Sentarse es de pobres

Julio de 2025. Ya estamos a punto de cerrar la primera ola de calor de la temporada. Salgo a la calle a las tres y media de la tarde. Madrid brilla como una plancha recién encendida. No hay una nube en el cielo. No hay una sombra. No hay un banco en el que sentarse sin quemarse los isquiones o partirse la espalda. Lo que sí hay es granito, acero y ese silencio insoportable que hace cuando todo el mundo está huyendo de la calle. ¿Dónde está mi ciudad?

No se ha ido. La han echado. Y no con violencia explícita, sino con un plan urbano en mente. A esto le llaman arquitectura hostil. Yo lo llamo represión blanda.

Empezó con un banco. Uno partido por el medio.En el caso de Madrid, unas espantosas sillas partidas, donde antes, tradicionalmente había bancos. Son incomodas para sentarse. E imposible hacerlo en grupo.  Con una barra que impide tumbarse. O sin respaldo. O sin sombra. O de piedra. Duro, caliente, inútil.  Y siguió con aceras vacías, jardineras enormes donde antes había bancos, bolardos de metal cada tres pasos. Plazas desarboladas que recuerdan las eras de los puebles. Todo pensado para lo mismo: que no te pares. Que no te reúnas. Que no descanses.

arquitectura hostil ...

Esto no es casual. Es una política. Se diseña la ciudad para que el espacio público sea tan incómodo que nadie quiera utilizarlo. A menos que pagues una terraza. A menos que te refugies en un centro comercial. A menos que consumas. Entonces sí. Entonces puedes estar.

Y luego está el calor. Que ya no es una anécdota, es una condena. Las temperaturas extremas no son una posibilidad: son una certeza. Pero en Madrid siguen actuando como si estuviéramos en Oslo. Se talan árboles. Se pavimentan plazas con piedra clara, radiante. Se instalan estructuras modernas que dan el mismo frescor que una tostadora. Y los toldos —esos mínimos sistemas de dignidad urbana— son anecdóticos. Un cuadrado de tela sobre una plaza de cien metros. En unos años, nos enteraremos de qué empresa ha untado a qué subalterno del carahuevo y nos llevaremos las manos a la cabeza, sorprendidísimos, preguntándonos, como semejante mierda pudo costar millón y medio de euros -Aunque, por lo menos han servido para acuñar la expresión “ser más inútil que un toldo de Almeida”.

Sentarse ya no es un derecho, es un privilegio. Y si lo haces en un banco público, que sea rápido. Porque los han diseñado para expulsarte. Son fríos en invierno, abrasadores en verano, sin respaldo, sin apoyo. A veces están divididos con metal. A veces inclinados. A veces parecen bancos, pero no lo son.

Esto no es casualidad. Es una estrategia de diseño. El mobiliario urbano se ha convertido en una herramienta de control social. Una arquitectura que comunica: «Aquí no te quedes. Aquí no estorbes. Aquí no vivas.»

Pero la mayor traición es otra. Es cerrar el Retiro. Pasa cada vez que hay alerta por calor. Justo cuando más necesitamos el parque. Justo cuando el asfalto quema y los edificios devuelven el fuego. Justo cuando la ciudad nos aplasta. Entonces, cierran el pulmón verde de Madrid. Y lo hacen con el argumento más perverso: «por tu seguridad».

¿Mi seguridad? ¿No sería más seguro dejarlo abierto, dejar que la gente se refugie bajo sus árboles, que descanse, que no colapse en una calle sin sombra?

Lo que hacen al cerrar el Retiro es criminalizar el descanso. Es cancelar el derecho al asueto. Es suspender, en nombre del calor, la posibilidad de estar en paz sin pagar por ello. Es quitarnos, en el momento más necesario, el último espacio gratuito, público y verde de verdad que queda en el centro de Madrid.

Todo esto responde a una lógica muy clara. La ciudad no se diseña para todos. Se diseña para los que pagan. Para los que consumen. -porque el Florida Park sigue abiero- Para los que tienen coche o tarjeta. El resto: fuera. No con multas. No con porras. Con mobiliario. Con decisiones de diseño. Con una incomodidad tan constante que te echa sola.

Es la nueva eugenesia urbana: no se combate la pobreza, se la oculta. No se ayudan a los sintecho, se les quita el banco y miramos hacia otro lado ante los nuevos asentamientos chabolistas a lo largo de las vías del tren en torno a la A-42. No se gestiona la desigualdad, se oculta tras una plaza bonita y sin sombra. Se hace limpieza social con plano y catálogo.

Lo más triste es que esto no indigna. No escandaliza. No sale en los medios. La oposición lo deja pasar. El progresismo institucional mira hacia otro lado o se entretiene en batallas culturales que no tocan el suelo. Nadie se pone a defender los bancos. Nadie organiza una campaña contra el toldo. Nadie planta árboles como acto de resistencia.

Y mientras tanto, cada año hay más cemento, menos sombra y más plazas vacías de vida. Llenas de diseño y vacías de uso. Espacios que simulan ser públicos, pero que no lo son. Porque un espacio en el que no puedes estar no es tuyo. Es una escenografía. Un decorado que se llama ciudad pero que no te quiere dentro.

Parece ridículo, pero no lo es: sentarse se ha convertido en un acto político. Pararse sin consumir. Tumbarse en un banco. Reunirse sin pagar entrada. Hacer vida sin ticket de compra.

Lo que se juega aquí no es solo el derecho a descansar. Es el derecho a estar. A ocupar el espacio que pagamos con impuestos pero que nos niegan con diseño.

Yo quiero bancos largos, con sombra. Quiero árboles adultos. Quiero parques abiertos cuando más se necesitan. Quiero plazas con vida, no con renders de un centro comercial. Quiero toldos de verdad, no excusas. Y sobre todo, quiero que estar en Madrid no sea un lujo ni una “spanish experience”.

Quiero poder salir a la calle en Madrid en verano sin sentir que el mobiliario urbano me odia. Y si eso es pedir demasiado, es que esta ciudad está dejando de serlo.

Una filfa ilustrada

Una filfa ilustrada

La separación de poderes no existe; son los padres. Nació en la cabeza de un aristócrata terrateniente y propietario de esclavos francés del siglo XVIII llamado Montesquieu, que, preocupado por cómo evitar que el poder se volviera despótico —porque el absolutismo ya olía a cerrado—, escribió un libro tan elegante como capcioso: El espíritu de las leyes en 1748.

Allí soltó la idea brillante: para que el poder no abuse, hay que dividirlo. Tres funciones distintas: legislar, ejecutar y juzgar. Si cada una está en manos diferentes, se vigilan entre ellas y nadie lo controla todo. Simple, limpio, ordenado. Como una receta de cocina liberal: una pizca de equilibrio, tres cucharadas de racionalidad y ni una gota de democracia directa. Montesquieu no era un revolucionario. Su obra estaba dirigida a una para una monarquía constitucional aristocrática, donde el pueblo no tenía soberanía, solo obediencia.

Sin embargo, esta teoría fue la joya política de la Ilustración. Los revolucionarios la adoraron, los constitucionalistas la copiaron, los manuales escolares la convirtieron en dogma. Primero en las colonias inglesas de América —donde la usaron como barricada contra el rey Jorge—, luego en Francia, cuando ya se había perdido la cabeza, y finalmente en el resto del mundo civilizado, incluido ese experimento inestable llamado España.

Desde entonces, nos han dicho machaconamente que la separación de poderes es el alma de cualquier democracia decente. Que sin ella no hay libertad, ni control, ni justicia. Que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial funcionan como tres ramas del mismo árbol, separadas pero conectadas, sosteniéndose mutuamente. Y que gracias a eso vivimos en un Estado de Derecho perfecto donde nadie puede mandar por encima de la ley.

Pero hay un pequeño problema: todo eso es mentira.

En España —y en buena parte del planeta— la separación de poderes es como los Reyes Magos: una historia que te cuentan de niño, que ilusiona, que tiene sus símbolos, sus tradiciones, sus disfraces… pero que a poco que mires debajo de la mesa, te das cuenta de que no hay magia: hay estructura. Hay poder. Hay pacto: humo y espejos.

El poder no se separa, se reparte. Y se reparte entre los mismos de siempre. Familias que llevan 300 años beneficiándose de cómo funcionan las cosas.

No es una conclusión nueva. Ya en los años ochenta, Alfonso Guerra, entonces número dos del PSOE, lo dijo con el desparpajo que solo da el poder: “Montesquieu ha muerto.” No era una ocurrencia, era un diagnóstico. Lo decía mientras su gobierno reformaba el Consejo General del Poder Judicial para asegurarse que los partidos —no los jueces— nombraran a quienes controlarían a los jueces. Fue una confesión involuntaria de que la separación de poderes en España era un eslogan, no una realidad.

Empecemos por el Congreso. Se supone que representa al pueblo, legisla con independencia y fiscaliza al Gobierno. En la práctica, funciona como una oficina del Ejecutivo. El partido que gana las elecciones no solo gobierna: coloniza el Parlamento. Dicta la agenda legislativa, marca el voto, encorseta el discurso. Los diputados votan lo que les dice el portavoz, porque si no lo hacen, no repiten en la lista. Lo que importa no es tu conciencia, sino tu obediencia.

El Ejecutivo, por su parte, gobierna a golpe de decreto. Legisla, nombra altos cargos judiciales, coloca a los suyos en todos los órganos posibles. En teoría, no manda sobre el Parlamento ni sobre los jueces. En la práctica, los tiene a sueldo.

¿Y el poder judicial?. El gran mito de la independencia del constitucionalismo moderno. Aquí también funciona el sistema de cuotas. El Consejo General del Poder Judicial, que gobierna la carrera judicial, lo eligen entre el Congreso, el Senado y los propios jueces, pero los primeros 20 nombres salen por pacto político. ¿Qué significa eso? Que los partidos pactan quién entra, como si fueran cromos. “Dame uno conservador, te doy uno progresista, y dejamos fuera al que molesta.” El resultado: una justicia de partido, vestida de neutralidad.

El Tribunal Constitucional es aún más gráfico. Sus miembros los eligen el Parlamento, el Gobierno y el CGPJ. ¿Cuál es su misión? Velar porque las leyes se ajusten a la Constitución. ¿Cómo lo hacen? Con sentencias que a menudo coinciden sospechosamente con las posiciones de los partidos que los nombraron. Todo muy técnico, muy jurídico, pero ya se sabe quién votará qué antes de que se reúnan.

Y mientras tanto, El CGPJ ha estado más de seis años con el mandato caducado, pero operando, sin que a nadie se le callera la cara de vergüenza.

Pero que nadie se lleve las manos a la cabeza pensando que esto solo pasa aquí, en esta piel de toro institucional. En Estados Unidos, el presidente nombra a los jueces del Tribunal Supremo, el Senado los ratifica y luego se quedan ahí de por vida, tomando decisiones que afectan a millones, desde el aborto hasta las armas. Y cada vez que hay una vacante, el país entra en guerra civil simbólica, porque todos saben que no son jueces: son soldados ideológicos togados.

En Francia, en Alemania, en Reino Unido… las formas varían, pero el fondo es el mismo: los partidos controlan los llamados tres poderes. El poder judicial es autónomo mientras no moleste. El Parlamento delibera mientras no desobedezca. Y el Gobierno gobierna mientras todos los demás hagan como que lo supervisan. La democracia, al final, es un baile con pasos ya marcados, donde los votantes solo pueden elegir la música, pero no el coreógrafo.

Y encima, nos lo venden como virtud. Como señal de madurez democrática. Nos repiten que hay controles, equilibrios, garantías. Que todo está bien diseñado, bien pensado, bien blindado. Pero lo que está blindado no es la democracia. Es el acceso al poder real. El acceso al poder sin etiquetas.

Lo más triste es que, aun sabiendo todo esto, seguimos fingiendo que nos lo creemos. Como si reconocer la mentira fuera más peligroso que vivir en ella. Como si decir en voz alta que el poder en España —y en tantas otras partes— no está separado, sino acoplado fuera un sacrilegio constitucional.

La separación de poderes no existe. Es una entelequia filosófica. No es una garantía, es una coartada. Y si no lo decimos claro, seguiremos como siempre: votando con fe, protestando con resignación, y confiando en un sistema que solo responde cuando lo necesita… para sí mismo.

La Yihad Butleriana

Hasta hace un par de años, la Inteligencia Artificial era vista desde el mundo jurídico como un asunto marginal, algo propio de ingenieros y estadísticos, sin relación con el razonamiento jurídico. Una curiosidad técnica, ajena a la gramática del Derecho. Pero hoy, los modelos de IA no solo están presentes en la sociedad: son cada vez más determinantes. Y el ecosistema legal no es una excepción. La IA no solo ha entrado en la práctica jurídica: ha comenzado a reformularla desde dentro, con una velocidad inquietante, con una ambigüedad estructural, y con consecuencias que apenas alcanzamos a comprender.

La paradoja es esta: pronto nos escandalizaremos al saber que un juez ha redactado sus sentencias con la ayuda de ChatGPT, Pero no alzamos ni una ceja cuando muchos de ellos redactan sus resoluciones a través de asistentes anónimos. Cambian las herramientas, pero la falta de transparencia sigue siendo el verdadero problema.

Las herramientas de IA ya intervienen en tareas que antes requerían horas – y muchos ojos– de lectura y criterio experto: revisión y comparación de diferentes versiones de contratos, análisis de jurisprudencia, estimación de riesgos, generación de borradores procesales. Hoy, plataformas capaces de cribar miles de documentos en segundos se están convirtiendo en el nuevo estándar profesional y lo que ayer era excepción, casi una curiosidad, hoy es rutina. Plataformas como Luminance, que detecta riesgos en contratos complejos -esos que antes necesitaban de 25 profesionales buscándoles las vueltas-, o Harvey AI, el asistente legal que ya utilizan firmas como Allen & Overy -uno de los despachos de abogados más poderosos del mundo-, son solo ejemplos de esta transformación acelerada. Pero esto no significa necesariamente que la tecnología sea algo “bueno”.

Uno de los primeros problemas estructurales es el acceso desigual. Las tecnologías de LegalTech no son de libre acceso: requieren inversión, licencia, capacitación. Es decir, privilegio. Como siempre, los grandes despachos disponen de herramientas que permiten simular escenarios judiciales, modelar decisiones y afinar estrategias con una precisión técnica que multiplica sus ventajas. Mientras tanto, buena parte del resto del ecosistema —profesionales independientes, pequeños bufetes, incluso algunos operadores públicos— queda al margen. La vieja máxima de que «el buen abogado conoce la ley, pero el gran abogado conoce al juez» se está reescribiendo: hoy, el gran abogado tiene la IA más grande *guiño, guiño, codazo, codazo*.

El segundo problema es el sesgo. No es nuevo, pero es más peligroso cuando se enmascara bajo una supuesta neutralidad matemática. Los sistemas de IA aprenden de datos históricos: resoluciones, sentencias, doctrinas pasadas. Pero esos datos arrastran prejuicios, discriminaciones e inercias, cuando no directamente los intereses de los fondos que las han programado, que no desaparecen por ser digitalizados. La justicia algorítmica, lejos de corregir errores del pasado, tiende a reforzarlos. Y lo hace sin deliberación y sin responsabilidad. Lo que antes requería argumentación, ahora se ejecuta como una estadística. El sesgo se automatiza. Casos como el de ROSS Intelligence, cerrado tras una disputa legal con Thomson Reuters, muestran que incluso la infraestructura sobre la que se entrenan estas IA está sujeta a disputas de poder más que a principios de justicia.

Tercero: la dependencia técnica. A medida que normalizamos el uso de IA para tareas ordinarias y críticas, desplazamos la función argumentativa hacia lo automatizable. El criterio personal y profesional corre el riesgo de atrofiarse. El abogado, de transformarse en operador de plataforma, el juez en un periférico del algoritmo. Cuando el análisis de viabilidad lo ofrece una máquina, ¿qué espacio queda para el criterio, la intuición o incluso la creatividad jurídica? La profesión puede terminar reducida a una interfaz de resultados previsibles.

Y cuarto: la privacidad. Muchos sistemas de IA requieren subir documentación a la nube, compartir datos en servidores ajenos, aceptar condiciones de uso opacas. En ese proceso, lo que está en juego no es solo la confidencialidad, sino el núcleo mismo del secreto profesional. La eficiencia técnica no puede servir como coartada para vaciar de contenido los principios éticos básicos.

Nada de esto debería conducir a una posición tecnófoba o anti-maquinista. La IA, bien empleada, permite mejorar la calidad del trabajo, reducir errores, acelerar procesos y —potencialmente— democratizar el acceso al conocimiento jurídico. Pero para que eso ocurra, hay que regular. Hay que vigilar. Y hay que formar a todos sus operadores.

Es urgente una alfabetización jurídica y tecnológica conjunta. No solo saber usar estas herramientas, sino entender qué hacen, cómo lo hacen, y a qué renuncias se incurre al confiar en ellas. Transparencia algorítmica. Supervisión humana. Auditoría pública. Formación transversal. Y, sobre todo, una ética profesional que no se deje deslumbrar por la novedad.

El Derecho no puede reducirse a una operación de cálculo. La justicia no puede depender de una probabilidad. La argumentación jurídica no puede transformarse en la ejecución de patrones estadísticos. Si el modelo predictivo desplaza al criterio, el Derecho pierde su capacidad crítica. Y si esa pérdida se naturaliza, lo que queda es un simulacro de justicia: más veloz, más eficiente y obediente. Pero mucho menos justo.

El debate no es si la IA debe entrar en el Derecho: ya lo ha hecho. El debate real es si vamos a gobernarla o a permitir que nos gobierne. Si vamos a exigirle que rinda cuentas o vamos a obedecerla por comodidad. Si queremos un Derecho aumentado por la tecnología o una tecnología que devore el Derecho desde dentro. Esa batalla ya ha empezado. Y no podemos permitirnos llegar tarde.

No como en la tele

A veces, cuando le dices a alguien que eres abogado, te miran como si esperaras encontrarte con un caso de asesinato cada lunes por la mañana. Se imaginan algo tipo The Good Wife, Suits o The Lincoln Lawyer, donde todo sucede deprisa, con música dramática de fondo, y donde los casos aparecen, se complican y se resuelven en exactamente 43 minutos -con cortes para anuncios de coches eléctricos-.

Y luego está la vida real.

La vida real es un PDF mal escaneado al que le faltan páginas, un expediente que desapareció un día en el juzgado, un cliente que responde los correos cada dos meses y un caso que lleva desde 2021 esperando una audiencia que ya se ha suspendido tres veces porque “el juzgado está en reorganización interna” o al abogado contrario le ha salido un flemón -otro-.

Esto no es una serie. Esto es Excel.

En la tele, los abogados llevan un caso. Uno. Se despiertan pensando en ese caso. Lo persiguen por la ciudad. Lo litigan apasionadamente con frases definitivas tipo “usted no me ha contestado a lo que le he preguntado”. En la realidad, si un abogado lleva un solo caso, es que lo han despedido. Un abogado normal, con trabajo, tiene entre 50 y 100 asuntos abiertos en simultáneo. Algunos están activos. Otros están parados por razones tan legales como que “el juzgado no encuentra al demandado” o “falta un exhorto”. Otros, simplemente, flotan. Como residuos jurídicos en una galaxia administrativa sin orden ni sentido.

Y no, no hay música de fondo. Lo más parecido es el zumbido del escáner.

Los clientes tampoco ayudan demasiado. Vienen contaminados de ficción. Te preguntan “¿cuándo saldrá el juicio?”, como si fuera una fecha de estreno en Filmin. Te dicen “¿y esto se puede ganar?”, como si fueras un tarotista con máster. Y te lo preguntan en el primer minuto, antes de que hayas visto un papel. Luego, cuando les explicas que esto va para largo, que hay que pelear por escrito, que la primera vista será en 2027 y que luego puede haber recurso, se decepcionan. No porque no lo entiendan, sino porque les has desmontado la fantasía.

A veces incluso se enfadan porque en la tele el abogado sólo lleva su caso. Y, si, también los médicos diagnostican enfermedades raras en cinco minutos y los policías encuentran al asesino por una fibra en el pantalón.

Pero la gente quiere espectáculo. Quiere alegatos. Quiere gestos dramáticos. Y lo que hay, en cambio, son escritos que empiezan con frases tipo “a resultas de lo anterior, y sin perjuicio de lo alegado en el anterior otrosí…”. ¿Sabes cuánto tarda un procedimiento judicial medio en España? Años. No semanas. No meses. Años. Primero redactas, luego presentas, luego esperas. Y cuando por fin llega la audiencia, el juez no va a permitirte interrogar como en Boston Legal. Te deja hacer preguntas. Cortitas. Claras. Y si levantas la voz o haces pausas teatrales, te lo advierten. O directamente te cortan. Y olvídate de emular a Cicerón en las conclusiones: «a definitivas».

Lo más emocionante que he hecho esta semana ha sido adjuntar 42 documentos en LexNET sin que me diera error. Y luego pelearme con el tamaño del PDF. Y luego descubrir que el juzgado, igualmente, no se los ha descargado. Nada de eso saldría bien en una serie.

Y ojo, que no me quejo. Es parte del trabajo. Pero estaría bien que alguien hiciera una serie donde un abogado entra en su despacho, abre el gestor de expedientes, tiene 19 notificaciones, una de ellas mal fechada, una demanda que hay que contestar en plazo, una ejecución que nadie entiende y dos clientes preguntando “¿Qué hay de lo mío?”. Y que, en medio de eso, se hace un café y se vuelve a sentar a leer resúmenes de sentencias del Supremo o trata de hacer que chatGTP diga lo que quieres que diga. Eso sería realismo.

Realismo: Enseñar cómo un asunto que empezó siendo “una consulta puntual” se convierte en tres años de papeleo, cuatro recursos, dos peritos recusados y un cliente que cambia de versión el día antes del juicio. O cómo un procedimiento por impago de 12.000 euros te obliga a revisar 300 correos, decenas de facturas, chats de WhatsApp impresos en A4 y declaraciones contradictorias. Y luego, cuando por fin ganas, hay que ejecutar. Y el deudor es insolvente. Fin del capítulo.

En la tele, cada episodio tiene un cierre. En la vida real, los cierres son grises; inexistentes. Ganas, pero el cliente no cobra. Cobras, pero después de descontar años de minutas. O simplemente, no pasa nada durante meses. Y lo único que puedes hacer es mirar la pestaña del expediente y pensar: “a ver si esta semana se mueve”.

Ser abogado no es ser actor. No es ser héroe. Es ser operario de una máquina lenta y antigua, con engranajes mastodónticos que giran a la velocidad a la que se oxida ele acero. Y si lo haces bien, nadie lo nota. Porque el buen trabajo jurídico no se ve. Se nota cuando falta. Como el freno de un coche.

La narrativa del fraude

Cuando el malhadado de José María Aznar afirma que si un partido puede manipular unas primarias internas también podría manipular elecciones generales, no está improvisando. Cuando su secuaz, amigo de narcotraficantes, Alberto Núñez Feijóo desliza que el voto por correo presenta “lagunas” y que habría que estudiar sus puntos débiles, porque el sistema “no está blindado”, no está haciendo una propuesta técnica para mejorar nuestro sistema electoral; está diciendo que en España se pueden robar unas elecciones. Y esa idea, repetida en redes sin necesidad de pruebas, tiene un objetivo muy claro: instalar la sospecha de que el sistema electoral español, tal como funciona, no es fiable.

Este discurso no es nuevo, ni sorprendente. Lo que sorprende es que empiece a normalizarse esta estrategia en un país que, hasta ahora, había aceptado las derrotas con cierta dignidad. Pero todo tiene su ciclo, y España no es inmune a lo que ya ocurrió en Estados Unidos. Donald J. Trump, antes de perder las elecciones de 2020, ya decía que serían un fraude si él no ganaba. Y cuando el poder institucional confirmó su derrota, movilizó a su base convencida de que le habían robado la victoria hasta el punto de llegar a una insurrección armada. Lo demás es historia: el asalto al Capitolio, el colapso simbólico del consenso democrático, y una nación donde decenas de millones siguen creyendo —sin pruebas— que su presidente legítimo fue expulsado por medios oscuros.

Lo que Aznar y Feijóo están haciendo no es una denuncia; es incitar a la sedición. No presentan datos. No citan informes. No ofrecen indicios concretos. Lo que hacen es más sibilino: insinúan. Siembran. Sugerir que el sistema es vulnerable no requiere demostrar nada. Basta con generar un clima de desconfianza. El mismo que Trump cultivó con paciencia. Es la misma táctica: si perdemos, será porque ellos han hecho trampas. No porque la mayoría no nos quiera.

En España, el sistema electoral tiene muchas capas de protección, aunque parece que pocos ciudadanos las conocen en detalle. Hay miembros de mesa seleccionados por sorteo entre los votantes, con vocales y presidentes que no representan a ningún partido. Hay interventores de todas las formaciones, presentes durante toda la jornada para garantizar la limpieza de la votación. Estos interventores están presentes incluso en el recuento, que es público. Se firman actas -los interventores de los partidos hacen las suyas-. Hay un escrutinio general días después que permite corregir errores. Cualquiera puede impugnar si hay algo raro. A efectos prácticos, organizar un fraude electoral sistémico requeriría una conspiración masiva con participación simultánea de ciudadanos al azar, funcionarios públicos, jueces y representantes de partidos. Es decir: un escenario de ciencia ficción.

Pero como la política-ficción del cabezologo de la FAES ha dejado de tener vergüenza, basta con repetir la posibilidad. Con decir: “algo no encaja”, “¿por qué tanto voto por correo?”, “¿no os parece raro?”. La estrategia es psicológica: no necesita demostrar nada, solo activar la duda. El mensaje no busca convencer a quien piensa. Busca anclar una emoción en quien ya está predispuesto a creer que su bando solo pierde si le hacen trampa.

El paralelismo con Trump no es una comparación exagerada, es una reproducción. Solo que aquí, de momento; ya veremos según se acerquen las elecciones- se hace con corbata y tono mesurado. Donde Trump gritaba, Feijóo plantea con voz pausada que “hay cosas que debemos revisar”. Donde el expresidente de EE. UU. inundaba Twitter de mentiras que clamaban al cielo, aquí se lanza la consigna en una entrevista o una rueda de prensa. El envoltorio cambia, pero el contenido es el mismo: si no ganamos, es porque el sistema no nos deja. Y si lo ganamos, entonces el sistema sí funciona.

Esta lógica, además, les es rentable. Primero, porque les exime de responsabilidad; si pierdes una elección y dices que te han hecho trampa, ya no tienes que explicar tu programa, ni tu campaña, ni tus decisiones. La culpa siempre está fuera. Segundo, porque cohesiona; las bases más movilizadas se alimentan del agravio. Creen estar luchando contra un enemigo invisible que controla las instituciones, los jueces, las televisiones y, por supuesto, los votos. Y tercero, porque debilita al adversario. El que gana, aunque lo haga limpiamente, queda manchado por la sospecha: “algo raro ha pasado”.

Este tipo de discurso no es inocuo. Erosiona los fundamentos del sistema democrático porque transforma la derrota electoral en una injusticia. Y cuando una parte de la sociedad ya no acepta que puede perder en las urnas, lo que está en juego deja de ser quién gobierna y pasa a ser si el sistema es aceptado o no por quienes pierden. Y si no lo aceptan, dejan de respetarlo.

En Estados Unidos, esa línea ya se cruzó. En España, aún estamos en fase de tanteo. Pero el terreno se prepara. A cada elección, una insinuación. A cada resultado adverso, una queja velada. A cada recuento, una sombra. No hay un asalto al Congreso, pero sí una pequeña demolición simbólica de las reglas compartidas. Y eso, a largo plazo, es igual de peligroso.

No es casual que quienes agitan estas sospechas hoy sean quienes no han logrado formar gobierno pese a haber sido primera fuerza. Es parte del guion del golpe. Si no me dejan gobernar, si los demás se alían contra mí, si las minorías deciden, si el Parlamento no refleja la calle, entonces el sistema está roto. En realidad, el sistema está diseñado precisamente para eso: para obligar a negociar, a pactar, a entender que la mayoría no es solo el que más votos saca, sino quien logra más apoyos en la Cámara. Pero ese detalle técnico es menos emocionante que la narrativa del poder robado.

Y así, paso a paso, naturalizan una visión paranoica de la democracia: todos están en su contra, el sistema está amañado, y solo ellos representan al pueblo real -¡España!-. Es la receta del populismo, aunque venga embotellada en frascos azules, con sonrisa contenida y corbata de Loewe. Y funciona, porque activa emociones primarias: el miedo, la indignación, la sensación de injusticia.

La pregunta, por tanto, no es si hubo fraude (no lo hubo), ni si el sistema tiene problemas (sí, pero no en el recuento). La pregunta es: ¿para qué se siembran estas dudas? ¿A quién le conviene que una parte de la sociedad crea que su voto no vale? ¿Quién gana cuando se deslegitima el árbitro? La respuesta es clara: quien no acepta las reglas si no gana con ellas.

No se trata de cerrar el debate sobre mejoras en el proceso electoral —toda democracia debe perfeccionarse—, sino de detectar cuándo ese debate se usa como pantalla para otra cosa: minar la confianza en el sistema cuando los resultados no son favorables. Porque cuando la confianza se pierde, ya no se trata de convencer con ideas, sino de imponer un relato. Y eso, en democracia, siempre acaba mal.

En resumen, Alberto, no me digas que nos pueden hacer trampas. Explícame cómo lo van a hacer. Ese día me tatuaré “pues vaya, tenían razón” en el glande -perdóneme ud. Sr. Minchin-.

La herencia del abuelo.

El Tribunal Supremo ha confirmado lo que ya sabíamos: que el agua moja y que la familia de Francisco Franco retuvo durante décadas, de forma ilegal, dos esculturas románicas del siglo XII pertenecientes al Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago. No eran suyas. Nunca lo fueron. Las obtuvieron por un capricho de “la Collares”. Se las apropiaron con total impunidad y las exhibieron en el jardín del Pazo de Meirás como si el país entero fuera de su propiedad. La sentencia es clara: no existe ningún documento, título ni justificación legal que respaldara esa posesión. Solo el miedo, el silencio y el poder de una familia que convirtió el expolio en tradición.

La escena que origina esta historia parece un retrato propio de una república bananera: En 1954, Carmen Polo, esposa del dictador, visita Santiago de Compostela y se encapricha de las estatuas. El alcalde, en lugar de defender el patrimonio de la ciudad, ordena su traslado al Pazo de Meirás sin expediente, sin cesión formal, sin informe técnico. Las figuras de Abraham e Isaac, talladas por el Maestro Mateo hace ochocientos años, pasaron a decorar una finca particular por el simple hecho de que “la señora” las quería.

04/12/2017 Esculturas de Abraham e Isaac, expuestas en el pazo de Xelmírez de la Catedral de Santiago de Compostela, en la exposición "Descubriendo al maestre Mateo", autor de la dos piezas propiedad de la familia Franco y que reclama el Ayuntamiento de Santiago por apropiación indebida durante la dictadura.  
04/12/17

Esto no fue un caso aislado. Fue una forma de actuar. Durante cuarenta años, el franquismo saqueó con método, con arrogancia y sin oposición, convirtiendo lo público en patrimonio privado. La historia del Pazo de Meirás lo resume todo. En 1938, se creó una «Junta pro Pazo del Caudillo» que recaudó fondos mediante coacciones. A empleados públicos, empresarios, campesinos: nadie podía negarse. Con ese dinero se compró el pazo que había sido de Emilia Pardo Bazán. En 1941 se escrituró a nombre de Franco. El régimen lo vendió como una “donación patriótica”, cuando en realidad fue un expolio institucionalizado. Así lo sentenció el Juzgado de Primera Instancia nº 1 de A Coruña en 2020, declarando la operación “simulada y nula”, y ordenando su restitución al Estado.

La sentencia fue un hito legal y político. Se apoyó en el artículo 1275 del Código Civil (nulidad de los contratos con causa ilícita) y en la jurisprudencia sobre bienes de dominio público. La Audiencia Provincial ratificó el fallo en 2021, y los herederos de Franco fueron obligados a entregar no solo el pazo, sino más de 560 bienes muebles: alfombras, tapices, esculturas, objetos religiosos, libros antiguos, muchos de ellos con origen en conventos, museos y fondos públicos. Los Franco no pudieron demostrar su propiedad sobre nada. Solo habían ocupado, retenido y usufructuado lo que la dictadura les dio sin papeles y sin vergüenza.

Pero si algo demuestra este proceso es que el franquismo no terminó con la muerte del dictador: mutó, se blindó, y se reprodujo en sus herederos. La defensa judicial de la familia Franco ha sido una auténtica lección de cinismo. En el caso del Pazo, alegaron ser “propietarios legítimos” por la supuesta compraventa de 1941, ignorando deliberadamente los documentos que demuestran que la compra se financió con aportaciones forzosas. En el caso de las esculturas del Pórtico, intentaron argumentar que fueron un “regalo institucional”, a pesar de que no existe acta, cesión, ni registro alguno. Sus abogados incluso recurrieron a tecnicismos de prescripción civil, como si el simple paso del tiempo pudiera blanquear el robo.

En ningún momento han mostrado voluntad de devolver lo que no les pertenece. Al contrario: han combatido cada resolución judicial, han intentado retener obras, alegar derechos adquiridos y exigir indemnizaciones. En el fondo, siguen creyéndose herederos no solo del apellido, sino del privilegio. Su discurso es siempre el mismo: que se está atacando “una familia”, “su memoria”, “sus derechos”. Pero lo que se está desmontando no es una historia familiar, sino la estructura de privilegio forjada sobre la apropiación, la mentira y muchos miles de cadáveres.

Uno de los motores de esta impunidad ha sido la Fundación Nacional Francisco Franco, constituida por Carmen Polo en 1976. Esta institución privada ha servido durante décadas como archivo, altavoz y escudo legal de la familia, custodiando miles de documentos públicos expoliados que deberían estar en el Archivo Histórico Nacional. Muchos de esos papeles contienen correspondencia diplomática, actas oficiales, informes del régimen y bienes documentales que el franquismo se llevó a casa en cajas sin inventariar. La Ley de Memoria Democrática (Ley 20/2022, de 19 de octubre) incluye en su artículo 53 un mecanismo de disolución para fundaciones que enaltezcan dictaduras o retengan patrimonio documental del Estado. Sin embargo, hoy, la Fundación Franco sigue abierta, amparada por dilaciones judiciales y ambigüedades administrativas.

Carmen Polo, por su parte, fue mucho más que “la esposa del Caudillo”. Su papel fue activo y consciente. Era conocida y temida en la calle Serrano de Madrid, y con razón. Entraba en las mejores joyerías sin cartera. Muchos comerciantes se sentían obligados a regalarle piezas por miedo o por cálculo. Algunos lo asumían como un impuesto extraoficial. Otros preparaban lotes por si pasaba. Esa cultura del regalo forzoso se extendió también a embajadores, banqueros, empresarios: collares, tapices, muebles, vajillas, automóviles. Nada de eso se declaró patrimonio del Estado. Se incorporó directamente al uso privado de la familia Franco.

Al morir Franco en 1975, Carmen Polo dirigió personalmente el expolio final. Se trasladaron decenas de objetos desde El Pardo a domicilios particulares sin control ni registro. Algunos reaparecieron en subastas privadas años después. Otros siguen ocultos o en manos de herederos que aún hoy litigan contra el Estado para conservar lo que fue robado. Esta no es una historia del pasado. Es un litigio presente.

Y sin embargo, la respuesta institucional ha sido lenta, insuficiente y a menudo tímida. El caso de las esculturas del Pórtico fue posible gracias a la insistencia del Ayuntamiento de Santiago, el trabajo del Consorcio de Santiago y la presión social. El Estado se ha mostrado reticente a actuar de oficio, salvo en los casos más flagrantes. El Ministerio de Cultura ha comenzado a revisar obras depositadas en museos públicos que fueron incautadas durante la Guerra Civil, pero el rastro de los Franco permanece difuso, protegido por décadas de omisión, privilegio y poder judicial heredado.

El relato del dictador austero y su esposa devota ha quedado desmontado por los hechos. Franco convirtió su régimen en una maquinaria de acumulación personal. Su familia, lejos de reconocerlo, ha hecho todo lo posible por defender ese botín, blindarlo y transmitirlo como si fuera un legado legítimo.

Lo que está en juego no es solo el destino de unas esculturas o de una finca gallega. Lo que se discute es si en España el poder puede seguir garantizando la impunidad retroactiva. Cada sentencia favorable al Estado, cada restitución forzada, cada archivo recuperado es una victoria contra la narrativa del privilegio heredado. Y una advertencia: el franquismo no es solo una época. Es también una estructura que algunos todavía quieren perpetuar.

No es el sobre, es el contrato.

Si dentro de veinte años seguimos por aquí —por cosas de la geopolítica o de la genética— no recordaremos exactamente quiénes eran Ábalos, Santos Cerdán o Koldo; después de todo, no son primeros carteles de la política nacional, más bien actores secundarios que demuestran que la corrupción en España no es un error del sistema. Es el sistema. Una rueda aceitada durante siglos, en la que políticos, funcionarios y empresarios se entienden con una naturalidad que da asco. Y sí, los escándalos salen en prensa, se monta el circo, ruedan unas pocas cabezas —generalmente las prescindibles—, y al poco todo vuelve a la normalidad. Porque aquí el problema nunca ha sido que se robe. El problema es que solo caen los que pillan.

Durante años nos han vendido la corrupción como una enfermedad moral, como si todo se arreglara con más clases de ética o con jueces con puñetas más grandes. Pero el foco siempre ha estado del lado cómodo: el político que cobra la mordida, el concejal con un sobre en el coche, el asesor con sociedades en Panamá. Pero nunca ponemos el objetivo en quien paga. ¿Qué pasa con la empresa que puso el dinero sobre la mesa? Nada. Absolutamente nada. Salvo contadísimas excepciones, las empresas que corrompen en España siguen contratando con la administración como si no hubiera pasado nada. Y lo peor: siguen ganando cantidades obscenas de dinero.

Empresas como OHL, FCC, Ferrovial, Dragados, Indra o Sacyr —algunas investigadas, otras directamente condenadas por sobornos— siguen participando en licitaciones públicas. Cambian de nombre, hacen un lavado de cara, emiten un comunicado diciendo que “colaboran con la justicia”, pagan una multa ridícula y se presentan a la siguiente obra. Y la ganan. ¿Cuál es el incentivo para dejar de pagar mordidas si el castigo es simbólico y el acceso al dinero público sigue garantizado? Ninguno.

La mordida, en España, no es un riesgo. Es un coste más del contrato —un 3 %, je—. Una inversión. Una palanca para conseguir adjudicaciones millonarias. Un atajo rentable. Se disfraza de asesoría, de consultoría, de publicidad institucional. Pero siempre es lo mismo: pagar para ganar. Y mientras no se les cierre esa vía, la corrupción seguirá siendo el método más eficiente para hacer negocios con lo público.

Lo grave no es que existan estas prácticas, sino que el Estado las tolere. Que las administre. Porque aquí no hay inocencia, solo jerarquía: los políticos que reparten contratos lo saben, los empresarios que pagan también, y la administración suele mirar hacia otro lado. A veces por miedo, a veces por comodidad, a veces porque la oposición también cobra. Solo nos enteramos de los casos cuando a alguien le interesa que nos enteremos.

Durante décadas se ha protegido a los corruptores porque “generan empleo”, porque “son esenciales para las infraestructuras del país”, porque “no se puede parar la obra pública”. Es el chantaje perfecto: o me dejas seguir licitando o te dejo sin autopistas, sin hospitales, sin ferrocarriles. Y los gobiernos, de todos los colores, tragan. Han convertido la corrupción en política industrial. En una forma de gobernar sin pasar por el BOE.

Mientras tanto, al presidente de turno se le llena la boca hablando de regeneración, de transparencia, de digitalización de contratos, de compliance. Tonterías. Papel mojado. Mientras las empresas que han pagado comisiones sigan contratando con el Estado, todo lo demás es puro maquillaje.

Lo que haría falta es simple, y por eso nadie quiere hacerlo: prohibir automáticamente que una empresa que haya pagado un soborno vuelva a contratar con cualquier administración pública. Nunca más. Sin matices, sin excepciones, sin cambiar de CIF para empezar de cero. Nadie que haya trabajado en una empresa condenada por pagar mordidas puede trabajar en una empresa que vaya a licitar un contrato público. Desde el bedel hasta el consejero delegado. Tirando del velo societario. Con actas de titularidades reales que dejen al descubierto quiénes son los auténticos beneficiados de la corrupción. Y normalmente no es el político corrupto.

Esto rompería el ciclo. Porque si la mordida no te garantiza el contrato, si te puede dejar fuera del sistema, entonces empieza a ser un mal negocio. Hoy no lo es. Hoy es la forma más rápida de crecer. De entrar en el club. De estar en las fotos en el palco del Bernabéu.

Y que no vengan con el cuento de que “la empresa no es responsable de lo que hizo un directivo concreto”. Eso no cuela; nunca lo hizo. Si los beneficios fueron para la empresa, la responsabilidad también. Si cobraron millones gracias a una adjudicación podrida, tienen que quedar fuera del sistema. Y si la empresa cambia de nombre para evitar la sanción, se le aplica lo mismo. Porque los directivos, los accionistas, las prácticas… todo sigue igual. Solo cambian el logo.

Pero en España eso sería demasiado radical. Demasiado serio. Demasiado justo. Aquí preferimos el teatrillo: escándalo, investigación, comparecencia parlamentaria con lágrima de cocodrilo incluida y “me han engañado, no sabía nada”. Una multa menor que el beneficio obtenido, un pacto con la fiscalía, y a la semana siguiente ya están licitando otra vez.

Pero ojo: la corrupción no llegó con la democracia ni con la Transición, ni siquiera con Franco. Viene de mucho antes. Está en el ADN del Estado moderno español. Ya en el siglo XIX, Agustín Fernando Muñoz —marido de la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias— amasó una fortuna obscena adjudicando concesiones ferroviarias a dedo mientras se presentaba como “empresario liberal”. El dinero público y el negocio privado empezaron a dormir juntos desde entonces. En la Restauración, la política se financiaba con favores urbanísticos; en la dictadura de Primo de Rivera, las obras públicas eran directamente un sistema de clientelismo armado. En la República, Nombela y el estraperlo. Franco lo perfeccionó con su “capitalismo de amiguetes”, basado en constructoras fieles al régimen que hacían caja a golpe de monopolio. Y cuando llegó la democracia, en lugar de desmontar esa maquinaria, los “nuevos” partidos la hicieron suya. FILESA fue el ejemplo perfecto: una red de financiación ilegal del PSOE, disfrazada de consultoras, que cobraban comisiones a empresas a cambio de contratos. Es decir, el modelo clásico de mordida, pero con membrete moderno. Nada nuevo.

Pero ojo, si hay algo que funciona peor que el castigo simbólico, es el olvido planificado. El caso Gürtel dejó probado que varias constructoras financiaban ilegalmente al PP a cambio de contratos públicos. ¿Y qué pasó con esas constructoras? Nada. Siguieron operando. En el caso Palau, Ferrovial pagaba “donaciones” a Convergència para llevarse obra pública. ¿Consecuencias reales? Ninguna. En el caso Lezo, OHL fue señalada por pagos irregulares. ¿Alguien la ha vetado? No. Y así todo.

El mensaje es claro: si tienes pasta, puedes corromper al político de turno sin salir del juego. Puedes pagar mordidas, financiar partidos, manipular concursos… y luego seguir firmando contratos con el Estado. Esa es la verdadera impunidad. No la del político que va a prisión, sino la de la empresa que lo sobornó y sigue cotizando en bolsa.

La única forma seria de luchar contra esto es cerrar el grifo. Que cualquier empresa que haya participado en una trama de corrupción pierda el acceso al dinero público. Que no pueda presentarse a concursos, ni como adjudicataria principal ni como subcontratada. Que no pueda firmar convenios, ni recibir subvenciones. Y que eso sea automático, no negociable, sin espacio para abogados que negocien el «impacto económico de la sanción».

Hasta que eso no ocurra, la corrupción seguirá siendo un negocio rentable. Y cada escándalo será solo otro capítulo más de una historia que todos conocemos de memoria. Porque aquí no se trata de acabar con la corrupción. Aquí el único objetivo ha sido siempre gestionar quién reparte la mordida.

Con la cruz por delante y el BOE por detrás

La justicia española no es neutral. Es como ese portero de discoteca pija que sonríe al chaval engominado y dice que el aforo está completo cuando trata de entrar una pareja de ecuatorianos. Tiene normas, sí, pero se aplican con tacto de afinidad ideológica. O de clase. O de parroquia.

Nos lo dicen sin decirlo. Cada vez que una jueza permite avanzar una causa delirante por “ofensa a los sentimientos religiosos”, cada vez que un fiscal mantiene viva una denuncia de Abogados Cristianos contra un artista o una feminista, cada vez que se abre diligencia contra un meme o un hilo de Twitter mientras una agresión fascista queda en el limbo —no queda acreditada la motivación ideológica de la paliza, aunque los agresores gritaran “maricón al paredón” mientras machacaban la cabeza con sus Doc Martens—. No es que no lo veamos. Es que ya ni lo esconden.

Abogados Cristianos —saluda, Polonia— ha presentado más de 120 demandas y querellas en los últimos cinco años. Más del 70 % han acabado archivadas, pero eso no importa: el objetivo no es ganar, es asfixiar al disidente. Si protestas contra la Iglesia o ironizas con su simbología, te persiguen. No con bates, sino con papel timbrado, con la complicidad de una judicatura que raramente los frena.

Sí, hay jueces progresistas. Pero no están en el Consejo General del Poder Judicial. No presiden tribunales superiores. Y cuando incomodan, los trasladan o los silencian. El poder judicial no se depura, se reproduce. Como una herencia maldita.

Las asociaciones conservadoras como la APM dominan los órganos clave. El CGPJ ha estado bloqueado años porque al PP no le interesa perder esa ventaja. Y cuando alguien propone reformarlo, se grita “ataque a la independencia judicial”, como si independencia significara blindaje de casta.

Y así, en lugar de actuar como contrapoder, la justicia actúa como trinchera. Mientras Abogados Cristianos patrulla los juzgados con la cruz en alto, el sistema se lo permite todo. En 2024, su patrimonio declarado superó los 1,2 millones de euros. No están solos: reciben respaldo de fundaciones próximas a Vox, y se benefician de un código penal que aún conserva joyas como el delito de “escarnio a la religión”.

El aparato judicial no es ajeno a esa narrativa. Es parte; es cómplice. Comparte un lenguaje, una idea de orden, una estética. Las togas no necesitan decir “viva Cristo Rey” para aplicar el derecho como si lo pensaran. Porque el juez más izquierdista no deja de ser un engranaje de la represión del Estado. Y cuando eres un martillo, todo parece un clavo.

Esto no es nuevo. La Alemania de los años veinte ya tuvo una judicatura aristocrática y reaccionaria que facilitó el ascenso nazi. Procesaban a comunistas con rigor y a golpistas de derechas con indulgencia. Cuando Hitler tomó el poder, muchos jueces no fueron depurados: ya estaban dispuestos. No se resistieron. Colaboraron.

No estamos ahí, pero el patrón se parece demasiado. En España lo llamamos lawfare, y consiste en usar la justicia como ariete político. Un diputado pierde el escaño por una condena discutible; una artista es procesada por un montaje visual; una activista es citada por tuitear una crítica religiosa. No es justicia: es ideología cavernaria disfrazada de legalidad.

Todo esto opera con la lógica del miedo. ¿Quién se atreve a cuestionar, a crear, a incomodar, si sabe que puede acabar en un juzgado? ¿Quién levanta la voz, si el coste es años de procesos, escarnio público y desgaste económico?

Y mientras tanto, lo que sí debería perseguirse —corrupción, violencia institucional, discurso de odio real— queda en segundo plano. Porque la energía del sistema se concentra en vigilar irreverencias, no injusticias. En castigar herejías, no delitos.

Algunos dirán que exageramos. Que también se archivan querellas contra la izquierda. Que hay pluralismo. Claro que sí. También en la dictadura había jueces honestos. La excepción no invalida el problema. Y el problema es estructural.

Hay una justicia que se parece demasiado a sus orígenes: elitista, cerrada, autorreferencial. Y como toda estructura que no se renueva, tiende a proteger lo suyo. Por eso los ultracatólicos no necesitan ganar todos los juicios. Solo necesitan que se los admitan. Que les den entrada. Que no se les cierre la puerta.

Esto es un sistema. Y se puede cambiar. Hace falta democratizar el acceso a la carrera judicial, eliminar delitos anacrónicos, limitar el poder de asociaciones ideológicas, y despolitizar —de verdad— los nombramientos. Pero no hay voluntad. Porque quienes podrían reformarlo, se benefician de que nada cambie.

Y mientras no se haga, la toga seguirá sirviendo a los de siempre. Los de las querellas por blasfemia. Los de la misa diaria y la cuenta en Suiza. Los que creen que el Estado debe proteger la fe, pero no a las personas.

Porque lo grave no es que exista un grupo como Abogados Cristianos. Lo grave es que el Estado de derecho les haga de chófer. Les abra la puerta. Les ría la gracia.

Y por eso escribimos esto. Para que no digan que no lo sabíamos. Para que no aleguen sorpresa cuando llegue la sotana.

Porque si la toga se convierte en sotana,
la democracia acaba en misa de difuntos.

Basado en hechos legales (ii)

Ha sido un fin de semana de locos; como los de antes de que dejara el Turno -a veces los echo de menos-. Todo empezó con una llamada a las tres y cuarto de la madrugada y no hay llamadas buenas a esa hora. Era el padre de un antiguo cliente mío —un cliente satisfecho— de los que te llama su abogado a pesar de que haga diez años que no llevas este tipo de temas. El señor es uno de esos viejecitos prudentes que alquilan para complementar la pensión. Le temblaba la voz: “Han reventado la puerta del piso de la abuela en Delicias. El piso de la abuela —ya fallecida y en herencia yacente— estaba alquilado desde hace más de un año. Resulta que era un laboratorio de drogas. Tubos de ensayo, prensas, extractores. Como en Breaking Bad.

Esa fue la palabra que lo cambió todo: narcopiso. Porque no era solo el delito. Era la imagen, el titular, la sospecha. Y la pregunta inevitable, que me lleva otra vez a escribir uno de estos posts que sólo me importan a mí: ¿es responsable penalmente el dueño del piso?

Conocí al padre -mi nuevo cliente- esa misma mañana. Hombre mayor, tranquilo, de esos que anotan los pagos a mano y guardan los contratos en carpetas plastificadas. “Yo no sabía nada”, repetía. “Nunca vi nada raro.” Pero el piso estaba destrozado, precintado, con una orden judicial de registro y una investigación abierta por tráfico de estupefacientes. La policía había intervenido 12 kilos de sustancias, básculas de precisión, ventilación forzada y un diario de operaciones. El escenario perfecto para una condena. ¿Pero también para él?

En Derecho penal, la responsabilidad no se transmite como las deudas de una herencia. Hay que participar, colaborar o, como mínimo, mirar hacia otro lado con demasiada intención. Ser dueño de una propiedad no te convierte en cómplice por defecto, pero tampoco te absuelve si tu pasividad es tan intensa que parece consentimiento. Esto lo ha dejado claro el Tribunal Supremo en múltiples sentencias, como la STS 271/2017, donde señala que la ignorancia deliberada no excluye la responsabilidad criminal cuando el acusado tuvo a su alcance elementos objetivos para conocer el ilícito.

Si sabes que están vendiendo droga en tu piso y te callas, eres parte del problema. Y si no lo sabes, pero deberías haberlo sabido —porque había indicios claros, porque los vecinos te avisaron, porque el olor químico era evidente y decidiste mirar hacia otro lado— también puedes tener un pie dentro del proceso penal. El artículo 65 del Código Penal permite aplicar el delito a quienes, sin ser autores directos, cooperan necesaria o conscientemente.

El problema, como casi siempre, está en los matices. ¿Qué significa «debería haberlo sabido»? En el caso de Delicias, los vecinos llevaban meses quejándose: ruidos, olores, visitas a deshoras. Mi cliente admitió que había recibido algún comentario, pero no le dio importancia. “No me gusta molestar”, dijo. Y esa frase, tan española, tan razonable en la vida cotidiana, es letal en términos jurídicos. Porque el Derecho no premia al discreto. Premia al diligente.

Si un propietario no toma ninguna medida ante señales evidentes de actividad ilegal, puede ser acusado no solo de encubrimiento (art. 451 CP), sino incluso de cooperación necesaria (art. 28 y 29 CP) o de facilitación de medios para un delito. Eso sí: no basta con que sea su piso. Tiene que haber algún nexo, una omisión significativa, un beneficio económico consciente o una tolerancia más que evidente. Por ejemplo, cobrar alquileres en efectivo, sin contrato, sin preguntar a qué se dedican los inquilinos, no querer saber. Eso no es ignorancia. Eso es colaborar a media voz.

Por suerte, en este caso, el contrato existía. Era legal, estaba registrado en el IVIMA. Mi cliente había firmado un alquiler estándar con una pareja aparentemente normal. Además, hubo un detalle que lo salvó: cuando comenzaron los rumores, él envió dos burofaxes, uno en enero y otro en marzo. No con acusaciones, sino pidiendo explicaciones. Exigiendo saber si se estaba incumpliendo el contrato. Amenazando, incluso, con resolverlo por uso indebido del inmueble. Y esa pequeña muestra de diligencia ha sido su escudo.

El artículo 27.2 de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) prevé la resolución del contrato si el arrendatario da al inmueble un destino distinto del pactado. Incluso sin sentencia, esa cláusula permite iniciar un desahucio exprés por uso ilícito. No bastó para evitar el daño mediático, ni el destrozo del piso, ni la noche en vela. Pero sí bastó para que la policía y el juez hayan entendido que no era cómplice. Era, como tantos otros, una víctima.

Ahora bien, aunque no tuvo responsabilidad penal, sí se enfrenta a una posible responsabilidad civil —por los daños a la finca— y también administrativa. La Ley de Seguridad Ciudadana (LO 4/2015) permite sancionar con multas al titular de un inmueble si tolera actos ilícitos continuados, aunque no los haya cometido directamente. La comunidad de propietarios lo denunció por daños. El seguro se niega a cubrir nada porque la póliza excluye expresamente actividades delictivas. Y el Ayuntamiento ha abierto un expediente por uso irregular del inmueble.

El Derecho administrativo es más frío, más automático. No le importa tanto si lo sabías o no: le importa que no lo evitaste. Y muchas veces, eso es suficiente para que te sancionen.

Este tipo de situaciones, tan comunes como poco comprendidas, nos recuerdan que alquilar un piso no es una actividad pasiva. Es una cesión de uso, sí, pero con condiciones. Y si las condiciones se incumplen, el propietario tiene la obligación de reaccionar. No basta con tener un contrato. Hay que vigilar su cumplimiento. Hacer visitas si hay sospechas. Preguntar. Intervenir. Denunciar si hace falta. Lo contrario, esperar que todo se solucione solo, es como invitar al desastre a pasar la noche.

Así que si tienes un piso alquilado, haz contratos. Regístralos. Pide referencias. Y, sobre todo, si algo huele raro —literal o figuradamente—, actúa. Lo peor que puedes hacer es esperar a que sea otro quien te lo diga. Porque entonces, ya no serás el dueño de un piso. Serás el dueño de un problema. Y de esos, el Código Penal no se compadece.

Mi cliente, por cierto, está pensando en vender el piso. No quiere volver a entrar en él. Me dice que lo que más le ha dolido no es el dinero. Ha sido ver su nombre, su apellido, junto a la palabra “narcopiso” en una página web. A veces, lo más difícil de limpiar no son las paredes.

Constitucionalismo for dummies

Este es el nivel de nuestra política. Esta señora es diputada nacional, vicesecretaria de Sanidad y Educación del Partido Popular, presidenta del PP de León y, según ella misma se define, “apasionada de la Política y la Historia”.

A veces, uno ve a una persona lanzarse de cabeza a un charco con la convicción de quien cree estar cruzando el Rubicón. Ester Muñoz, diputada y tuitera habitual, ha tenido uno de esos momentos. Reacciona indignada a la noticia de que la ponencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de amnistía sostiene que “el legislador puede hacer todo lo que la Constitución no prohíba”, y lo argumenta de una forma demoledora: “Pues la esclavitud o el canibalismo no están expresamente prohibidos en la CE, ¿se puede aprobar una ley de esclavitud?”

Sí. Ha dicho eso. En voz alta. Sin que se le note la mueca, con foto institucional. Estamos ante un ejemplo perfecto de ejercer la política como quien discute pegando manotazos en la barra del bar —versión protocolo y americana azul marino—.

Podríamos soltar un par de chascarrillos sobre su poca capacidad y seguir adelante. Pero eso sería ignorar el poder corrosivo de la estupidez cuando viene desde una figura pública, a la que se le presupone cierto conocimiento sobre cómo funciona nuestro sistema jurídico y político.

Lo que hace Muñoz aquí no es solo una torpeza argumental. Es una falacia de hombre de paja de manual. Toma una doctrina consolidada —la libertad del legislador dentro del marco constitucional— y la convierte en una caricatura grotesca: “Ah, ¿que el legislador puede hacer todo lo que la Constitución no prohíba? Pues venga, volvamos a esclavizar. Y si sobra tiempo, montamos un buffet de canibalismo consensuado”.

Desgraciadamente, en nuestro zeitgeist, funciona. Especialmente en redes. Basta con llevar una idea al extremo más monstruoso y presentarla como si fuera la consecuencia inevitable del argumento original. ¿Que el Derecho permite lo que no prohíbe? Entonces legalicemos el incesto. ¿Que los jueces interpretan la ley? Pues dictadores con toga. ¿Que la amnistía no está expresamente prohibida? Entonces esclavitud y antropofagia. Así se hace política hoy: como si Twitter fuera un examen de primero de Derecho para alumnos aplicados del cinismo.

Pero el problema no es solo metodológico. Es, sobre todo, jurídico. Porque Muñoz intenta hacer pasar por “sentido común constitucional” una visión interesadamente equivocada del Derecho español. La ponencia del TC no dice que el legislador pueda hacer cualquier cosa. Dice que puede hacer todo lo que no esté prohibido por la Constitución. No “todo lo que esté expresamente permitido”. Es una diferencia clave. Mi hija de once años la entiende.

Es, de hecho, la diferencia entre un Estado de Derecho y una dictadura reglamentista. En el primero, el legislador tiene margen mientras no contradiga la Constitución. En el segundo, solo puede hacer lo que un texto previo haya autorizado palabra por palabra. Lo que Muñoz presenta como una defensa del principio de legalidad es, en realidad, su negación.

El principio de legalidad no exige que todo esté escrito con detalle. Exige que toda actuación del poder esté sujeta a la Constitución y a la ley. Que haya límites, sí, pero no que el legislador sea un notario de lo ya redactado. Si así fuera, ninguna ley podría innovar. No habría legislación sobre internet, ni inteligencia artificial, ni matrimonio igualitario, ni eutanasia. Nada de eso está “expresamente” previsto en la Constitución. Pero el legislador puede —y debe— regularlo, siempre que no vulnere sus principios.

Y aquí viene la segunda trampa del tuit de Muñoz. Dice que, como la esclavitud o el canibalismo no están expresamente prohibidos en la CE, su legalización sería posible. Pero eso es falso. No con esas palabras, quizás, pero sí están prohibidos. Porque la Constitución no es una lista de delitos. Es un marco de principios. Y en ese marco, la esclavitud es incompatible con la dignidad de la persona (art. 10.1), con el derecho a la libertad (art. 17), al trabajo libre (art. 35), con la igualdad (art. 14), y con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que la Constitución incorpora explícitamente en su artículo 10.2.

Así que no, no se puede legalizar la esclavitud. No porque lo diga la Constitución con esa palabra, sino porque todo su andamiaje lo impide. Lo mismo con el canibalismo, aunque uno tenga que hacer más pasos. Pero en ningún caso es cierto que “como no lo prohíbe expresamente, se puede”. Esa es una distorsión deliberada.

¿Para qué usa esa distorsión? No se trata de discutir la ponencia del TC, sino de deslegitimarla a base de chistes y memes jurídicos. Si el TC dice que una ley de amnistía es constitucional si no la prohíbe la CE, se responde no con argumentos, sino con reducciones al absurdo. “¿Entonces también esclavitud?”. Y así, lo que es una afirmación razonable —el legislador tiene libertad dentro del marco constitucional— se convierte en la antesala de un régimen de horrores.

La intención es clara: hacer pasar una doctrina jurídica sólida por una barbaridad, apelando a algo que repugna a cualquiera. Y hacerlo en nombre del “principio de legalidad”, como si el orden jurídico español funcionara por lista cerrada. Como si el legislador fuera un becario que no puede moverse sin permiso del vigilante de pasillo.

Pero eso no es el Estado de Derecho. Eso es una caricatura del legalismo, útil para incendiar el debate, pero inútil para gobernar.

Y lo más enervante es que esta lógica de “todo lo que no esté expresamente prohibido es una amenaza” es la misma que justifica los recortes de libertades. Porque si solo se puede hacer lo expresamente autorizado, entonces nadie tiene derecho a lo que no esté concedido. No tienes libertad de expresión si no está detallada palabra por palabra. No puedes fundar una asociación si no se te da permiso. No puedes vivir una vida que no haya sido prevista en el BOE.

Es curioso: el liberalismo, que históricamente defendía limitar el poder y empoderar al ciudadano, es hoy invocado para imponer una visión hiperformalista y literalista de la Constitución. Un liberalismo sin libertad. Una Constitución sin interpretación. Una democracia sin confianza.

Y claro, se puede estar a favor o en contra de la amnistía. Se puede discutir su encaje con el artículo 62.i CE, su oportunidad política o su impacto jurídico. Todo eso es legítimo. Lo que no lo es, es falsear el debate, distorsionar los argumentos y presentar al Tribunal Constitucional como una secta de caníbales filoesclavistas solo porque no ha dicho lo que uno quería.

Si lo que molesta es la amnistía, discutámosla con argumentos. Si lo que molesta es el TC, propongamos una reforma. Pero si lo que molesta es que el Derecho tenga interpretación —y no solo prohibiciones literales— entonces lo que se echa de menos no es el Estado de Derecho, sino otra cosa. Algo más rígido. Más obediente. Algo que se parezca más a las Leyes Fundamentales del Movimiento que a una Constitución democrática -aunque ya huela a naftalina-.