La verdad según ellos

Siempre digo que mantengo un sano desprecio por la autoridad. No por rebeldía estética ni por impulso adolescente, sino porque he aprendido —leyendo, escuchando y participando en juicios— que la policía miente. No todas las veces, pero las suficientes como para que la excepción haya dejado de ser tranquilizadora. Miente en los atestados, miente en el estrado, miente en ruedas de prensa. Y lo más grave no es la mentira en sí, sino que el sistema esté diseñado para creer esa mentira. Por eso desconfío. No de la ley, sino de quienes tienen que aplicarla.

Los policías mienten. No sólo mienten en el estrado para asegurarse una condena, porque al final del día, ellos tienen Presunción de veracidad; ese principio jurídico por el cual se considera cierto, salvo prueba en contrario, lo que afirman los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Y por si acaso salváramos la prueba, a veces las fabrican. Y lo hacen, no porque el sistema esté roto, sino porque esa posibilidad —la de alterar, ocultar o inventar— forma parte del margen operativo del poder. A veces es un atajo. Otras, una venganza. O una estrategia. A veces, incluso, una convicción moral. Pero detrás de cada caso donde la verdad se manipula, hay algo más que un “exceso puntual”: hay una lógica institucional que lo permite, lo cubre o lo premia.

Las motivaciones varían. Hay agentes que fabrican pruebas para proteger intereses personales o de terceros. Casos de policías que plantan drogas o armas por encargo de confidentes, exparejas o amigos. Montajes para saldar cuentas privadas a través de la autoridad. La policía no actúa como sujeto aislado: es, muchas veces, herramienta para conflictos ajenos, con acceso privilegiado a la maquinaria legal. Basta un informe bien redactado para que un ciudadano pase de testigo a culpable. Basta una prueba colocada para que la justicia se deslice sin fricción.

Otras veces, el montaje responde al “efecto cazador”: cuando los cuerpos de seguridad están convencidos de que alguien es culpable, pero no tienen pruebas suficientes. Entonces se empuja el relato. Se fuerza una declaración. Se oculta lo que no encaja. Se reescribe el atestado. Todo con una justificación implícita: mejor un culpable fabricado que un culpable libre. El resultado no siempre es el error judicial. A menudo es el éxito policial. Y ese éxito se celebra, se premia, se sube a ruedas de prensa. A nadie le interesa preguntar cómo se consiguió.

Y luego está la dimensión política. El uso de la policía como actor de orden ideológico. Aquí no se busca justicia, sino escarmiento. La fabricación de pruebas opera como castigo preventivo: contra manifestantes, militantes, periodistas o figuras incómodas. Se detiene primero, se justifica después. Se busca un titular que calme al poder o desvíe la atención pública. La verdad deja de importar cuando el delito cumple una función simbólica. Es la policía como lenguaje, no como servicio.

Lo más delicado, como decía, no es que haya policías que mientan, sino que el sistema esté diseñado para creerlos siempre. Los informes policiales gozan de presunción de veracidad. Un agente no necesita pruebas irrefutables: le basta con redactar un relato coherente. Si un ciudadano lo contradice, será este quien deba demostrar su inocencia. La carga de la prueba se invierte sin declararlo. Y cuando la mentira se descubre, rara vez hay consecuencias proporcionales. El sistema tolera mejor una prueba falsa que una desobediencia jerárquica.

La fabricación de pruebas no es una patología ocasional. Es un recurso operativo. Puede deberse al abuso, al celo o al encargo, pero en todos los casos se apoya en lo mismo: una relación desigual entre quien tiene la potestad de escribir lo ocurrido y quien solo puede negarlo.

La pregunta no es si ocurre. Ocurre. Y en ese momento -en el estrado y mientras le interrogas-, se te queda cara de gilipollas, porque sabes que el policía está mintiéndole a la cara al juez. La pregunta es cuántas veces pasa sin que nadie lo sepa. Y por qué seguimos llamando justicia a lo que muchas veces es solo una narrativa institucional, incuestionable.

Montoro & Secuaces, asesoramiento SL.

En España, muchas leyes ya no se escriben en el Congreso. Ni siquiera en los ministerios. Se redactan en despachos privados con suelo técnico, café de máquina superautomática y tarificación por hora. Las grandes consultoras globales —Deloitte, PwC, EY y KPMG, conocidas como las Big Four— hace tiempo que dejaron de ser solo auditoras: ahora también son arquitectas del marco legal. Diseñan normativas, redactan borradores de ley y marcan la agenda de reforma con una naturalidad que ya no escandaliza a nadie.

Estas empresas, participadas de los fondos más poderosos del mundo, han conquistado el espacio que antes ocupaban los técnicos del Estado. Porque saben más, cobran mucho mejor y, sobre todo, ofrecen algo irresistible: soluciones empaquetadas. No necesitan influir a escondidas; trabajan con el membrete del ministerio. Hacienda les pide propuestas fiscales, Trabajo les consulta cambios regulatorios, Economía les encarga análisis de impacto. La misma firma que audita una empresa diseña la legislación que esa empresa tendrá que cumplir. Todo legal. Todo impecable. Todo alarmante.

En un caso reciente, el Ministerio de Hacienda contrató a PwC para asesorar en la reforma del sistema de módulos del IRPF. La misma firma asesora a grandes empresas del transporte y la distribución, sectores directamente afectados por ese cambio. Otro: EY participó en el diseño del marco regulatorio que permite a empresas de tecnología financiera operar en condiciones de excepción legal. Varias de esas fintech eran, a su vez, clientes suyos. Conflicto de intereses, sí. Consecuencias, ninguna.

Pero el caso más grave —y no solo simbólicamente— es el de Cristóbal Montoro. Exministro de Hacienda, fundador del despacho Equipo Económico —antes “Montoro y Asociados”—, no solo aprovechó su red de contactos e información institucional: su firma cobraba directamente de empresas que buscaban modificar normas fiscales en su beneficio. En varios casos, el despacho redactaba propuestas normativas que luego eran trasladadas —por cauces informales pero eficaces— a los órganos encargados de legislar. Es decir, se pagaba por obtener regulación a medida. No estamos ante simple influencia: estamos ante una estructura que vendía legislación favorable desde dentro del sistema.

Pero lo más relevante es cómo funcionaba esa estructura. Equipo Económico no era solo una oficina de asesoría fiscal. Era una plataforma poblada de exfuncionarios y altos cargos de Hacienda y Economía: técnicos, inspectores y exdirectores generales con experiencia directa en el funcionamiento interno del Estado. Entre ellos, destacan Ricardo Martínez Rico, exsecretario de Estado de Presupuestos; Francisco Piedras, exasesor de Hacienda; o José María Romero de Tejada, vinculado al Instituto de Estudios Fiscales. Muchos venían de la administración, otros volverían después. Algunos mantenían contacto directo con cargos en activo. El resultado era un circuito cerrado: del Gobierno al despacho, y del despacho a la norma.

No se trataba de “influencia legítima”. Era una puerta giratoria industrializada. La firma ofrecía a sus clientes no solo conocimientos técnicos, sino acceso directo a quienes podían ajustar la legislación a medida. En la práctica, el despacho actuaba como una agencia privada de ingeniería legal con terminales en el BOE. Y lo hacía mientras Montoro era ministro. No es que conociera el sistema: era el sistema.

La normativa fiscal ya no se diseña pensando en la redistribución o la equidad, sino en las prioridades de los clientes de quien redacta el primer borrador. No es que las empresas presionen al Estado. Es que lo contratan.

Esta forma de operar no es una excepción española, pero aquí se ha normalizado con una pasividad preocupante. El acceso a la legislación ya no depende del interés público, sino del presupuesto. Las grandes firmas privadas actúan como intermediarias estables entre el poder económico y el legislativo. Redactan, filtran, negocian. Lo hacen sin necesidad de esconderse, porque lo hacen desde dentro. Con membrete, con contrato, con justificación técnica. Y lo llaman Lobby porque llamarlo soborno les daba vergüenza.

Mientras tanto, el ciudadano vota, pero no decide. La letra pequeña de las normas ya está escrita cuando el diputado pulsa el botón. Las grandes empresas no necesitan sobornar a nadie. Les basta con contratar a quien redacta la ley. Como en el caso Montoro, lo importante ya no es corromper el sistema, sino integrarse en él. Con factura, con corbata, en un reservado del Ten con Ten y sin escándalo.

Nos han vendido que esto es profesionalización. Que regular el lobby, como sugieren los medios de comunicación – controlados por los mismos fondos que son los dueños de las auditoras- crear registros y aplicar códigos de conducta es suficiente. Pero no estamos ante un problema de transparencia, sino de soberanía. Cuando las normas se escriben fuera del espacio público, el problema no es quién las firma, sino quién las dicta.

Vivimos en un Estado de derecho cuyo marco legal empieza a ser redactado por el mercado. Las Big Four no están al margen del poder: son parte estructural de su funcionamiento. No porque lo hayan robado, sino porque nadie se lo ha impedido. Y cada vez que eso ocurre, la democracia no muere de un golpe. Solo se diluye, despacio, en un documento Word de 98 páginas, enviado por SharePoint cifrado, a nombre del asistente del subsecretario de estado correspondiente.

La misma violencia de todos los veranos

Reconozco que las noticias de los altercados en Torre Pacheco me han conmovido más de lo habitual. Tal vez por la vinculación familiar con aquel pueblo del Mar Menor, en el campo de Cartagena —aunque apenas lo pisé un par de veces, de niño—, o tal vez porque esas manadas que linchan magrebíes cuando sube el calor ya no me sorprenden, pero siguen doliendo.

Torre Pacheco vive ya su tercera noche de violencia callejera tras la agresión, aún no esclarecida, de un vecino de 68 años, presuntamente a manos de jóvenes de origen magrebí. La situación se agrava con rapidez: circulan bulos en redes sociales, grupos de ultraderecha llegan desde fuera del municipio, se producen persecuciones de inmigrantes, ataques a viviendas y coches, y mensajes de odio convocan una auténtica “cacería”. La Guardia Civil despliega unidades especiales (USECIC y GRS), hay varias detenciones, menores agredidos y un clima de miedo extendido en toda la comunidad migrante. Las instituciones intentan contener la situación, pero el odio ya ha prendido.

España, presume de ser una democracia consolidada, moderna, y respetuosa con los derechos humanos, pero no hay más que rascar un poco debajo de ese barniz de civilización para ver la violencia racial y política que los gitanos llevan siglos soportando. Estos verdaderos pogromos no son una reliquia medieval ni un concepto ajeno. Existen aquí y ahora. Lo que cambia es el lenguaje con el que se describen. Se habla de disturbios, altercados vecinales o conflictos comunitarios. Pero cuando una multitud incendia viviendas, persigue familias y obliga a una comunidad a huir por su origen étnico, eso no es otra cosa que un pogromo.

Aunque el término se asocia comúnmente con los ataques antisemitas en Europa del Este, su definición más amplia —violencia colectiva, impulsada por odio racial o étnico, con escasa o nula intervención estatal— se aplica perfectamente a una serie de episodios ocurridos en España desde siempre, particularmente en los últimos años contra dos grupos: gitanos e inmigrantes marroquíes. Ambos colectivos comparten una historia de estigmatización, marginación y criminalización. En sus casos, el racismo no es solo social o simbólico: se convierte en acción física, en castigo colectivo, en expulsión.

Uno de los casos más antiguos y violentos que recuerdo fue el de Montcada i Reixac (Barcelona) en 1991. Tras una pelea en la que murió un joven payo, vecinos del barrio incendiaron más de veinte casas de familias gitanas. Las víctimas huyeron, algunas con lo puesto. No hubo muertos y las autoridades minimizaron el incidente como una “respuesta descontrolada de la población”, y nadie fue condenado. Fue un patrón que se repetiría. En 2005, en Martos (Jaén), otra pelea desencadenó un ataque masivo contra casas gitanas, con escenas que recuerdan más a los pogromos de la Rusia zarista que a una democracia del siglo XXI. En 2015, en Peal de Becerro, también en Jaén, cinco viviendas fueron incendiadas tras una discusión entre familias. En 2017, Castellar volvió a vivir una escena similar. En todos estos casos, las familias gitanas afectadas fueron expulsadas de facto, sin que el las autoridades las protegieran ni les ofreciera garantías para regresar.

A este tipo de violencia no se le da un nombre. No se reconoce oficialmente como pogromo ni se investiga como crimen de odio colectivo. En los medios se suele hablar de “justicia vecinal” o “tensión social”. Pero cuando varias decenas o cientos de personas atacan casas de una minoría por su origen étnico, la lógica que opera es la misma que en cualquier pogromo clásico: odio racial, venganza simbólica, y una complicidad estructural, aunque sea pasiva, por parte de las instituciones.

El caso más evidente y brutal de esta lógica aplicada a los inmigrantes magrebíes fue el de El Ejido, en Almería, en febrero del año 2000. Tras el asesinato de una mujer por un inmigrante marroquí con problemas mentales, estalló una auténtica cacería. Durante tres días, miles de personas tomaron las calles, quemaron chabolas, saquearon comercios, agredieron a inmigrantes al azar. No se trató de un estallido espontáneo, sino de una oleada organizada, sostenida y públicamente apoyada por sectores de la población local. Hubo más de 60 heridos, cientos de desplazados y una comunidad entera aterrorizada. Las fuerzas de seguridad se mantuvieron al margen durante buena parte del episodio, y cuando intervinieron, fue tarde y con tibieza. Ninguno de los agresores fue condenado por delitos de odio. En su lugar, se reforzaron los controles sobre los inmigrantes.

El Ejido no fue un caso aislado, sino un punto de inflexión. Marcó el inicio de una forma de racismo visible, socialmente legitimado, que se reproduce cada vez que la opinión pública asocia la delincuencia, la inseguridad o la pobreza con el inmigrante magrebí o subsahariano. En 2021, en Níjar (también en Almería), las chabolas de decenas de trabajadores marroquíes fueron incendiadas tras el asesinato de un agricultor. No importó que el presunto autor del crimen ya estuviera detenido. La comunidad fue castigada como un todo, al margen de cualquier legalidad. Los afectados se quedaron sin casa y sin recursos. La respuesta institucional fue, como siempre, tardía e insuficiente.

Algo similar ocurrió en Terrassa en 2006, y en Lleida en 2019, donde grupos de vecinos atacaron a temporeros o comerciantes marroquíes en contextos de tensión local. En muchos pueblos agrícolas, los marroquíes son esenciales para el trabajo del campo, pero eso no evita que sean tratados como cuerpos prescindibles. Su presencia solo es tolerada en tanto sirvan. Si hay un conflicto, cualquier chispa puede encender el racismo latente que recorre las relaciones sociales.

El elemento común en todos estos pogromos contemporáneos es su impunidad. No hay consecuencias penales proporcionales, ni una narrativa pública que nombre el fenómeno por lo que es. En lugar de eso, los discursos institucionales lo presentan como un problema de convivencia o un “choque cultural”. Se eluden las palabras “racismo”, “odio étnico”, “violencia estructural”. La consecuencia es una doble invisibilización: la de las víctimas y la del sistema que permite que estos ataques se repitan.

Otro rasgo preocupante es el papel que juegan los medios de comunicación. Con frecuencia, la cobertura reproduce el marco de la mayoría agresora: justifica el ataque como reacción a un “delito” cometido por un miembro del grupo agredido, aunque no haya prueba alguna. El caso concreto se convierte en excusa para criminalizar a todo el colectivo. Este tratamiento alimenta el ciclo de estigmatización y miedo, y allana el terreno para futuras violencias.

Tampoco ayuda el discurso político. En los últimos años, VOX ha blanqueado abiertamente el racismo contra gitanos, magrebíes y otros inmigrantes. Se les retrata como parásitos del sistema, como amenazas culturales o como responsables del crimen organizado. Este discurso no solo legitima el odio, sino que activa emocionalmente a sectores de la población dispuestos a traducirlo en violencia directa.

El Estado tiene mecanismos legales para combatir estos ataques: la ley de delitos de odio, los tratados internacionales sobre derechos humanos, el código penal. Pero en la práctica, estos mecanismos rara vez se activan cuando las víctimas son gitanos o inmigrantes marroquíes. No es solo una cuestión de leyes, sino de voluntad política. Mientras la sociedad no reconozca que estos ataques son pogromos —no simples altercados, no “disturbios espontáneos”—, no habrá forma de erradicarlos.

Lo que está ocurriendo en Torre Pacheco no es un estallido aislado ni una reacción espontánea: es el resultado directo de años de discurso institucional que ha convertido la xenofobia en estrategia política. VOX lleva tiempo criminalizando a los inmigrantes magrebíes con total impunidad, y el Partido Popular —con su silencio, sus guiños y sus marcos discursivos— no ha hecho más que normalizar ese veneno. Cuando desde tribunas públicas se insiste en que los inmigrantes “colapsan los servicios”, “ponen en riesgo la seguridad” o “rechazan integrarse”, no se está describiendo un problema: se está señalando un enemigo. Y cuando se señala un enemigo, no tarda en aparecer quien se cree con derecho a castigarle. Esa cadena, desde la palabra al fuego, no es abstracta ni retórica: es literal. Y quienes la alimentan desde el poder no son ajenos al pogromo. Son parte de él.

Hablar de pogromos en España no es exagerar. Es poner nombre a una forma de violencia que ha existido históricamente y que sigue reproduciéndose bajo nuevas formas. Las víctimas no solo pierden sus casas o su seguridad: pierden el derecho a existir como iguales en el espacio público. Son expulsadas no por lo que han hecho, sino por lo que representan. Y eso, en cualquier lugar del mundo, se llama racismo.

¡Un brindis por Hojalata!

El episodio 3 de la primera temporada de Creature Commandos presenta un conflicto especialmente interesante desde la óptica del derecho penal y la filosofía moral —por lo menos para los frikis con tiempo y formación legal—: el juicio y condena de G.I. Robot, una máquina de combate programada por el ejército estadounidense para “matar nazis”. En este episodio, después de que “hojalata” fuera reactivado tras varias décadas fuera de servicio, mata a 32 miembros de una organización nazi, incluido su dueño. El autómata es arrestado, y en el juicio el fiscal sostiene que G.I. Robot “se ajusta a la definición de un hombre que da el Estado”, y logra que el tribunal lo condene por homicidio en segundo grado. Pero esta resolución, aunque eficaz como recurso narrativo, es un error jurídico de base y una gran oportunidad perdida para explorar lo que realmente debería haberse juzgado.

Para entender la gravedad de esta decisión, hay que tener claro que G.I. Robot no es una persona en sentido moral. Puede tener apariencia humana, autonomía funcional y hasta capacidad para evaluar escenarios tácticos, pero todo esto ocurre dentro del marco de una programación realizada por humanos. Aunque lo parezca, no posee conciencia, no tiene voluntad propia ni capacidad de discernimiento ético. Carece de lo que llamamos “mens rea” —la intención culpable— que es uno de los pilares fundamentales para la atribución de responsabilidad penal en cualquier sistema de justicia mínimamente garantista. Desde este punto de vista, juzgar a G.I. Robot es como culpar a una pistola por dispararse sola.

Aun así, el tribunal lo declara culpable de homicidio en segundo grado. Esta figura, en el derecho penal estadounidense, se refiere a causar la muerte sin premeditación, pero con una intención de matar o, al menos, una indiferencia temeraria por la vida humana. Es decir, se considera que G.I. Robot no planeó el crimen, pero sí actuó de forma suficientemente autónoma como para que el resultado mortal se le pueda imputar. El paralelismo en el derecho español sería el homicidio doloso, regulado en el artículo 138 del Código Penal, aunque allí sería difícil sostener la imputabilidad si no se reconoce capacidad de comprender y querer el acto.

El problema aquí es que, si aceptamos que el robot no tiene conciencia ni intención, entonces no puede haber delito. Y si, por el contrario, se le reconoce como sujeto moral, entonces el relato debía haber profundizado mucho más en lo que eso significa: ¿tiene derechos? ¿Puede negarse a combatir? ¿Es esclavo, soldado o ciudadano? Reconocer personalidad moral o jurídica a una inteligencia artificial implicaría reformular desde cero no solo el derecho penal, sino también todo el sistema de garantías, deberes y libertades en relación con entes no humanos. No se trata solo de castigar o no a una máquina, sino de establecer cuál sería su estatus dentro de la comunidad política. La serie evita todos estos dilemas profundos y opta por una solución superficial: culpar al ejecutor visible de una tragedia, en lugar de examinar al verdadero responsable.

Porque, en realidad, la pregunta que debía hacerse el tribunal no era si G.I. Robot es culpable, sino quién lo creó, y por qué se permitió que un ente carente de voluntad ejecutara acciones letales sin control humano directo. La responsabilidad está en quienes diseñaron y liberaron el arma, no en el arma misma. Aquí podría haberse planteado una línea argumental basada en la doctrina del command responsibility, que permite atribuir responsabilidad penal a los superiores jerárquicos que ordenan, permiten o no impiden crímenes cometidos por sus subordinados o por mecanismos bajo su control. Castigar a G.I. Robot es desviar el foco ético hacia un chivo expiatorio mecánico, y al hacerlo se absuelve al sistema que lo construyó.

Y ahora es cuando voy a poneros los pelos como escarpias: esta cuestión no es solamente una ficción especulativa, porque en el mundo real, se debate intensamente en el seno de las Naciones Unidas la necesidad de establecer una Convención internacional sobre armas autónomas letales (LAWS – Lethal Autonomous Weapon Systems). Con anterioridad, entre el 13 y el 15 de diciembre de 2021, se celebró en Ginebra una cumbre dentro de la Convención de Ginebra de 1945 destinada a definir límites al uso de robots asesinos, después de que se hubieran empezado a usar sistemas de armamento completamente autónomos en la guerra de Libia en 2020. 125 países participaron, con posiciones que oscilan entre la prohibición total (como Austria) y la regulación moderada (como EE. UU.), mientras que grupos como Amnistía Internacional exigían un tratado jurídicamente vinculante. El secretario general de la ONU, António Guterres, instó a la conferencia a acordar “un plan ambicioso para el futuro que establezca restricciones al uso de ciertos tipos de armas autónomas”. Estas discusiones reflejan el mismo dilema que plantea la serie: determinar quién asume la responsabilidad cuando una máquina actúa sin conciencia humana directa.

El caso de G.I. Robot es una representación clara —aunque distorsionada— de estos escenarios reales. La ficción actúa como espejo, pero en este caso invierte el reflejo: en lugar de señalar al sistema que produce la máquina sin alma, el relato nos presenta un juicio absurdo donde se responsabiliza al instrumento. De este modo, la serie encarna los temores que los tratados internacionales intentan anticipar y prevenir: el riesgo de que el sistema legal, incapaz de adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos, opte por soluciones simplistas que ignoran las raíces estructurales del problema.

Creature Commandos tenía en sus manos un planteamiento filosófico de primer orden sobre inteligencia artificial, responsabilidad moral y la deshumanización de la guerra. Pero al decidir juzgar y condenar al robot como si fuera un ser humano, James Gunn abandonó esa senda y cayó en un error clásico: suponer que la forma externa de un ente basta para atribuirle culpa. Pero sin voluntad, no hay culpa. Y sin culpa, no puede haber justicia.

Bueno, o puede que sólo fuera una excusa para poner en pantalla a un robot molón matando nazis.

Art imitates life : r/dccomicscirclejerk

Santa María del Venca

El 20 de enero de 2024, se inauguró una estatua de la Madre Teresa de Calcuta en una rotonda de las Rozas de Madrid, rebautizada para la ocasión como Plaza Madre Teresa de Calcuta. El busto, colocado justo frente al colegio laico Gredos San Diego- ahora GSD-, fue presentado por el Ayuntamiento como una donación entrañable de los vecinos, concretamente de la la Asociación de Familias Numerosas de Las Rozas (AFAN Rozas), sin coste para el pueblo, pero apenas hicieron falta unas horas para que la historia se volviera caricaturesca y empezara el choteo: la estatua no era una obra original ni encargada para el lugar. Era una pieza de jardín fabricada en hormigón, disponible por menos de mil euros en el catalogo de Ana Parra Garden.

La escultura no es el escándalo, aunque fuera objetivamente fea. El escándalo fue que se trató de una operación simbólica, perfectamente calculada, ejecutada sin consulta pública, sin transparencia y con una fuerte carga ideológica. El busto de la santa discutida al servicio de una visión del mundo que se impone sin debate.

La maniobra fue impulsada por AFAN Rozas, una asociación que dice representar a las familias numerosas del municipio, pero cuya representatividad real es discutible. Aunque se define como “aconfesional”, mantiene un discurso y una agenda perfectamente alineadas la iglesia católica y con el Partido Popular, que gobierna Las Rozas desde hace dos décadas. Bajo el mandato del alcalde José de la Uz, en el cargo desde 2015 y reelegido en 2023 con mayoría absoluta, esta y otras asociaciones afines han ocupado progresivamente el tejido asociativo local. Lo que antes era un ecosistema plural —con asociaciones culturales, vecinales y educativas de todo tipo— hoy es un paisaje dominado por entidades afines al gobierno municipal.

AFAN Rozas participa en consejos municipales, recibe subvenciones, actúa como interlocutor preferente y ahora también instala estatuas, ocupando el espacio público, impregnándolo con su ideología. El proceso fue de todo menos neutro: el busto fue elegido por la propia asociación, sin proceso abierto, sin concurso artístico, sin participación vecinal. La ubicación —justo enfrente de un colegio con ideario laico— tampoco es inocente. Se trata de un gesto simbólico claro: marcar territorio ideológico y religioso en el espacio común.

Y luego está la figura elegida: Teresa de Calcuta, una de las santas más mediáticas del siglo XX hasta el punto de convertirse en un icono pop y canonizada en tiempo récord por la iglesia. Su figura ha sido elevada como símbolo de caridad y entrega, pero su doctrina es profundamente problemática. No denunciaba la pobreza, la veneraba. No buscaba erradicar el sufrimiento, sino convertirlo en ofrenda espiritual. Sus críticos, como Christopher Hitchens o médicos que visitaron sus misiones, la acusaron de glorificar la miseria en lugar de combatirla, y de rechazar cuidados médicos básicos en favor del dolor redentor. Una teología del padecimiento útil para quienes no quieren tocar las causas estructurales de la injusticia.

La escultura que hoy preside una rotonducha en Las Rozas no celebra una trayectoria local ni responde a una demanda ciudadana. No es una obra de arte; es una pieza decorativa, manufacturada en serie, adquirida por catálogo y usada como vehículo para reforzar una hegemonía cultural. Ni arte, ni historia, ni participación. Solo presencia. Y esa presencia, al estar legitimada desde el poder, desplaza otras voces, otras propuestas, otras memorias.

Lo preocupante no es que exista una estatua de Teresa de Calcuta. Lo preocupante es que su instalación revele un modelo de gestión del espacio público donde las decisiones no se toman de forma democrática, sino entre bastidores, al margen del debate ciudadano. Donde las asociaciones culturales o vecinales quedan marginadas frente a entidades con línea directa al gobierno local. Donde la pluralidad se reemplaza por la decoración ideológica.

Queda una plaza con nombre de santa y una estatua comprada online. Pero también queda claro qué se puede imponer en Las Rozas cuando se confunde el bien común con el credo de unos pocos.

Sentarse es de pobres

Julio de 2025. Ya estamos a punto de cerrar la primera ola de calor de la temporada. Salgo a la calle a las tres y media de la tarde. Madrid brilla como una plancha recién encendida. No hay una nube en el cielo. No hay una sombra. No hay un banco en el que sentarse sin quemarse los isquiones o partirse la espalda. Lo que sí hay es granito, acero y ese silencio insoportable que hace cuando todo el mundo está huyendo de la calle. ¿Dónde está mi ciudad?

No se ha ido. La han echado. Y no con violencia explícita, sino con un plan urbano en mente. A esto le llaman arquitectura hostil. Yo lo llamo represión blanda.

Empezó con un banco. Uno partido por el medio.En el caso de Madrid, unas espantosas sillas partidas, donde antes, tradicionalmente había bancos. Son incomodas para sentarse. E imposible hacerlo en grupo.  Con una barra que impide tumbarse. O sin respaldo. O sin sombra. O de piedra. Duro, caliente, inútil.  Y siguió con aceras vacías, jardineras enormes donde antes había bancos, bolardos de metal cada tres pasos. Plazas desarboladas que recuerdan las eras de los puebles. Todo pensado para lo mismo: que no te pares. Que no te reúnas. Que no descanses.

arquitectura hostil ...

Esto no es casual. Es una política. Se diseña la ciudad para que el espacio público sea tan incómodo que nadie quiera utilizarlo. A menos que pagues una terraza. A menos que te refugies en un centro comercial. A menos que consumas. Entonces sí. Entonces puedes estar.

Y luego está el calor. Que ya no es una anécdota, es una condena. Las temperaturas extremas no son una posibilidad: son una certeza. Pero en Madrid siguen actuando como si estuviéramos en Oslo. Se talan árboles. Se pavimentan plazas con piedra clara, radiante. Se instalan estructuras modernas que dan el mismo frescor que una tostadora. Y los toldos —esos mínimos sistemas de dignidad urbana— son anecdóticos. Un cuadrado de tela sobre una plaza de cien metros. En unos años, nos enteraremos de qué empresa ha untado a qué subalterno del carahuevo y nos llevaremos las manos a la cabeza, sorprendidísimos, preguntándonos, como semejante mierda pudo costar millón y medio de euros -Aunque, por lo menos han servido para acuñar la expresión “ser más inútil que un toldo de Almeida”.

Sentarse ya no es un derecho, es un privilegio. Y si lo haces en un banco público, que sea rápido. Porque los han diseñado para expulsarte. Son fríos en invierno, abrasadores en verano, sin respaldo, sin apoyo. A veces están divididos con metal. A veces inclinados. A veces parecen bancos, pero no lo son.

Esto no es casualidad. Es una estrategia de diseño. El mobiliario urbano se ha convertido en una herramienta de control social. Una arquitectura que comunica: «Aquí no te quedes. Aquí no estorbes. Aquí no vivas.»

Pero la mayor traición es otra. Es cerrar el Retiro. Pasa cada vez que hay alerta por calor. Justo cuando más necesitamos el parque. Justo cuando el asfalto quema y los edificios devuelven el fuego. Justo cuando la ciudad nos aplasta. Entonces, cierran el pulmón verde de Madrid. Y lo hacen con el argumento más perverso: «por tu seguridad».

¿Mi seguridad? ¿No sería más seguro dejarlo abierto, dejar que la gente se refugie bajo sus árboles, que descanse, que no colapse en una calle sin sombra?

Lo que hacen al cerrar el Retiro es criminalizar el descanso. Es cancelar el derecho al asueto. Es suspender, en nombre del calor, la posibilidad de estar en paz sin pagar por ello. Es quitarnos, en el momento más necesario, el último espacio gratuito, público y verde de verdad que queda en el centro de Madrid.

Todo esto responde a una lógica muy clara. La ciudad no se diseña para todos. Se diseña para los que pagan. Para los que consumen. -porque el Florida Park sigue abiero- Para los que tienen coche o tarjeta. El resto: fuera. No con multas. No con porras. Con mobiliario. Con decisiones de diseño. Con una incomodidad tan constante que te echa sola.

Es la nueva eugenesia urbana: no se combate la pobreza, se la oculta. No se ayudan a los sintecho, se les quita el banco y miramos hacia otro lado ante los nuevos asentamientos chabolistas a lo largo de las vías del tren en torno a la A-42. No se gestiona la desigualdad, se oculta tras una plaza bonita y sin sombra. Se hace limpieza social con plano y catálogo.

Lo más triste es que esto no indigna. No escandaliza. No sale en los medios. La oposición lo deja pasar. El progresismo institucional mira hacia otro lado o se entretiene en batallas culturales que no tocan el suelo. Nadie se pone a defender los bancos. Nadie organiza una campaña contra el toldo. Nadie planta árboles como acto de resistencia.

Y mientras tanto, cada año hay más cemento, menos sombra y más plazas vacías de vida. Llenas de diseño y vacías de uso. Espacios que simulan ser públicos, pero que no lo son. Porque un espacio en el que no puedes estar no es tuyo. Es una escenografía. Un decorado que se llama ciudad pero que no te quiere dentro.

Parece ridículo, pero no lo es: sentarse se ha convertido en un acto político. Pararse sin consumir. Tumbarse en un banco. Reunirse sin pagar entrada. Hacer vida sin ticket de compra.

Lo que se juega aquí no es solo el derecho a descansar. Es el derecho a estar. A ocupar el espacio que pagamos con impuestos pero que nos niegan con diseño.

Yo quiero bancos largos, con sombra. Quiero árboles adultos. Quiero parques abiertos cuando más se necesitan. Quiero plazas con vida, no con renders de un centro comercial. Quiero toldos de verdad, no excusas. Y sobre todo, quiero que estar en Madrid no sea un lujo ni una “spanish experience”.

Quiero poder salir a la calle en Madrid en verano sin sentir que el mobiliario urbano me odia. Y si eso es pedir demasiado, es que esta ciudad está dejando de serlo.

Una filfa ilustrada

Una filfa ilustrada

La separación de poderes no existe; son los padres. Nació en la cabeza de un aristócrata terrateniente y propietario de esclavos francés del siglo XVIII llamado Montesquieu, que, preocupado por cómo evitar que el poder se volviera despótico —porque el absolutismo ya olía a cerrado—, escribió un libro tan elegante como capcioso: El espíritu de las leyes en 1748.

Allí soltó la idea brillante: para que el poder no abuse, hay que dividirlo. Tres funciones distintas: legislar, ejecutar y juzgar. Si cada una está en manos diferentes, se vigilan entre ellas y nadie lo controla todo. Simple, limpio, ordenado. Como una receta de cocina liberal: una pizca de equilibrio, tres cucharadas de racionalidad y ni una gota de democracia directa. Montesquieu no era un revolucionario. Su obra estaba dirigida a una para una monarquía constitucional aristocrática, donde el pueblo no tenía soberanía, solo obediencia.

Sin embargo, esta teoría fue la joya política de la Ilustración. Los revolucionarios la adoraron, los constitucionalistas la copiaron, los manuales escolares la convirtieron en dogma. Primero en las colonias inglesas de América —donde la usaron como barricada contra el rey Jorge—, luego en Francia, cuando ya se había perdido la cabeza, y finalmente en el resto del mundo civilizado, incluido ese experimento inestable llamado España.

Desde entonces, nos han dicho machaconamente que la separación de poderes es el alma de cualquier democracia decente. Que sin ella no hay libertad, ni control, ni justicia. Que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial funcionan como tres ramas del mismo árbol, separadas pero conectadas, sosteniéndose mutuamente. Y que gracias a eso vivimos en un Estado de Derecho perfecto donde nadie puede mandar por encima de la ley.

Pero hay un pequeño problema: todo eso es mentira.

En España —y en buena parte del planeta— la separación de poderes es como los Reyes Magos: una historia que te cuentan de niño, que ilusiona, que tiene sus símbolos, sus tradiciones, sus disfraces… pero que a poco que mires debajo de la mesa, te das cuenta de que no hay magia: hay estructura. Hay poder. Hay pacto: humo y espejos.

El poder no se separa, se reparte. Y se reparte entre los mismos de siempre. Familias que llevan 300 años beneficiándose de cómo funcionan las cosas.

No es una conclusión nueva. Ya en los años ochenta, Alfonso Guerra, entonces número dos del PSOE, lo dijo con el desparpajo que solo da el poder: “Montesquieu ha muerto.” No era una ocurrencia, era un diagnóstico. Lo decía mientras su gobierno reformaba el Consejo General del Poder Judicial para asegurarse que los partidos —no los jueces— nombraran a quienes controlarían a los jueces. Fue una confesión involuntaria de que la separación de poderes en España era un eslogan, no una realidad.

Empecemos por el Congreso. Se supone que representa al pueblo, legisla con independencia y fiscaliza al Gobierno. En la práctica, funciona como una oficina del Ejecutivo. El partido que gana las elecciones no solo gobierna: coloniza el Parlamento. Dicta la agenda legislativa, marca el voto, encorseta el discurso. Los diputados votan lo que les dice el portavoz, porque si no lo hacen, no repiten en la lista. Lo que importa no es tu conciencia, sino tu obediencia.

El Ejecutivo, por su parte, gobierna a golpe de decreto. Legisla, nombra altos cargos judiciales, coloca a los suyos en todos los órganos posibles. En teoría, no manda sobre el Parlamento ni sobre los jueces. En la práctica, los tiene a sueldo.

¿Y el poder judicial?. El gran mito de la independencia del constitucionalismo moderno. Aquí también funciona el sistema de cuotas. El Consejo General del Poder Judicial, que gobierna la carrera judicial, lo eligen entre el Congreso, el Senado y los propios jueces, pero los primeros 20 nombres salen por pacto político. ¿Qué significa eso? Que los partidos pactan quién entra, como si fueran cromos. “Dame uno conservador, te doy uno progresista, y dejamos fuera al que molesta.” El resultado: una justicia de partido, vestida de neutralidad.

El Tribunal Constitucional es aún más gráfico. Sus miembros los eligen el Parlamento, el Gobierno y el CGPJ. ¿Cuál es su misión? Velar porque las leyes se ajusten a la Constitución. ¿Cómo lo hacen? Con sentencias que a menudo coinciden sospechosamente con las posiciones de los partidos que los nombraron. Todo muy técnico, muy jurídico, pero ya se sabe quién votará qué antes de que se reúnan.

Y mientras tanto, El CGPJ ha estado más de seis años con el mandato caducado, pero operando, sin que a nadie se le callera la cara de vergüenza.

Pero que nadie se lleve las manos a la cabeza pensando que esto solo pasa aquí, en esta piel de toro institucional. En Estados Unidos, el presidente nombra a los jueces del Tribunal Supremo, el Senado los ratifica y luego se quedan ahí de por vida, tomando decisiones que afectan a millones, desde el aborto hasta las armas. Y cada vez que hay una vacante, el país entra en guerra civil simbólica, porque todos saben que no son jueces: son soldados ideológicos togados.

En Francia, en Alemania, en Reino Unido… las formas varían, pero el fondo es el mismo: los partidos controlan los llamados tres poderes. El poder judicial es autónomo mientras no moleste. El Parlamento delibera mientras no desobedezca. Y el Gobierno gobierna mientras todos los demás hagan como que lo supervisan. La democracia, al final, es un baile con pasos ya marcados, donde los votantes solo pueden elegir la música, pero no el coreógrafo.

Y encima, nos lo venden como virtud. Como señal de madurez democrática. Nos repiten que hay controles, equilibrios, garantías. Que todo está bien diseñado, bien pensado, bien blindado. Pero lo que está blindado no es la democracia. Es el acceso al poder real. El acceso al poder sin etiquetas.

Lo más triste es que, aun sabiendo todo esto, seguimos fingiendo que nos lo creemos. Como si reconocer la mentira fuera más peligroso que vivir en ella. Como si decir en voz alta que el poder en España —y en tantas otras partes— no está separado, sino acoplado fuera un sacrilegio constitucional.

La separación de poderes no existe. Es una entelequia filosófica. No es una garantía, es una coartada. Y si no lo decimos claro, seguiremos como siempre: votando con fe, protestando con resignación, y confiando en un sistema que solo responde cuando lo necesita… para sí mismo.

La Yihad Butleriana

Hasta hace un par de años, la Inteligencia Artificial era vista desde el mundo jurídico como un asunto marginal, algo propio de ingenieros y estadísticos, sin relación con el razonamiento jurídico. Una curiosidad técnica, ajena a la gramática del Derecho. Pero hoy, los modelos de IA no solo están presentes en la sociedad: son cada vez más determinantes. Y el ecosistema legal no es una excepción. La IA no solo ha entrado en la práctica jurídica: ha comenzado a reformularla desde dentro, con una velocidad inquietante, con una ambigüedad estructural, y con consecuencias que apenas alcanzamos a comprender.

La paradoja es esta: pronto nos escandalizaremos al saber que un juez ha redactado sus sentencias con la ayuda de ChatGPT, Pero no alzamos ni una ceja cuando muchos de ellos redactan sus resoluciones a través de asistentes anónimos. Cambian las herramientas, pero la falta de transparencia sigue siendo el verdadero problema.

Las herramientas de IA ya intervienen en tareas que antes requerían horas – y muchos ojos– de lectura y criterio experto: revisión y comparación de diferentes versiones de contratos, análisis de jurisprudencia, estimación de riesgos, generación de borradores procesales. Hoy, plataformas capaces de cribar miles de documentos en segundos se están convirtiendo en el nuevo estándar profesional y lo que ayer era excepción, casi una curiosidad, hoy es rutina. Plataformas como Luminance, que detecta riesgos en contratos complejos -esos que antes necesitaban de 25 profesionales buscándoles las vueltas-, o Harvey AI, el asistente legal que ya utilizan firmas como Allen & Overy -uno de los despachos de abogados más poderosos del mundo-, son solo ejemplos de esta transformación acelerada. Pero esto no significa necesariamente que la tecnología sea algo “bueno”.

Uno de los primeros problemas estructurales es el acceso desigual. Las tecnologías de LegalTech no son de libre acceso: requieren inversión, licencia, capacitación. Es decir, privilegio. Como siempre, los grandes despachos disponen de herramientas que permiten simular escenarios judiciales, modelar decisiones y afinar estrategias con una precisión técnica que multiplica sus ventajas. Mientras tanto, buena parte del resto del ecosistema —profesionales independientes, pequeños bufetes, incluso algunos operadores públicos— queda al margen. La vieja máxima de que «el buen abogado conoce la ley, pero el gran abogado conoce al juez» se está reescribiendo: hoy, el gran abogado tiene la IA más grande *guiño, guiño, codazo, codazo*.

El segundo problema es el sesgo. No es nuevo, pero es más peligroso cuando se enmascara bajo una supuesta neutralidad matemática. Los sistemas de IA aprenden de datos históricos: resoluciones, sentencias, doctrinas pasadas. Pero esos datos arrastran prejuicios, discriminaciones e inercias, cuando no directamente los intereses de los fondos que las han programado, que no desaparecen por ser digitalizados. La justicia algorítmica, lejos de corregir errores del pasado, tiende a reforzarlos. Y lo hace sin deliberación y sin responsabilidad. Lo que antes requería argumentación, ahora se ejecuta como una estadística. El sesgo se automatiza. Casos como el de ROSS Intelligence, cerrado tras una disputa legal con Thomson Reuters, muestran que incluso la infraestructura sobre la que se entrenan estas IA está sujeta a disputas de poder más que a principios de justicia.

Tercero: la dependencia técnica. A medida que normalizamos el uso de IA para tareas ordinarias y críticas, desplazamos la función argumentativa hacia lo automatizable. El criterio personal y profesional corre el riesgo de atrofiarse. El abogado, de transformarse en operador de plataforma, el juez en un periférico del algoritmo. Cuando el análisis de viabilidad lo ofrece una máquina, ¿qué espacio queda para el criterio, la intuición o incluso la creatividad jurídica? La profesión puede terminar reducida a una interfaz de resultados previsibles.

Y cuarto: la privacidad. Muchos sistemas de IA requieren subir documentación a la nube, compartir datos en servidores ajenos, aceptar condiciones de uso opacas. En ese proceso, lo que está en juego no es solo la confidencialidad, sino el núcleo mismo del secreto profesional. La eficiencia técnica no puede servir como coartada para vaciar de contenido los principios éticos básicos.

Nada de esto debería conducir a una posición tecnófoba o anti-maquinista. La IA, bien empleada, permite mejorar la calidad del trabajo, reducir errores, acelerar procesos y —potencialmente— democratizar el acceso al conocimiento jurídico. Pero para que eso ocurra, hay que regular. Hay que vigilar. Y hay que formar a todos sus operadores.

Es urgente una alfabetización jurídica y tecnológica conjunta. No solo saber usar estas herramientas, sino entender qué hacen, cómo lo hacen, y a qué renuncias se incurre al confiar en ellas. Transparencia algorítmica. Supervisión humana. Auditoría pública. Formación transversal. Y, sobre todo, una ética profesional que no se deje deslumbrar por la novedad.

El Derecho no puede reducirse a una operación de cálculo. La justicia no puede depender de una probabilidad. La argumentación jurídica no puede transformarse en la ejecución de patrones estadísticos. Si el modelo predictivo desplaza al criterio, el Derecho pierde su capacidad crítica. Y si esa pérdida se naturaliza, lo que queda es un simulacro de justicia: más veloz, más eficiente y obediente. Pero mucho menos justo.

El debate no es si la IA debe entrar en el Derecho: ya lo ha hecho. El debate real es si vamos a gobernarla o a permitir que nos gobierne. Si vamos a exigirle que rinda cuentas o vamos a obedecerla por comodidad. Si queremos un Derecho aumentado por la tecnología o una tecnología que devore el Derecho desde dentro. Esa batalla ya ha empezado. Y no podemos permitirnos llegar tarde.

No como en la tele

A veces, cuando le dices a alguien que eres abogado, te miran como si esperaras encontrarte con un caso de asesinato cada lunes por la mañana. Se imaginan algo tipo The Good Wife, Suits o The Lincoln Lawyer, donde todo sucede deprisa, con música dramática de fondo, y donde los casos aparecen, se complican y se resuelven en exactamente 43 minutos -con cortes para anuncios de coches eléctricos-.

Y luego está la vida real.

La vida real es un PDF mal escaneado al que le faltan páginas, un expediente que desapareció un día en el juzgado, un cliente que responde los correos cada dos meses y un caso que lleva desde 2021 esperando una audiencia que ya se ha suspendido tres veces porque “el juzgado está en reorganización interna” o al abogado contrario le ha salido un flemón -otro-.

Esto no es una serie. Esto es Excel.

En la tele, los abogados llevan un caso. Uno. Se despiertan pensando en ese caso. Lo persiguen por la ciudad. Lo litigan apasionadamente con frases definitivas tipo “usted no me ha contestado a lo que le he preguntado”. En la realidad, si un abogado lleva un solo caso, es que lo han despedido. Un abogado normal, con trabajo, tiene entre 50 y 100 asuntos abiertos en simultáneo. Algunos están activos. Otros están parados por razones tan legales como que “el juzgado no encuentra al demandado” o “falta un exhorto”. Otros, simplemente, flotan. Como residuos jurídicos en una galaxia administrativa sin orden ni sentido.

Y no, no hay música de fondo. Lo más parecido es el zumbido del escáner.

Los clientes tampoco ayudan demasiado. Vienen contaminados de ficción. Te preguntan “¿cuándo saldrá el juicio?”, como si fuera una fecha de estreno en Filmin. Te dicen “¿y esto se puede ganar?”, como si fueras un tarotista con máster. Y te lo preguntan en el primer minuto, antes de que hayas visto un papel. Luego, cuando les explicas que esto va para largo, que hay que pelear por escrito, que la primera vista será en 2027 y que luego puede haber recurso, se decepcionan. No porque no lo entiendan, sino porque les has desmontado la fantasía.

A veces incluso se enfadan porque en la tele el abogado sólo lleva su caso. Y, si, también los médicos diagnostican enfermedades raras en cinco minutos y los policías encuentran al asesino por una fibra en el pantalón.

Pero la gente quiere espectáculo. Quiere alegatos. Quiere gestos dramáticos. Y lo que hay, en cambio, son escritos que empiezan con frases tipo “a resultas de lo anterior, y sin perjuicio de lo alegado en el anterior otrosí…”. ¿Sabes cuánto tarda un procedimiento judicial medio en España? Años. No semanas. No meses. Años. Primero redactas, luego presentas, luego esperas. Y cuando por fin llega la audiencia, el juez no va a permitirte interrogar como en Boston Legal. Te deja hacer preguntas. Cortitas. Claras. Y si levantas la voz o haces pausas teatrales, te lo advierten. O directamente te cortan. Y olvídate de emular a Cicerón en las conclusiones: «a definitivas».

Lo más emocionante que he hecho esta semana ha sido adjuntar 42 documentos en LexNET sin que me diera error. Y luego pelearme con el tamaño del PDF. Y luego descubrir que el juzgado, igualmente, no se los ha descargado. Nada de eso saldría bien en una serie.

Y ojo, que no me quejo. Es parte del trabajo. Pero estaría bien que alguien hiciera una serie donde un abogado entra en su despacho, abre el gestor de expedientes, tiene 19 notificaciones, una de ellas mal fechada, una demanda que hay que contestar en plazo, una ejecución que nadie entiende y dos clientes preguntando “¿Qué hay de lo mío?”. Y que, en medio de eso, se hace un café y se vuelve a sentar a leer resúmenes de sentencias del Supremo o trata de hacer que chatGTP diga lo que quieres que diga. Eso sería realismo.

Realismo: Enseñar cómo un asunto que empezó siendo “una consulta puntual” se convierte en tres años de papeleo, cuatro recursos, dos peritos recusados y un cliente que cambia de versión el día antes del juicio. O cómo un procedimiento por impago de 12.000 euros te obliga a revisar 300 correos, decenas de facturas, chats de WhatsApp impresos en A4 y declaraciones contradictorias. Y luego, cuando por fin ganas, hay que ejecutar. Y el deudor es insolvente. Fin del capítulo.

En la tele, cada episodio tiene un cierre. En la vida real, los cierres son grises; inexistentes. Ganas, pero el cliente no cobra. Cobras, pero después de descontar años de minutas. O simplemente, no pasa nada durante meses. Y lo único que puedes hacer es mirar la pestaña del expediente y pensar: “a ver si esta semana se mueve”.

Ser abogado no es ser actor. No es ser héroe. Es ser operario de una máquina lenta y antigua, con engranajes mastodónticos que giran a la velocidad a la que se oxida ele acero. Y si lo haces bien, nadie lo nota. Porque el buen trabajo jurídico no se ve. Se nota cuando falta. Como el freno de un coche.

La narrativa del fraude

Cuando el malhadado de José María Aznar afirma que si un partido puede manipular unas primarias internas también podría manipular elecciones generales, no está improvisando. Cuando su secuaz, amigo de narcotraficantes, Alberto Núñez Feijóo desliza que el voto por correo presenta “lagunas” y que habría que estudiar sus puntos débiles, porque el sistema “no está blindado”, no está haciendo una propuesta técnica para mejorar nuestro sistema electoral; está diciendo que en España se pueden robar unas elecciones. Y esa idea, repetida en redes sin necesidad de pruebas, tiene un objetivo muy claro: instalar la sospecha de que el sistema electoral español, tal como funciona, no es fiable.

Este discurso no es nuevo, ni sorprendente. Lo que sorprende es que empiece a normalizarse esta estrategia en un país que, hasta ahora, había aceptado las derrotas con cierta dignidad. Pero todo tiene su ciclo, y España no es inmune a lo que ya ocurrió en Estados Unidos. Donald J. Trump, antes de perder las elecciones de 2020, ya decía que serían un fraude si él no ganaba. Y cuando el poder institucional confirmó su derrota, movilizó a su base convencida de que le habían robado la victoria hasta el punto de llegar a una insurrección armada. Lo demás es historia: el asalto al Capitolio, el colapso simbólico del consenso democrático, y una nación donde decenas de millones siguen creyendo —sin pruebas— que su presidente legítimo fue expulsado por medios oscuros.

Lo que Aznar y Feijóo están haciendo no es una denuncia; es incitar a la sedición. No presentan datos. No citan informes. No ofrecen indicios concretos. Lo que hacen es más sibilino: insinúan. Siembran. Sugerir que el sistema es vulnerable no requiere demostrar nada. Basta con generar un clima de desconfianza. El mismo que Trump cultivó con paciencia. Es la misma táctica: si perdemos, será porque ellos han hecho trampas. No porque la mayoría no nos quiera.

En España, el sistema electoral tiene muchas capas de protección, aunque parece que pocos ciudadanos las conocen en detalle. Hay miembros de mesa seleccionados por sorteo entre los votantes, con vocales y presidentes que no representan a ningún partido. Hay interventores de todas las formaciones, presentes durante toda la jornada para garantizar la limpieza de la votación. Estos interventores están presentes incluso en el recuento, que es público. Se firman actas -los interventores de los partidos hacen las suyas-. Hay un escrutinio general días después que permite corregir errores. Cualquiera puede impugnar si hay algo raro. A efectos prácticos, organizar un fraude electoral sistémico requeriría una conspiración masiva con participación simultánea de ciudadanos al azar, funcionarios públicos, jueces y representantes de partidos. Es decir: un escenario de ciencia ficción.

Pero como la política-ficción del cabezologo de la FAES ha dejado de tener vergüenza, basta con repetir la posibilidad. Con decir: “algo no encaja”, “¿por qué tanto voto por correo?”, “¿no os parece raro?”. La estrategia es psicológica: no necesita demostrar nada, solo activar la duda. El mensaje no busca convencer a quien piensa. Busca anclar una emoción en quien ya está predispuesto a creer que su bando solo pierde si le hacen trampa.

El paralelismo con Trump no es una comparación exagerada, es una reproducción. Solo que aquí, de momento; ya veremos según se acerquen las elecciones- se hace con corbata y tono mesurado. Donde Trump gritaba, Feijóo plantea con voz pausada que “hay cosas que debemos revisar”. Donde el expresidente de EE. UU. inundaba Twitter de mentiras que clamaban al cielo, aquí se lanza la consigna en una entrevista o una rueda de prensa. El envoltorio cambia, pero el contenido es el mismo: si no ganamos, es porque el sistema no nos deja. Y si lo ganamos, entonces el sistema sí funciona.

Esta lógica, además, les es rentable. Primero, porque les exime de responsabilidad; si pierdes una elección y dices que te han hecho trampa, ya no tienes que explicar tu programa, ni tu campaña, ni tus decisiones. La culpa siempre está fuera. Segundo, porque cohesiona; las bases más movilizadas se alimentan del agravio. Creen estar luchando contra un enemigo invisible que controla las instituciones, los jueces, las televisiones y, por supuesto, los votos. Y tercero, porque debilita al adversario. El que gana, aunque lo haga limpiamente, queda manchado por la sospecha: “algo raro ha pasado”.

Este tipo de discurso no es inocuo. Erosiona los fundamentos del sistema democrático porque transforma la derrota electoral en una injusticia. Y cuando una parte de la sociedad ya no acepta que puede perder en las urnas, lo que está en juego deja de ser quién gobierna y pasa a ser si el sistema es aceptado o no por quienes pierden. Y si no lo aceptan, dejan de respetarlo.

En Estados Unidos, esa línea ya se cruzó. En España, aún estamos en fase de tanteo. Pero el terreno se prepara. A cada elección, una insinuación. A cada resultado adverso, una queja velada. A cada recuento, una sombra. No hay un asalto al Congreso, pero sí una pequeña demolición simbólica de las reglas compartidas. Y eso, a largo plazo, es igual de peligroso.

No es casual que quienes agitan estas sospechas hoy sean quienes no han logrado formar gobierno pese a haber sido primera fuerza. Es parte del guion del golpe. Si no me dejan gobernar, si los demás se alían contra mí, si las minorías deciden, si el Parlamento no refleja la calle, entonces el sistema está roto. En realidad, el sistema está diseñado precisamente para eso: para obligar a negociar, a pactar, a entender que la mayoría no es solo el que más votos saca, sino quien logra más apoyos en la Cámara. Pero ese detalle técnico es menos emocionante que la narrativa del poder robado.

Y así, paso a paso, naturalizan una visión paranoica de la democracia: todos están en su contra, el sistema está amañado, y solo ellos representan al pueblo real -¡España!-. Es la receta del populismo, aunque venga embotellada en frascos azules, con sonrisa contenida y corbata de Loewe. Y funciona, porque activa emociones primarias: el miedo, la indignación, la sensación de injusticia.

La pregunta, por tanto, no es si hubo fraude (no lo hubo), ni si el sistema tiene problemas (sí, pero no en el recuento). La pregunta es: ¿para qué se siembran estas dudas? ¿A quién le conviene que una parte de la sociedad crea que su voto no vale? ¿Quién gana cuando se deslegitima el árbitro? La respuesta es clara: quien no acepta las reglas si no gana con ellas.

No se trata de cerrar el debate sobre mejoras en el proceso electoral —toda democracia debe perfeccionarse—, sino de detectar cuándo ese debate se usa como pantalla para otra cosa: minar la confianza en el sistema cuando los resultados no son favorables. Porque cuando la confianza se pierde, ya no se trata de convencer con ideas, sino de imponer un relato. Y eso, en democracia, siempre acaba mal.

En resumen, Alberto, no me digas que nos pueden hacer trampas. Explícame cómo lo van a hacer. Ese día me tatuaré “pues vaya, tenían razón” en el glande -perdóneme ud. Sr. Minchin-.