también es un privilegio. Algunos solo aceptan alumnos recomendados –“el chico de” o “viene de parte de”- o con determinados expedientes. Muchos cobran entre 200 y 400 euros al mes. Durante años. Y no existe regulación ni control sobre su actividad: ningún organismo los evalúa, ni acredita, ni fiscaliza. No hay garantía alguna de su formación ni de su método. Pero su influencia es absoluta.

Su palabra, a menudo, es ley. Si dice que no estás listo, no te presentas. Si dice que no vales, te lo crees. El tribunal podrá ser imparcial, pero si nunca llegas a sentarte frente a él, da igual lo justo que sea el proceso. El filtro ya se aplicó antes. Y es privado, arbitrario y de pago.

Este mercado informal de conocimiento —cerrado, jerárquico, carísimo— funciona como una academia paralela del privilegio. Una estructura invisible, pero decisiva. Y mientras tanto, miles de aspirantes se endeudan, se aíslan, arrastran frustraciones y culpas. Porque el relato meritocrático convierte cada fracaso en responsabilidad individual. Nunca se mira el sistema. Se personaliza el tropiezo: “no valías”, “no te lo tomaste en serio”. Nadie menciona que entre un hijo de notario con biblioteca propia y un hijo de camareros que estudia por las noches en una habitación compartida, el temario pesa igual, pero se carga muy distinto.

En muchas ocasiones, quienes no aprueban no fracasan por falta de capacidad, sino por agotamiento. Por la imposibilidad de sostener durante años una inversión sin retorno inmediato. Por la angustia de vivir en pausa mientras el resto avanza. Por el miedo a decepcionar a una familia que hizo todo lo que pudo, pero no pudo más. No hay becas suficientes, ni apoyos sostenidos. Y lo que hay, llega tarde o mal repartido.

Así, generación tras generación, se reproduce una casta funcionarial sin necesidad de alterar las reglas del juego. Todo parece limpio. Todo parece justo. Pero está sesgado. Porque no es lo mismo llegar desde arriba que escalar desde abajo. Y porque el tiempo —lo único realmente imprescindible en estas oposiciones— cuesta dinero. Y el dinero, como bien sabemos, no está repartido de forma equitativa.

Criticar el sistema suena a resentimiento, a derrota y excusa. Pero no hay mayor fidelidad a la justicia que señalar que su acceso está viciado. Que su legitimidad se erosiona cuando solo entran los hijos de quienes ya están dentro. Que la igualdad ante la ley exige también igualdad en el camino para interpretarla.

La legitimidad de la justicia no puede basarse únicamente en su neutralidad formal. Necesita legitimidad social. Necesita diversidad, experiencia de vida, conocimiento de lo que pasa fuera del juzgado. Un sistema donde todos los jueces provienen del mismo mundo difícilmente podrá juzgar con empatía a quienes vienen de otro.

No se trata de despreciar a quienes aprueban. Sino de dejar de fingir que todos podríamos hacerlo si quisiéramos. Se trata de reconocer las barreras que no aparecen en el BOE. De hablar del peaje de clase que nadie quiere ver. Y de exigir un sistema de becas digno, continuo y suficiente. De fiscalizar un mercado opaco de preparadores que actúan sin control. Y de recordar que una justicia donde todos visten toga, pero no todos conocen el precio que cuesta alcanzarla, no es justicia: es linaje.

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