Hay algo en el pasado imperial español —con sus morriones, su himno de los tercios, sus mapas teñidos de un solo color en los que nunca se pone el sol— que sigue resultando cautivador para los críos. Algo que, sin haberlo vivido, causa añoranza y anhelo. No pueden hablar de lo que fue el imperio en términos exactos, claro, pero cuando idealizan al Duque de Alba, a Cortés o a Legazpi repiten aquello de que “antes España era respetada”; lo mismo pasa con la figura de Franco. Los chavales rescatan una fantasía de grandeza, de orden, de destino, que nunca fue. Les fascina esa España que parecía no pedir permiso, esa nación con voz grave -Gonzalo, ¡get the pike! -, sin titubeos ni parálisis. Una España inventada, en realidad, pero que en estos tiempos de incertidumbre y mediocridad puede parecer más real que el presente.
Yo lo veo en casa. Mi hija, catorce años, ha empezado a interesarse por la historia de la “España virreinal”. Como otros niños de su edad, va saltando entre conquistas y mapas coloreados. Un día me preguntó por qué España ya no era un imperio. Quería saber cuándo dejamos de ser “grandes”. Lo decía sin ironía, sin intención ideológica. Le fascinaba el gesto, el tamaño, las decisiones irrevocables. Esa visión de la historia como tablero de ajedrez donde alguien mueve las piezas con seguridad. Así que le hablé de la nefasta gestión del imperio, de las independencias americanas, de lo que significó el siglo XIX para nuestro país y de la violencia que suele quedar fuera de los libros. Pero ella se quedó más tiempo en la idea de los galeones, las universidades y las encomiendas que en la de los indios a los que Colón cortaba las manos por no llegar a la cuota de oro o las chavalas vendidas como concubinas. Es normal. A esa edad, la épica entra antes que la ética.
Para algunos, lo imperial tiene algo de refugio. Les atrae porque su presente es débil, inestable, poco ilusionante. Viven en un país con salarios bajos, alquileres imposibles, políticos gritones y un relato nacional hecho jirones. La España que viven es una España cansada, deshilachada, sin grandes gestas, sin horizonte común y asimilada por una Europa burocratizada. En cambio, esa otra —la de los discursos imperiales, de las plazas abarrotadas y los líderes que no dudan— ofrece algo muy distinto: identidad, propósito, dirección. Les promete ser parte de algo grande, aunque sea una ilusión retrospectiva. ¿Y quién no querría, al menos por un momento, sentirse parte de algo más poderoso que su propia vida?
Hay también un componente estético, simbólico. El franquismo, por ejemplo, no solo impuso un orden político, sino también una estética -aunque fuera un nazismo de Almacenes Arias. Uniformes, desfiles, arquitectura monumental y banderas sin matices. Frente al caos y la fragmentación del presente, esa estética del orden sigue teniendo fuerza. El fascismo se ha convertido en meme, en provocación pop, en ironía estética, pero detrás del chiste sigue latiendo una atracción genuina. La dictadura se ha convertido en contenido. Y en un mundo saturado de imágenes, la imagen de autoridad sigue compitiendo con éxito frente al caos de la realidad.
Lo que me preocupa no es solo el desconocimiento histórico —que también— sino el vacío simbólico. Muchos jóvenes no tienen una memoria familiar directa del franquismo – pasamos sobre él como muchos alemanes del nazismo, en el metro- ni un relato educativo sólido sobre qué significó realmente. No saben qué fue el imperio, ni cómo se sostuvo, ni qué se sacrificó para mantenerlo. Solo perciben su sombra gloriosa, no sus cadáveres en cunetas. Ven el poder, no la represión. Ven el orden, no el silencio asustado del disidente. El sistema educativo español trata su historia más reciente como si fuera un apéndice incómodo -si alguna vez llega en las jornadas acortadas del mes de junio-. Se pasa por el franquismo de puntillas, si queda tiempo al final del curso. El imperio se presenta con brillo, casi con orgullo, pero sin sangre. Y cuando la historia no se enseña, se reinventa.
A esto se suma la incapacidad de la política española para mirar atrás sin hipocresía. El Partido Popular no ha sido capaz de romper con ese pasado simbólico. No porque quiera restaurar la dictadura, sino porque le incomoda reconocer que parte de su imaginario —y de su base social— sigue considerando el franquismo como “un régimen con luces y sombras” en el mejor de los caso, cuando no directamente se enorgullecen de sus “logros”, sin llegar nunca a explicar la culpa que tuvo el régimen en el sustancial atraso que vivió España respecto del resto de Europa. Esa frase —tan manida y cobarde— se repite como coartada para no decir lo obvio: que fue una dictadura, una maquinaria de miedo y coerción. Pero decirlo con claridad implicaría romper vínculos, incomodar votantes, hacer pedagogía. Así que no se hace. Y mientras no se haga, el franquismo seguirá flotando como un tótem ambiguo: para unos, un tabú; para otros, una nostalgia.
La “izquierda” tampoco está exenta de culpa. A pesar de su defensa formal de la memoria democrática, no ha logrado construir un relato sólido que emocione. Ha impulsado leyes parciales, sin alma, sin narrativa. Ha hablado mucho del pasado, pero a menudo mal. No ha sabido hacerlo desde la emoción, desde el deseo. No ha conseguido contrarrestar el relato nacionalcatólico e imperialista con otro que enamore. Y cuando la ultraderecha irrumpió con fuerza -se atrevió a desgajarse del proyecto del Partido Popular-, muchos en la izquierda se quedaron repitiendo viejas consignas que ya no conmovían a nadie. Mientras unos gritaban “viva España” con vehemencia kitsch, los otros susurraban “República” como quien se disculpa por creer en algo.
En este vacío simbólico, los jóvenes buscan. Y encuentran en el imperio —o lo que imaginan que fue el imperio— una respuesta falsa, pero reconfortante. Es la lógica de toda reacción: el presente no funciona, el futuro da miedo, el pasado se idealiza. Da igual que ese pasado haya sido un espejismo sostenido por la propaganda nacionalista y el miedo. Da igual que fuera injusto, desigual, represivo. Lo que importa es que da forma a un sentimiento. Es un relato que reconforta porque simplifica. Porque no duda. Porque no exige matices ni preguntas a las que no nos atrevemos a dar respuesta.
Y tal vez también porque nosotros —sus padres, sus profesores, sus referentes— no siempre les hemos contado otra historia.
Hay algo profundamente humano en esa tentación. Lo imperial atrae porque elimina la ambigüedad. Porque promete fuerza en un mundo débil, unidad en una sociedad dividida. Y si nadie desmonta esa promesa con inteligencia y verdad, seguirá creciendo como un hongo en el sótano. No basta con ridiculizar al joven que dice que “con Franco se vivía mejor” sin preguntarse por qué lo dice. Quizá porque en su casa han perdido el trabajo -o porque efectivamente, en su casa, con Franco se vivía mejor-, o porque nunca ha oído una historia real de alguien que vivió con miedo, o porque la única España que conoce es la que se insulta en el Congreso y se rompe en las redes sociales.
Mi hija aún está a tiempo de aprender a mirar ese pasado con más profundidad – ¡sujetadme el cubata!-. Pero no será suficiente con que lo escuche en casa. Tendrá que encontrarlo también en los libros que lea en el colegio, en los relatos que escuche fuera, en las instituciones que le hablen con claridad. No se trata de prohibirle la fascinación, sino de darle herramientas para que distinga entre historia y mito, entre símbolo y verdad. Porque ese imperio que la deslumbra —como deslumbra a muchos— no fue un proyecto de grandeza, sino de dominio. Y eso hay que saberlo decir sin gritar -me va a costar, lo se-.
El imperio ya no existe, pero su fantasma sigue hablando. Habla en los silencios de los libros de texto. Habla en las palabras que los políticos no se atreven a pronunciar. Habla en los vídeos virales donde se agita una bandera con música épica y se proclama que “nos la han robado”. Y mientras ese relato tenga fuerza y nadie lo contradiga con algo más deseable, más libre, más digno, seguirá siendo atractivo para quienes no han conocido otra cosa que el desencanto que trae la democracia como el mejor de los peores sistemas de gobierno.
No creo que la respuesta a este problema sea tratar de disputar el pasado con más símbolos, sino de disputar el futuro con más verdad. Mientras la nostalgia se siga sintiendo más emocionante que la democracia, mientras la épica siga ganando a la ética en los patios de colegio y en los timelines, la historia seguirá siendo rehén del mito. No basta con señalar el error: hay que ofrecer una promesa mejor. Porque si no contamos otra España —una que emocione sin engañar— otros seguirán vendiendo la que nunca existió, pero consuela. Y en política, consolar a menudo pesa más que convencer.
En Euskadi se dio otra vertiente, que era lo atractivo para muchos chavales de la lucha, embellecida e idealizada, de ETA contra el «gobierno fascista español». La unidad de los vascos, como un pueblo con identidad propia contra quienes querían borrar esa identidad, la oportunidad de ser héroes libertadores de tu tierra. Y como dices, se requería de mucha educación y paciencia, de ampliar perspectiva, sin quitar verdad a la verdad y desmontando la mentira, para acallar lo atractivo del extremismo. Tener un «enemigo» a vencer sin condiciones siempre es una buena excusa para creer apasionadamente en algo.