La justicia española no es neutral. Es como ese portero de discoteca pija que sonríe al chaval engominado y dice que el aforo está completo cuando trata de entrar una pareja de ecuatorianos. Tiene normas, sí, pero se aplican con tacto de afinidad ideológica. O de clase. O de parroquia.
Nos lo dicen sin decirlo. Cada vez que una jueza permite avanzar una causa delirante por “ofensa a los sentimientos religiosos”, cada vez que un fiscal mantiene viva una denuncia de Abogados Cristianos contra un artista o una feminista, cada vez que se abre diligencia contra un meme o un hilo de Twitter mientras una agresión fascista queda en el limbo —no queda acreditada la motivación ideológica de la paliza, aunque los agresores gritaran “maricón al paredón” mientras machacaban la cabeza con sus Doc Martens—. No es que no lo veamos. Es que ya ni lo esconden.
Abogados Cristianos —saluda, Polonia— ha presentado más de 120 demandas y querellas en los últimos cinco años. Más del 70 % han acabado archivadas, pero eso no importa: el objetivo no es ganar, es asfixiar al disidente. Si protestas contra la Iglesia o ironizas con su simbología, te persiguen. No con bates, sino con papel timbrado, con la complicidad de una judicatura que raramente los frena.
Sí, hay jueces progresistas. Pero no están en el Consejo General del Poder Judicial. No presiden tribunales superiores. Y cuando incomodan, los trasladan o los silencian. El poder judicial no se depura, se reproduce. Como una herencia maldita.
Las asociaciones conservadoras como la APM dominan los órganos clave. El CGPJ ha estado bloqueado años porque al PP no le interesa perder esa ventaja. Y cuando alguien propone reformarlo, se grita “ataque a la independencia judicial”, como si independencia significara blindaje de casta.
Y así, en lugar de actuar como contrapoder, la justicia actúa como trinchera. Mientras Abogados Cristianos patrulla los juzgados con la cruz en alto, el sistema se lo permite todo. En 2024, su patrimonio declarado superó los 1,2 millones de euros. No están solos: reciben respaldo de fundaciones próximas a Vox, y se benefician de un código penal que aún conserva joyas como el delito de “escarnio a la religión”.
El aparato judicial no es ajeno a esa narrativa. Es parte; es cómplice. Comparte un lenguaje, una idea de orden, una estética. Las togas no necesitan decir “viva Cristo Rey” para aplicar el derecho como si lo pensaran. Porque el juez más izquierdista no deja de ser un engranaje de la represión del Estado. Y cuando eres un martillo, todo parece un clavo.
Esto no es nuevo. La Alemania de los años veinte ya tuvo una judicatura aristocrática y reaccionaria que facilitó el ascenso nazi. Procesaban a comunistas con rigor y a golpistas de derechas con indulgencia. Cuando Hitler tomó el poder, muchos jueces no fueron depurados: ya estaban dispuestos. No se resistieron. Colaboraron.
No estamos ahí, pero el patrón se parece demasiado. En España lo llamamos lawfare, y consiste en usar la justicia como ariete político. Un diputado pierde el escaño por una condena discutible; una artista es procesada por un montaje visual; una activista es citada por tuitear una crítica religiosa. No es justicia: es ideología cavernaria disfrazada de legalidad.
Todo esto opera con la lógica del miedo. ¿Quién se atreve a cuestionar, a crear, a incomodar, si sabe que puede acabar en un juzgado? ¿Quién levanta la voz, si el coste es años de procesos, escarnio público y desgaste económico?
Y mientras tanto, lo que sí debería perseguirse —corrupción, violencia institucional, discurso de odio real— queda en segundo plano. Porque la energía del sistema se concentra en vigilar irreverencias, no injusticias. En castigar herejías, no delitos.
Algunos dirán que exageramos. Que también se archivan querellas contra la izquierda. Que hay pluralismo. Claro que sí. También en la dictadura había jueces honestos. La excepción no invalida el problema. Y el problema es estructural.
Hay una justicia que se parece demasiado a sus orígenes: elitista, cerrada, autorreferencial. Y como toda estructura que no se renueva, tiende a proteger lo suyo. Por eso los ultracatólicos no necesitan ganar todos los juicios. Solo necesitan que se los admitan. Que les den entrada. Que no se les cierre la puerta.
Esto es un sistema. Y se puede cambiar. Hace falta democratizar el acceso a la carrera judicial, eliminar delitos anacrónicos, limitar el poder de asociaciones ideológicas, y despolitizar —de verdad— los nombramientos. Pero no hay voluntad. Porque quienes podrían reformarlo, se benefician de que nada cambie.
Y mientras no se haga, la toga seguirá sirviendo a los de siempre. Los de las querellas por blasfemia. Los de la misa diaria y la cuenta en Suiza. Los que creen que el Estado debe proteger la fe, pero no a las personas.
Porque lo grave no es que exista un grupo como Abogados Cristianos. Lo grave es que el Estado de derecho les haga de chófer. Les abra la puerta. Les ría la gracia.
Y por eso escribimos esto. Para que no digan que no lo sabíamos. Para que no aleguen sorpresa cuando llegue la sotana.
Porque si la toga se convierte en sotana,
la democracia acaba en misa de difuntos.