Veinte años no es nada.

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Con la frente marchita
Las nieves del tiempo platearon mi sien
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Empecé a trabajar como abogado en el despacho de mi padre en 2002, cuando el fax todavía marcaba el ritmo de los despachos y el fijo sonaba como una alarma. Si alguien quería comunicarte algo, tenía que dejarlo por escrito en un papel térmico que amarilleaba en semanas y se borraba en meses. El procurador era la auténtica red social: aparecía con notificaciones en mano y te actualizaba la vida judicial a golpe de timbre. La comunicación era lenta, ceremoniosa y hasta un poco solemne, pero al menos ya no se hacía con carta y copia en papel carbón.

El día a día estaba lleno de rituales que hoy suenan arcaicos. Colas en los registros, sellos que dejaban las manos manchadas, llamadas para avisar de un escrito presentado a tiempo. No había urgencia digital, solo nervios de pasillo. Un escrito podía perderse en un cajón, pero nunca por culpa de un servidor caído.

Diez años después, en 2013, el fax ya era pieza de anticuario. Eso no significaba modernidad: LexNET aterrizó entre nosotros como un monstruo digital, diseñado para hacerte sudar en cada presentación de escritos. Las caídas del sistema eran épicas. Recibir un error de carga a las 23:58, con el plazo venciendo, era la forma de iniciación del abogado digital. Los clientes, tímidos aún, se atrevían a mandarte algún WhatsApp con disculpas, como si rompieran un protocolo ancestral. Y no faltaba el que, por costumbre, imprimía el PDF y lo reenviaba por fax.

Veinte años más tarde, en 2025, el pudor ha desaparecido. Los audios de madrugada son la nueva normalidad. El doble check azul funciona como compromiso profesional. Y el fijo del despacho solo lo usan las eléctricas para vender descuentos en su tarifa. Comunicar ya no es informar: es estar disponible las veinticuatro horas. El cliente te escribe como si fueras un contacto más de la agenda, entre el grupo de padres del colegio y el fontanero.

En lo jurídico, en 2002 se vivía en un ecosistema de papel. Los despachos y bibliotecas estaban llenas de tomos Aranzadi que pesaban más que la mochila de un opositor. Había que consultarlos como quien entra en una catedral: en silencio, con respeto y con un subrayador que dejaba el brazo dormido. Las bases de datos en DVD existían, pero eran lujo de grandes despachos. Diez años después, todo era “online”, pero en realidad significaba abrir bases lentas que arrojaban montañas de sentencias irrelevantes. Se imprimían igual y la mesa acababa tan llena de folios como siempre. El polvo ya no se te metía en los pulmones, solo en la impresora.

En 2025 basta con preguntarle a una máquina. Chat GTP devuelve jurisprudencia, doctrina y un borrador de demanda antes de que enfríe el café. El problema es que lo que no sabe, se lo inventa, con la misma seguridad que aquel compañero de pasillo que nunca había leído el tema pero sabía de todo. El riesgo no es que la máquina piense, sino que los abogados dejamos de hacerlo. La IA ya funciona como un pasante gratis, rápido y obediente, pero incapaz de distinguir lo importante de lo accesorio. Y muchos se conforman con copiar y pegar.

La gestión de expedientes ha sido otra tragicomedia. En 2002, cada cliente era una carpeta gorda, un archivador metálico y un sello de caucho. Había liturgia en la grapadora, respeto reverencial por el orden alfabético y un ruido metálico que marcaba el día a día. El despacho era un almacén de papeles. Diez años después, todo se duplicaba: se escaneaba cada folio para “modernizarse”, pero se guardaba en papel “por si acaso”. Nació el expediente Frankenstein: mitad PDF, mitad carpeta con gomas. La mesa estaba llena de pantallas y de archivadores, y la eficiencia brillaba por su ausencia.

En 2025, todo está en la nube. Todo cabe en un portátil y ya nadie recuerda dónde dejaba el tampón de tinta. Suena cómodo hasta que la conexión falla y descubres que dependes de un servidor lejano para encontrar la misma copia que antes aparecía en el archivador azul del pasillo. El expediente hoy es una ilusión: está en todas partes y en ninguna. El despacho sin papeles existe, pero no siempre el despacho con documentos accesibles.

Los clientes son los que más han cambiado. En 2002 entraban al despacho como si fuera una sacristía: silencio, respeto y reverencia hacia el abogado, que parecía tener respuestas absolutas. El cliente no discutía, escuchaba. En 2013 ya enviaban correos, proponían reuniones por Skype y pedían explicaciones sobre honorarios con cara de “me lo han contado en Internet”. El oráculo se resquebrajaba y la toga ya no imponía tanto.

En 2025 la solemnidad ha desaparecido del todo. El cliente llega con tres consultas de Google y un dictamen de la IA de turno. Exige presupuesto cerrado por WhatsApp y paga con Bizum mientras reenvía un meme de divorcios. La toga ya no impresiona: lo que impresiona es responder rápido, con emojis si hace falta, y tener el presupuesto en PDF antes de que acabe el día. La relación abogado-cliente se ha vuelto horizontal, y a veces directamente plana.

Veintidós años después, sorprende comprobar cómo todo ha cambiado para que lo esencial siga igual. Seguimos peleando con plazos imposibles, juzgados saturados y clientes angustiados. La diferencia es que ahora lo hacemos rodeados de pantallas, notificaciones y máquinas que dicen pensar por nosotros. La justicia llega igual de tarde, solo que ahora lo hace en PDF, con acuse digital y un fallo de servidor a medianoche.

¿Dónde estaremos dentro de diez años? ¿Será un robot el que atienda al cliente por videollamada mientras el abogado humano supervisa desde la sombra? ¿Se clonarán demandas como hamburguesas? ¿O volveremos al papel y a la carpeta con gomas, disfrazada de moda retro como los vinilos? No lo sé. Lo único seguro es que dentro de diez años seguiremos quejándonos de LexNET, aunque quizá ya no exista. Porque si algo permanece inmutable en esta profesión es la certeza de que la justicia siempre llega tarde: en papel, en PDF o en holograma.

Que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada
Errante en las sombras, te busca y te nombra

La cerveza robada

El gabinete de comunicación de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso nos quiere convencer de que Madrid es un vaso de caña con espuma. Que la identidad de la capital cabe en un vaso pequeño servido a toda prisa en una barra atestada. MAR Nos ha repetido hasta la saciedad que la “libertad” consiste en poder tomarte una cerveza en una terraza cuando quieras. Y así, con un eslogan vacío, reduce la historia, la cultura y la vida política de la ciudad a un ritual alcohólico privatizado. El bar como democracia, la caña como constitución y la espuma como himno.

Pero esa ficción castiza no es inocente. Es un relato construido desde unthink tank para sustituir lo colectivo por lo consumible. Madrid ya no es comunidad política ni proyecto ciudadano; es marketing líquido, servido helado y repetido como mantra. “Aquí sí puedes beber, aquí sí puedes salir”. Mientras tanto, sanidad pública desmantelada, vivienda imposible y educación recortada. No importa: nos dejan la barra de los bares abierta como sustituta de todos nuestros derechos.

Y entonces llega Molson Coors, multinacional cervecera, con su marca Madrí Excepcional. El círculo se cierra: el poder político fija el relato (“libertad es tomarte una caña”), el poder económico lo embotella y lo vende. La marca expropia la identidad madrileña con tipografía importada y marketing de verbena. Conviene subrayar que no se trata ni siquiera de un producto madrileño auténtico: es una cerveza diseñada expresamente para el mercado británico y extranjero, fabricada fuera de España y con un relato castizo prefabricado para exportación. Un producto fantasma, madrileño sólo en la etiqueta.

Y para colmo, lo hace robando. Gergö Sztuchlak, creador de la tipografía Grodna Typeface, ha denunciado que Molson Coors utiliza su fuente sin licencia para construir el logo de Madrí Excepcional. Es decir: una multinacional millonaria predicando autenticidad castiza con un material pirateado a un artista extranjero. El “orgullo madrileño” de esta cerveza es una máscara hecha de plagio.

Frente a este fraude, vale recordar que la estética y la cerveza han tenido otros encuentros más honestos. Yo, que siempre he sentido debilidad por el art nouveau y sus tipografías orgánicas, veo la paradoja con claridad. A finales del XIX y principios del XX, el art nouveau revolucionó la publicidad cervecera en Europa: Alphonse Mucha en París ilustraba carteles con mujeres estilizadas, guirnaldas florales, curvas envolventes y letras sinuosas. La cerveza se convertía así en promesa de refinamiento y modernidad, bebida que habitaba tanto en cafés burgueses como en bares populares decorados con vidrieras y hierro forjado.

La cerveza encontró entonces en el art nouveau su envase perfecto: carteles coloridos, tipografías curvas y un lenguaje visual que sugería sofisticación y pertenencia urbana. Aquellos anuncios proclamaban modernidad y cosmopolitismo; el logo actual de Madrí Excepcional, en cambio, vende una tradición sintética y prefabricada, un casticismo de catálogo, madrileñismo de cartón piedra.

Esa es la ironía: la verdadera modernidad cervecera se expresó en clave estética a través del art nouveau, reconocida como innovación y arte. Hoy, en cambio, una multinacional roba una fuente tipográfica para disfrazar de “auténtico” lo que no es más que una operación global de marketing.

Ese es el verdadero truco: un casticismo impostado que reduce Madrid a una caricatura exportable. Chulapos de postal, verbena y calveles de catálogo, tipografía robada y una caña sin raíces ni historia. Lo madrileño convertido en atrezzo para vender botellas en pubs británicos. No es identidad: es folklore empaquetado, un decorado vacío que se apropia de símbolos populares para revestir de autenticidad un producto que no la tiene.

Porque la caña nunca fue esencia de Madrid. Lo fue el conflicto político, las huelgas, las mareas ciudadanas, los barrios que defendían su espacio frente a la especulación. Madrid fue Tierno Galván y su crítica ácida, no Ayuso y su cañita. Madrid fue lucha obrera y creatividad popular, no eslóganes de terraza subvencionados por el lobby terracero.

El bar ya no es ágora, es negocio. La caña no es libertad, es mercancía. Y que se haya conseguido instalar la idea de que la identidad madrileña se reduce a beber de pie en un barra mugrosa o sentado en una terraza a 42º mientras recortan hospitales es la mayor victoria propagandística de quienes gobiernan contra nosotros.

El caso de Gergö es la metáfora perfecta: un individuo crea algo singular, con esfuerzo y talento; el poder económico se lo apropia sin permiso, lo convierte en logotipo y lo vende bajo un discurso falso de autenticidad. Lo mismo que hacen con Madrid. La ciudad es despojada de su memoria política, convertida en “marca”, pirateada para que encaje en un envase y exportada como folclore prefabricado.

Decir que Madrid es una caña es tan absurdo como decir que Madrí Excepcional es madrileña. No lo es: es el reflejo de una política que ha reducido la palabra libertad a la espuma en un vaso de tubo, y de una economía que roba a los creadores mientras se llena los bolsillos.

Cotizar o morir

En algún momento entre los faxes de papel térmico y el iPhone 16 Pro Max perdimos la guerra. Mientras nos entretenían con la ficción de que “el trabajo es la mejor política social”, empezó a cocerse la revolución que ahora nos ha explotado en la cara: inteligencia artificial, robots, algoritmos que aprenden más rápido que cualquier becario y que no cobran dietas, cadenas de montaje que parecen sacadas de una película de ciencia ficción y call centers que ya no atiende ni Dios, solo un chatbot con acento neutro y sonrisa digital. Y, como en toda buena historia de progreso, hay ganadores y perdedores. Los ganadores están claros: Amazon, que presume de enviar un paquete en menos de 24 horas gracias a almacenes robotizados donde un puñado de trabajadores humanos se dejan la espalda compitiendo con las máquinas; Telefónica, que externaliza y automatiza su atención al cliente mientras despide a miles de empleados con décadas de antigüedad; y el pelotón de startups de moda que reciben rondas millonarias para desarrollar software cuya principal virtud es hacer prescindible a un departamento entero. Los perdedores somos todos los demás: trabajadores reemplazados, sistemas públicos de pensiones que ven desaparecer sus cotizaciones, y Estados que, con la caja vacía, se atreven a recortar sanidad o educación mientras sonríen a los inversores en Davos. Incluso hay quien, como la Ilustrísima marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo, sugiere sin pestañear que quizá debamos “sacrificar festivos, vacaciones y (estado de) bienestar” en nombre de causas superiores. Como si la solución al vaciado de la Seguridad Social por la automatización fuera que el trabajador renuncie a su descanso, en vez de que el empresario comparta un poco de la plusvalía que sus máquinas producen. Es el asqueroso truco de girar la cámara: señalar el supuesto exceso de derechos laborales mientras los beneficios empresariales engordan sin tocar un céntimo de su contribución real al sistema. Si de verdad queremos defender la democracia y la libertad, lo primero es garantizar que la productividad que generan las herramientas tecnológicas también se traduce en recursos para sostener el Estado social, no en más jornadas interminables para quienes aún tienen empleo.

La tecnología aumenta la productividad -lo viene haciendo desde que Joseph Marie Jacquard fabricase el primer telar mecánico-, los beneficios se concentran en manos del accionista, las cotizaciones no crecen porque el empleo humano mengua o se precariza, y lo que ganan ellos lo pierde la caja común. Marx lo explicó sin conocer Silicon Valley: la plusvalía es el valor que produce el trabajador y que no se le paga. Solo que ahora, con la robotización, la extracción de plusvalía es exponencial. Antes había que exprimir al obrero con más horas o más intensidad; ahora basta con sustituirlo por un software. Y la máquina, para colmo, no pide vacaciones ni tiene hijos que mantener. El único “salario” que recibe es electricidad barata y una licencia de uso.

Permitidme un ejemplo que -para mi lo explica bien: Un pequeño despacho de abogados. En los años 70, un bufete de tres o cuatro letrados solía tener un auténtico ejército de apoyo: dos mecanógrafas o secretarias para escribir demandas a máquina, una telefonista para atender llamadas, un ordenanza que iba y venía del juzgado cargado de carpetas y un contable que llevaba facturas y nóminas. Siete, ocho, incluso diez personas en nómina, todas cotizando. Sin esa estructura humana, el abogado no podía producir. Hoy ese mismo despacho tiene los mismos tres o cuatro letrados… y un administrativo a tiempo parcial que hace de secretaria, contable y mensajero, apoyado en Word, Excel, un software de gestión en la nube, LexNET y, cada vez más, inteligencia artificial que redacta borradores y revisa contratos. El resultado: la misma o mayor facturación que en los 70, mucha más productividad por persona… y menos de la mitad de cotizantes. Lo que antes iba a la Seguridad Social vía nóminas ahora se queda en la cuenta del socio, porque las herramientas no cotizan.

Y no es un caso aislado. En la banca, donde antes había oficinas en cada barrio con varias personas en ventanilla, ahora se empuja a los clientes a operar con una app o un cajero inteligente. El banco ahorra millones en salarios y cotizaciones, pero no aporta un euro extra a la Seguridad Social por los miles de operaciones que procesa un algoritmo en lugar de un cajero. En las grandes superficies, las cajas de autopago sustituyen a cajeras que antes tenían nómina y vacaciones; el supermercado se embolsa el ahorro y, otra vez, el sistema público pierde ingresos. En el transporte, empresas como Uber o Cabify usan software de asignación automática de viajes que antes habría requerido un centro de llamadas; la plantilla desaparece, la app no cotiza y los beneficios suben.

Mientras tanto, el trabajador que queda se convierte en un apéndice de la máquina, su productividad medida en euros por hora se dispara, pero su sueldo sigue igual o, con suerte, sube lo que marque el IPC (si sube). La diferencia no va a un fondo solidario, sino a recompras de acciones de Microsoft, bonus de directivos, o dividendos que acaban en un paraíso fiscal como reserva societaria. Y el sistema público, que se financia sobre la ficción de que todos trabajamos y cotizamos, se queda con un agujero cada vez más grande.

En un sistema de reparto como el español, las cotizaciones presentes pagan las prestaciones actuales. Si los empleos desaparecen o se convierten en “colaboraciones” de 300 euros al mes para Glovo, la base de ingresos se hunde. Menos cotizantes, menos ingresos; y, a la vez, más gasto porque los expulsados por la tecnología acaban dependiendo de subsidios o rentas mínimas. La paradoja es grotesca: producimos más riqueza que nunca, con menos esfuerzo humano, y el discurso oficial sigue siendo que “no hay dinero” para sostener la red de protección social.

Cuando se plantea una cotización digital —que las empresas paguen a la Seguridad Social por el trabajo que hacen sus máquinas—, la respuesta de la patronal es de manual: que ya pagan impuestos. No dicen que esos impuestos son cada vez más fáciles de esquivar con ingeniería fiscal, y que el sistema de cotizaciones actual está pensado para un mundo con trabajo humano masivo. El resultado de su silencio es claro: los beneficios de la automatización se privatizan y las pérdidas se socializan.

La mecánica sería tan sencilla como molesta para el lobby: identificas la herramienta que sustituye trabajo humano (un robot en una nave de SEUR, un algoritmo que hace el trabajo de diez analistas en BBVA), calculas cuánto ahorro de salarios y cotizaciones supone y aplicas un porcentaje que va directo a la Seguridad Social. Como con las emisiones de CO₂: si contaminas, pagas; si despides a la mitad porque una máquina lo hace más rápido, también pagas.

Y no estamos solos en la idea. Corea del Sur lleva años discutiendo un impuesto a los robots. El Parlamento Europeo debatió en 2017 la figura de una “personalidad electrónica” para que ciertos sistemas paguen impuestos. Incluso Bill Gates —que no es precisamente un sindicalista— sugirió que, si un robot reemplaza a un trabajador, debería pagar lo mismo que ese trabajador cotizaba. No se trata de frenar el progreso, sino de que el progreso siga sosteniendo el contrato social en vez de vaciarlo.

Las excusas son tan previsibles como inanes. Que esto frenará la innovación, dicen, como si pagar impuestos hubiera detenido la fiebre del oro de la inteligencia artificial. Que es difícil medir el impacto, como si no lleváramos décadas calculando huellas de carbono o cánones por copia privada. Que ya invierten en formación, dicen los mismos que recortan plantillas y ofrecen “reciclaje” de dos tardes en un aula virtual.

Aquí la discusión de fondo no es técnica, sino moral. ¿Quién debe beneficiarse del incremento de productividad que trae la tecnología? Si la respuesta es “solo el accionista”, entonces asumimos un feudalismo digital en el que la mayoría sobrevive a expensas de una élite propietaria de máquinas y algoritmos. Si entendemos que esa productividad es hija de siglos de conocimiento colectivo, de universidades públicas, de infraestructuras pagadas entre todos y de marcos legales que garantizan mercados estables, entonces la conclusión es obvia: parte de esa ganancia debe volver a la sociedad que la hizo posible.

El encaje jurídico es viable: bastaría reformar la Ley General de la Seguridad Social para reconocer como hecho imponible la “actividad económica automatizada sustitutiva de empleo humano”, con una base de cotización calculada sobre el ahorro de costes laborales y la productividad incremental atribuible a la automatización. Y sí, que se coordine a nivel europeo, para que Amazon, Google o Iberdrola no se muden de repente a Malta, Bahamas o a Delaware.

No hacerlo tendrá consecuencias catastróficas. Un sistema de Seguridad Social sin ingresos suficientes acaba reduciendo prestaciones, endureciendo requisitos y desplazando a millones de personas hacia seguros privados, rompiendo la lógica de solidaridad que lo sustenta. Un mercado laboral en el que las máquinas trabajan gratis para el empresario pero no para el conjunto de la sociedad es un mercado condenado a producir desigualdad extrema. Y un Estado que mira hacia otro lado mientras se vacía su principal instrumento de cohesión social es un Estado que abdica de su función.

La revolución tecnológica no es un fenómeno meteorológico inevitable; es un proceso político y económico. Si lo dejamos en manos de quienes ya están ganando, la concentración de riqueza será obscena y el Estado social se convertirá en un souvenir del siglo XX. Las cotizaciones digitales no son un impuesto más: son el cinturón de seguridad de un contrato social que, sin ellas, se estrellará contra el muro de la desigualdad.

Las víctimas imperfectas.

Trabajé quince años en el Turno de Oficio, metido hasta los codos en casos de violencia de género; prácticamente desde la creación del turno especial en Madrid, y saqué una cosa en claro: las personas no somos seres de luz. Ni los hombres, ni las mujeres. Ni las víctimas, ni los verdugos. Ni yo, que escribo esto, ni tú, que me lees.

Durante aquellos años, defendí a muchas mujeres con miedo real. Un miedo que se palpaba, cuando te entrevistabas con ellas en despachos sin ventanas de comisarías y de pisos seguros; mientras te explicaban con voz hueca cómo habían aprendido a caminar sin hacer ruido en su propia casa. Mujeres con huesos rotos, autoestima hecha polvo, metidas en un procedimiento que a veces no habían pedido y que, demasiadas veces, llegaba tarde.

También defendí a muchos hombres en el turno general. Algunos eran exactamente como los imagináis, daban miedo, y yo estaba convencido de que no merecían salir a la calle ni un minuto más. Pero otros no. Algunos eran simplemente idiotas, torpes, incapaces de gestionar una ruptura o una discusión sin violentarse. Mucho consumo de sustancias. Y sí, también vi algunos casos en los que la denuncia era falsa. O interesada. O una herramienta más en una guerra por la custodia, el dinero o la vivienda. Humanidad cruda en todo su esplendor.

Hace cinco años que no estoy en el turno. Pero lo que aprendí allí me acompaña en mi día a día, porque gracias al derecho penal aprendí que el problema no es solo el delito, ni siquiera la víctima o el acusado. El problema es el relato. Esa necesidad de reducir todo a blanco o negro, a buenos y malos, a víctimas perfectas y monstruos sin matices, cuando la realidad es mucho más compleja de lo que jamás podamos plasmar en un atestado policial o en un informe pericial psicosocial.

Sí: hay denuncias falsas. Existen. Son mínimas, pero existen. Decirlo no niega la realidad abrumadora de las violencias machistas. Lo que niega la realidad es fingir que el sistema es infalible o que no hay quien se aprovecha de él. Lo que niega la realidad es cerrar los ojos a lo incómodo para que nadie se incomode.

Los medios de protección que existen son necesarios —imprescindibles; ahí están las cifras—. Hemos pasado de 70 asesinatos machistas anuales a “solo” 50. Poco a poco. Pero no podemos permitir que esas medidas de protección se gestionen desde el miedo a cuestionar nada, ni desde la comodidad de repetir mantras como si fueran leyes naturales. Porque esto no es una religión. Y en derecho, el dogma mata el pensamiento.

Lo que sí me ha dejado este recorrido —y de esto hablo poco, pero lo pienso a menudo— es un cierto escepticismo. No cinismo ni indiferencia. Un filtro que se activa cada vez que abro el periódico y leo una noticia sobre violencia de género. Especialmente cuando viene ya cocinada con todos los ingredientes para generar indignación instantánea: Hay que vender papeles, hay que levantar audiencias. Entonces, antes de opinar, antes de compartir, me acuerdo de las veces que lo que parecía obvio se desmontó con el tiempo. De cómo los detalles importan. De cómo, a veces, la historia que se cuenta no es la que ocurrió.

Ese escepticismo no me hace negar la violencia machista. Me hace desconfiar de los relatos cerrados, de los linchamientos exprés, de la verdad servida en bandeja de tuit. Me hace pensar que lo más peligroso para cualquier sistema de justicia no es el error, sino la fe ciega.

También me hace mirar con cierta tristeza cómo se ha ido perdiendo la complejidad en el discurso público. Todo tiene que ser rotundo, urgente, inequívoco. Y, sin embargo, la experiencia profesional —al menos la mía— me ha enseñado que en los juzgados casi nunca hay certezas totales. Hay matices, hay contextos, hay historias mal contadas, declaraciones contradictorias, silencios incómodos. Hay personas.

Muchas veces he salido del juzgado con una sensación de victoria que se parecía demasiado al vacío. Porque sabías que habías hecho tu trabajo, que habías ganado el recurso o conseguido la orden de alejamiento o de protección, pero también que aquello no resolvía nada de fondo. Porque esa chica iba a volver a casa con miedo. O porque ese hombre se iba con una condena que, sí, merecida, pero sin haber entendido nada.

Cada vez tengo más claro que si queremos que el sistema funcione, necesitamos algo más que leyes y protocolos. Necesitamos una mirada crítica, compleja, incómoda. Una que entienda que hay víctimas imperfectas, agresores que también lloran, y mentiras que hacen daño a las verdaderas. También necesitamos asumir que la verdad no se encuentra en el primer tuit que llama a un linchamiento, ni en la declaración más impactante. Que la justicia no es automática ni viral. Que hacer justicia es, a menudo, incómodo. Y que defenderla implica mojarse. Decir cosas que no siempre gustan. Y pensar antes de señalar.

No, no somos seres de luz. Por eso necesitamos justicia. Pero justicia de verdad, no liturgia. Y para eso, hace falta gente que sepa mancharse las manos. Gente que haya estado allí. Y que, aunque ya no esté, no olvide lo que vio.

Lo que esconden las togas.

Ya sabéis que no me gustan los jueces. No por deporte —aunque a veces parece que también—, sino por experiencia. Cuando eres un martillo, todos los problemas te parecen clavos, y los jueces llevan siglos repartiéndose el taller como si fuera suyo. Pero ni siquiera eso sería tan grave si, al menos, lo hicieran entre todos. Y no, no me refiero a todos como ciudadanos. Me refiero a todos como varones. Porque lo del Tribunal Supremo no es falta de perspectiva. Es machismo estructural, puro y duro, sostenido por siglos de cortesía patriarcal y tradición jurisdiccional.

María Isabel Perelló es la primera mujer en presidir el Supremo. Lo digo rápido para que no se note que han pasado más de 200 años desde que se fundó la institución. Presidenta desde 2024. Primera. En pleno siglo XXI. Más que un dato, es una confesión: no cuela, pero agradecemos el esfuerzo. El problema no es Perelló, que ha llegado donde otros no quisieron dejarla llegar antes. El problema es que el resto sigue intacto. El techo de cristal no se ha roto: le han hecho una trampilla para que pase una, mientras las demás siguen mirando desde abajo.

Actualmente, en el Tribunal Supremo hay 81 cargos togados: la presidenta, un vicepresidente, cinco presidentes de Sala y 74 magistrados. De esos, solo 10 son mujeres: Un glorioso 12,34 %, en un país donde más del 57 % de la carrera judicial está compuesta por mujeres. Lo llaman meritocracia, pero es más bien una meritoparálisis. El talento femenino llega, pero nunca sube. Se queda atascado entre la toga y el techo de mármol. O de cristal. O de lo que sea que no se ve pero que no se rompe.

Este año se han incorporado tres nuevas magistradas. Muy bien. Ya no somos diez, ahora somos trece. Perdón, ellos son sesenta y ocho y ellas trece. Igual es que soy malo con los porcentajes. O igual es que el CGPJ es bueno con las excusas. Porque mientras se llenan la boca con “igualdad”, los de siempre siguen colocando a los mismos de siempre en los sitios de siempre. Las presidencias de Sala, por ejemplo: cuatro de cinco siguen en manos masculinas. La única mujer, María Luisa Segoviano, está en lo Social. Ya sabéis: los temas de cuidar, los temas de parir, los temas que ellos dejan para ellas.

Y luego está lo de las candidatas que se retiran “por responsabilidad”. Ana Ferrer, Pilar Teso. Dos magistradas con currículo de sobra, que se bajan del tren para no generar “tensiones”. Qué curioso que la tensión siempre estalle cuando una mujer opta a un cargo de poder. Qué curioso que el consenso siempre suene con voz de varón.

Porque, seamos honestos: esto no es una anomalía. Es un sistema. España es machista, su judicatura también, y su Tribunal Supremo no iba a ser la excepción que rompiera la regla. Aquí la igualdad es algo que se celebra en discursos, no en nombramientos. Se elogia en informes, pero se desactiva en los pasillos. Las redes que de verdad deciden siguen funcionando a base de cafés, silencios y códigos que saben quién entra y quién no. Spoiler: ellas, pocas – y por supuesto, de la cuerda, pero ese es otro tema para otro post-.

Así que sí, tenemos presidenta. Y no, no es suficiente. Porque no basta con una mujer arriba si el resto del edificio sigue blindado a cal y testículo. Lo que hay no es solo una falta de paridad. Es una estructura que premia lo masculino, castiga lo que incomoda y cronifica la desigualdad. Y por más nombres femeninos que incorporen con cuentagotas, el problema no es la velocidad del cambio: es que no quieren cambiar.

Podrán decir que soy un martillo, pero al menos tengo claro quiénes son los clavos.

La verdad según ellos

Siempre digo que mantengo un sano desprecio por la autoridad. No por rebeldía estética ni por impulso adolescente, sino porque he aprendido —leyendo, escuchando y participando en juicios— que la policía miente. No todas las veces, pero las suficientes como para que la excepción haya dejado de ser tranquilizadora. Miente en los atestados, miente en el estrado, miente en ruedas de prensa. Y lo más grave no es la mentira en sí, sino que el sistema esté diseñado para creer esa mentira. Por eso desconfío. No de la ley, sino de quienes tienen que aplicarla.

Los policías mienten. No sólo mienten en el estrado para asegurarse una condena, porque al final del día, ellos tienen Presunción de veracidad; ese principio jurídico por el cual se considera cierto, salvo prueba en contrario, lo que afirman los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Y por si acaso salváramos la prueba, a veces las fabrican. Y lo hacen, no porque el sistema esté roto, sino porque esa posibilidad —la de alterar, ocultar o inventar— forma parte del margen operativo del poder. A veces es un atajo. Otras, una venganza. O una estrategia. A veces, incluso, una convicción moral. Pero detrás de cada caso donde la verdad se manipula, hay algo más que un “exceso puntual”: hay una lógica institucional que lo permite, lo cubre o lo premia.

Las motivaciones varían. Hay agentes que fabrican pruebas para proteger intereses personales o de terceros. Casos de policías que plantan drogas o armas por encargo de confidentes, exparejas o amigos. Montajes para saldar cuentas privadas a través de la autoridad. La policía no actúa como sujeto aislado: es, muchas veces, herramienta para conflictos ajenos, con acceso privilegiado a la maquinaria legal. Basta un informe bien redactado para que un ciudadano pase de testigo a culpable. Basta una prueba colocada para que la justicia se deslice sin fricción.

Otras veces, el montaje responde al “efecto cazador”: cuando los cuerpos de seguridad están convencidos de que alguien es culpable, pero no tienen pruebas suficientes. Entonces se empuja el relato. Se fuerza una declaración. Se oculta lo que no encaja. Se reescribe el atestado. Todo con una justificación implícita: mejor un culpable fabricado que un culpable libre. El resultado no siempre es el error judicial. A menudo es el éxito policial. Y ese éxito se celebra, se premia, se sube a ruedas de prensa. A nadie le interesa preguntar cómo se consiguió.

Y luego está la dimensión política. El uso de la policía como actor de orden ideológico. Aquí no se busca justicia, sino escarmiento. La fabricación de pruebas opera como castigo preventivo: contra manifestantes, militantes, periodistas o figuras incómodas. Se detiene primero, se justifica después. Se busca un titular que calme al poder o desvíe la atención pública. La verdad deja de importar cuando el delito cumple una función simbólica. Es la policía como lenguaje, no como servicio.

Lo más delicado, como decía, no es que haya policías que mientan, sino que el sistema esté diseñado para creerlos siempre. Los informes policiales gozan de presunción de veracidad. Un agente no necesita pruebas irrefutables: le basta con redactar un relato coherente. Si un ciudadano lo contradice, será este quien deba demostrar su inocencia. La carga de la prueba se invierte sin declararlo. Y cuando la mentira se descubre, rara vez hay consecuencias proporcionales. El sistema tolera mejor una prueba falsa que una desobediencia jerárquica.

La fabricación de pruebas no es una patología ocasional. Es un recurso operativo. Puede deberse al abuso, al celo o al encargo, pero en todos los casos se apoya en lo mismo: una relación desigual entre quien tiene la potestad de escribir lo ocurrido y quien solo puede negarlo.

La pregunta no es si ocurre. Ocurre. Y en ese momento -en el estrado y mientras le interrogas-, se te queda cara de gilipollas, porque sabes que el policía está mintiéndole a la cara al juez. La pregunta es cuántas veces pasa sin que nadie lo sepa. Y por qué seguimos llamando justicia a lo que muchas veces es solo una narrativa institucional, incuestionable.

Montoro & Secuaces, asesoramiento SL.

En España, muchas leyes ya no se escriben en el Congreso. Ni siquiera en los ministerios. Se redactan en despachos privados con suelo técnico, café de máquina superautomática y tarificación por hora. Las grandes consultoras globales —Deloitte, PwC, EY y KPMG, conocidas como las Big Four— hace tiempo que dejaron de ser solo auditoras: ahora también son arquitectas del marco legal. Diseñan normativas, redactan borradores de ley y marcan la agenda de reforma con una naturalidad que ya no escandaliza a nadie.

Estas empresas, participadas de los fondos más poderosos del mundo, han conquistado el espacio que antes ocupaban los técnicos del Estado. Porque saben más, cobran mucho mejor y, sobre todo, ofrecen algo irresistible: soluciones empaquetadas. No necesitan influir a escondidas; trabajan con el membrete del ministerio. Hacienda les pide propuestas fiscales, Trabajo les consulta cambios regulatorios, Economía les encarga análisis de impacto. La misma firma que audita una empresa diseña la legislación que esa empresa tendrá que cumplir. Todo legal. Todo impecable. Todo alarmante.

En un caso reciente, el Ministerio de Hacienda contrató a PwC para asesorar en la reforma del sistema de módulos del IRPF. La misma firma asesora a grandes empresas del transporte y la distribución, sectores directamente afectados por ese cambio. Otro: EY participó en el diseño del marco regulatorio que permite a empresas de tecnología financiera operar en condiciones de excepción legal. Varias de esas fintech eran, a su vez, clientes suyos. Conflicto de intereses, sí. Consecuencias, ninguna.

Pero el caso más grave —y no solo simbólicamente— es el de Cristóbal Montoro. Exministro de Hacienda, fundador del despacho Equipo Económico —antes “Montoro y Asociados”—, no solo aprovechó su red de contactos e información institucional: su firma cobraba directamente de empresas que buscaban modificar normas fiscales en su beneficio. En varios casos, el despacho redactaba propuestas normativas que luego eran trasladadas —por cauces informales pero eficaces— a los órganos encargados de legislar. Es decir, se pagaba por obtener regulación a medida. No estamos ante simple influencia: estamos ante una estructura que vendía legislación favorable desde dentro del sistema.

Pero lo más relevante es cómo funcionaba esa estructura. Equipo Económico no era solo una oficina de asesoría fiscal. Era una plataforma poblada de exfuncionarios y altos cargos de Hacienda y Economía: técnicos, inspectores y exdirectores generales con experiencia directa en el funcionamiento interno del Estado. Entre ellos, destacan Ricardo Martínez Rico, exsecretario de Estado de Presupuestos; Francisco Piedras, exasesor de Hacienda; o José María Romero de Tejada, vinculado al Instituto de Estudios Fiscales. Muchos venían de la administración, otros volverían después. Algunos mantenían contacto directo con cargos en activo. El resultado era un circuito cerrado: del Gobierno al despacho, y del despacho a la norma.

No se trataba de “influencia legítima”. Era una puerta giratoria industrializada. La firma ofrecía a sus clientes no solo conocimientos técnicos, sino acceso directo a quienes podían ajustar la legislación a medida. En la práctica, el despacho actuaba como una agencia privada de ingeniería legal con terminales en el BOE. Y lo hacía mientras Montoro era ministro. No es que conociera el sistema: era el sistema.

La normativa fiscal ya no se diseña pensando en la redistribución o la equidad, sino en las prioridades de los clientes de quien redacta el primer borrador. No es que las empresas presionen al Estado. Es que lo contratan.

Esta forma de operar no es una excepción española, pero aquí se ha normalizado con una pasividad preocupante. El acceso a la legislación ya no depende del interés público, sino del presupuesto. Las grandes firmas privadas actúan como intermediarias estables entre el poder económico y el legislativo. Redactan, filtran, negocian. Lo hacen sin necesidad de esconderse, porque lo hacen desde dentro. Con membrete, con contrato, con justificación técnica. Y lo llaman Lobby porque llamarlo soborno les daba vergüenza.

Mientras tanto, el ciudadano vota, pero no decide. La letra pequeña de las normas ya está escrita cuando el diputado pulsa el botón. Las grandes empresas no necesitan sobornar a nadie. Les basta con contratar a quien redacta la ley. Como en el caso Montoro, lo importante ya no es corromper el sistema, sino integrarse en él. Con factura, con corbata, en un reservado del Ten con Ten y sin escándalo.

Nos han vendido que esto es profesionalización. Que regular el lobby, como sugieren los medios de comunicación – controlados por los mismos fondos que son los dueños de las auditoras- crear registros y aplicar códigos de conducta es suficiente. Pero no estamos ante un problema de transparencia, sino de soberanía. Cuando las normas se escriben fuera del espacio público, el problema no es quién las firma, sino quién las dicta.

Vivimos en un Estado de derecho cuyo marco legal empieza a ser redactado por el mercado. Las Big Four no están al margen del poder: son parte estructural de su funcionamiento. No porque lo hayan robado, sino porque nadie se lo ha impedido. Y cada vez que eso ocurre, la democracia no muere de un golpe. Solo se diluye, despacio, en un documento Word de 98 páginas, enviado por SharePoint cifrado, a nombre del asistente del subsecretario de estado correspondiente.

La misma violencia de todos los veranos

Reconozco que las noticias de los altercados en Torre Pacheco me han conmovido más de lo habitual. Tal vez por la vinculación familiar con aquel pueblo del Mar Menor, en el campo de Cartagena —aunque apenas lo pisé un par de veces, de niño—, o tal vez porque esas manadas que linchan magrebíes cuando sube el calor ya no me sorprenden, pero siguen doliendo.

Torre Pacheco vive ya su tercera noche de violencia callejera tras la agresión, aún no esclarecida, de un vecino de 68 años, presuntamente a manos de jóvenes de origen magrebí. La situación se agrava con rapidez: circulan bulos en redes sociales, grupos de ultraderecha llegan desde fuera del municipio, se producen persecuciones de inmigrantes, ataques a viviendas y coches, y mensajes de odio convocan una auténtica “cacería”. La Guardia Civil despliega unidades especiales (USECIC y GRS), hay varias detenciones, menores agredidos y un clima de miedo extendido en toda la comunidad migrante. Las instituciones intentan contener la situación, pero el odio ya ha prendido.

España, presume de ser una democracia consolidada, moderna, y respetuosa con los derechos humanos, pero no hay más que rascar un poco debajo de ese barniz de civilización para ver la violencia racial y política que los gitanos llevan siglos soportando. Estos verdaderos pogromos no son una reliquia medieval ni un concepto ajeno. Existen aquí y ahora. Lo que cambia es el lenguaje con el que se describen. Se habla de disturbios, altercados vecinales o conflictos comunitarios. Pero cuando una multitud incendia viviendas, persigue familias y obliga a una comunidad a huir por su origen étnico, eso no es otra cosa que un pogromo.

Aunque el término se asocia comúnmente con los ataques antisemitas en Europa del Este, su definición más amplia —violencia colectiva, impulsada por odio racial o étnico, con escasa o nula intervención estatal— se aplica perfectamente a una serie de episodios ocurridos en España desde siempre, particularmente en los últimos años contra dos grupos: gitanos e inmigrantes marroquíes. Ambos colectivos comparten una historia de estigmatización, marginación y criminalización. En sus casos, el racismo no es solo social o simbólico: se convierte en acción física, en castigo colectivo, en expulsión.

Uno de los casos más antiguos y violentos que recuerdo fue el de Montcada i Reixac (Barcelona) en 1991. Tras una pelea en la que murió un joven payo, vecinos del barrio incendiaron más de veinte casas de familias gitanas. Las víctimas huyeron, algunas con lo puesto. No hubo muertos y las autoridades minimizaron el incidente como una “respuesta descontrolada de la población”, y nadie fue condenado. Fue un patrón que se repetiría. En 2005, en Martos (Jaén), otra pelea desencadenó un ataque masivo contra casas gitanas, con escenas que recuerdan más a los pogromos de la Rusia zarista que a una democracia del siglo XXI. En 2015, en Peal de Becerro, también en Jaén, cinco viviendas fueron incendiadas tras una discusión entre familias. En 2017, Castellar volvió a vivir una escena similar. En todos estos casos, las familias gitanas afectadas fueron expulsadas de facto, sin que el las autoridades las protegieran ni les ofreciera garantías para regresar.

A este tipo de violencia no se le da un nombre. No se reconoce oficialmente como pogromo ni se investiga como crimen de odio colectivo. En los medios se suele hablar de “justicia vecinal” o “tensión social”. Pero cuando varias decenas o cientos de personas atacan casas de una minoría por su origen étnico, la lógica que opera es la misma que en cualquier pogromo clásico: odio racial, venganza simbólica, y una complicidad estructural, aunque sea pasiva, por parte de las instituciones.

El caso más evidente y brutal de esta lógica aplicada a los inmigrantes magrebíes fue el de El Ejido, en Almería, en febrero del año 2000. Tras el asesinato de una mujer por un inmigrante marroquí con problemas mentales, estalló una auténtica cacería. Durante tres días, miles de personas tomaron las calles, quemaron chabolas, saquearon comercios, agredieron a inmigrantes al azar. No se trató de un estallido espontáneo, sino de una oleada organizada, sostenida y públicamente apoyada por sectores de la población local. Hubo más de 60 heridos, cientos de desplazados y una comunidad entera aterrorizada. Las fuerzas de seguridad se mantuvieron al margen durante buena parte del episodio, y cuando intervinieron, fue tarde y con tibieza. Ninguno de los agresores fue condenado por delitos de odio. En su lugar, se reforzaron los controles sobre los inmigrantes.

El Ejido no fue un caso aislado, sino un punto de inflexión. Marcó el inicio de una forma de racismo visible, socialmente legitimado, que se reproduce cada vez que la opinión pública asocia la delincuencia, la inseguridad o la pobreza con el inmigrante magrebí o subsahariano. En 2021, en Níjar (también en Almería), las chabolas de decenas de trabajadores marroquíes fueron incendiadas tras el asesinato de un agricultor. No importó que el presunto autor del crimen ya estuviera detenido. La comunidad fue castigada como un todo, al margen de cualquier legalidad. Los afectados se quedaron sin casa y sin recursos. La respuesta institucional fue, como siempre, tardía e insuficiente.

Algo similar ocurrió en Terrassa en 2006, y en Lleida en 2019, donde grupos de vecinos atacaron a temporeros o comerciantes marroquíes en contextos de tensión local. En muchos pueblos agrícolas, los marroquíes son esenciales para el trabajo del campo, pero eso no evita que sean tratados como cuerpos prescindibles. Su presencia solo es tolerada en tanto sirvan. Si hay un conflicto, cualquier chispa puede encender el racismo latente que recorre las relaciones sociales.

El elemento común en todos estos pogromos contemporáneos es su impunidad. No hay consecuencias penales proporcionales, ni una narrativa pública que nombre el fenómeno por lo que es. En lugar de eso, los discursos institucionales lo presentan como un problema de convivencia o un “choque cultural”. Se eluden las palabras “racismo”, “odio étnico”, “violencia estructural”. La consecuencia es una doble invisibilización: la de las víctimas y la del sistema que permite que estos ataques se repitan.

Otro rasgo preocupante es el papel que juegan los medios de comunicación. Con frecuencia, la cobertura reproduce el marco de la mayoría agresora: justifica el ataque como reacción a un “delito” cometido por un miembro del grupo agredido, aunque no haya prueba alguna. El caso concreto se convierte en excusa para criminalizar a todo el colectivo. Este tratamiento alimenta el ciclo de estigmatización y miedo, y allana el terreno para futuras violencias.

Tampoco ayuda el discurso político. En los últimos años, VOX ha blanqueado abiertamente el racismo contra gitanos, magrebíes y otros inmigrantes. Se les retrata como parásitos del sistema, como amenazas culturales o como responsables del crimen organizado. Este discurso no solo legitima el odio, sino que activa emocionalmente a sectores de la población dispuestos a traducirlo en violencia directa.

El Estado tiene mecanismos legales para combatir estos ataques: la ley de delitos de odio, los tratados internacionales sobre derechos humanos, el código penal. Pero en la práctica, estos mecanismos rara vez se activan cuando las víctimas son gitanos o inmigrantes marroquíes. No es solo una cuestión de leyes, sino de voluntad política. Mientras la sociedad no reconozca que estos ataques son pogromos —no simples altercados, no “disturbios espontáneos”—, no habrá forma de erradicarlos.

Lo que está ocurriendo en Torre Pacheco no es un estallido aislado ni una reacción espontánea: es el resultado directo de años de discurso institucional que ha convertido la xenofobia en estrategia política. VOX lleva tiempo criminalizando a los inmigrantes magrebíes con total impunidad, y el Partido Popular —con su silencio, sus guiños y sus marcos discursivos— no ha hecho más que normalizar ese veneno. Cuando desde tribunas públicas se insiste en que los inmigrantes “colapsan los servicios”, “ponen en riesgo la seguridad” o “rechazan integrarse”, no se está describiendo un problema: se está señalando un enemigo. Y cuando se señala un enemigo, no tarda en aparecer quien se cree con derecho a castigarle. Esa cadena, desde la palabra al fuego, no es abstracta ni retórica: es literal. Y quienes la alimentan desde el poder no son ajenos al pogromo. Son parte de él.

Hablar de pogromos en España no es exagerar. Es poner nombre a una forma de violencia que ha existido históricamente y que sigue reproduciéndose bajo nuevas formas. Las víctimas no solo pierden sus casas o su seguridad: pierden el derecho a existir como iguales en el espacio público. Son expulsadas no por lo que han hecho, sino por lo que representan. Y eso, en cualquier lugar del mundo, se llama racismo.

¡Un brindis por Hojalata!

El episodio 3 de la primera temporada de Creature Commandos presenta un conflicto especialmente interesante desde la óptica del derecho penal y la filosofía moral —por lo menos para los frikis con tiempo y formación legal—: el juicio y condena de G.I. Robot, una máquina de combate programada por el ejército estadounidense para “matar nazis”. En este episodio, después de que “hojalata” fuera reactivado tras varias décadas fuera de servicio, mata a 32 miembros de una organización nazi, incluido su dueño. El autómata es arrestado, y en el juicio el fiscal sostiene que G.I. Robot “se ajusta a la definición de un hombre que da el Estado”, y logra que el tribunal lo condene por homicidio en segundo grado. Pero esta resolución, aunque eficaz como recurso narrativo, es un error jurídico de base y una gran oportunidad perdida para explorar lo que realmente debería haberse juzgado.

Para entender la gravedad de esta decisión, hay que tener claro que G.I. Robot no es una persona en sentido moral. Puede tener apariencia humana, autonomía funcional y hasta capacidad para evaluar escenarios tácticos, pero todo esto ocurre dentro del marco de una programación realizada por humanos. Aunque lo parezca, no posee conciencia, no tiene voluntad propia ni capacidad de discernimiento ético. Carece de lo que llamamos “mens rea” —la intención culpable— que es uno de los pilares fundamentales para la atribución de responsabilidad penal en cualquier sistema de justicia mínimamente garantista. Desde este punto de vista, juzgar a G.I. Robot es como culpar a una pistola por dispararse sola.

Aun así, el tribunal lo declara culpable de homicidio en segundo grado. Esta figura, en el derecho penal estadounidense, se refiere a causar la muerte sin premeditación, pero con una intención de matar o, al menos, una indiferencia temeraria por la vida humana. Es decir, se considera que G.I. Robot no planeó el crimen, pero sí actuó de forma suficientemente autónoma como para que el resultado mortal se le pueda imputar. El paralelismo en el derecho español sería el homicidio doloso, regulado en el artículo 138 del Código Penal, aunque allí sería difícil sostener la imputabilidad si no se reconoce capacidad de comprender y querer el acto.

El problema aquí es que, si aceptamos que el robot no tiene conciencia ni intención, entonces no puede haber delito. Y si, por el contrario, se le reconoce como sujeto moral, entonces el relato debía haber profundizado mucho más en lo que eso significa: ¿tiene derechos? ¿Puede negarse a combatir? ¿Es esclavo, soldado o ciudadano? Reconocer personalidad moral o jurídica a una inteligencia artificial implicaría reformular desde cero no solo el derecho penal, sino también todo el sistema de garantías, deberes y libertades en relación con entes no humanos. No se trata solo de castigar o no a una máquina, sino de establecer cuál sería su estatus dentro de la comunidad política. La serie evita todos estos dilemas profundos y opta por una solución superficial: culpar al ejecutor visible de una tragedia, en lugar de examinar al verdadero responsable.

Porque, en realidad, la pregunta que debía hacerse el tribunal no era si G.I. Robot es culpable, sino quién lo creó, y por qué se permitió que un ente carente de voluntad ejecutara acciones letales sin control humano directo. La responsabilidad está en quienes diseñaron y liberaron el arma, no en el arma misma. Aquí podría haberse planteado una línea argumental basada en la doctrina del command responsibility, que permite atribuir responsabilidad penal a los superiores jerárquicos que ordenan, permiten o no impiden crímenes cometidos por sus subordinados o por mecanismos bajo su control. Castigar a G.I. Robot es desviar el foco ético hacia un chivo expiatorio mecánico, y al hacerlo se absuelve al sistema que lo construyó.

Y ahora es cuando voy a poneros los pelos como escarpias: esta cuestión no es solamente una ficción especulativa, porque en el mundo real, se debate intensamente en el seno de las Naciones Unidas la necesidad de establecer una Convención internacional sobre armas autónomas letales (LAWS – Lethal Autonomous Weapon Systems). Con anterioridad, entre el 13 y el 15 de diciembre de 2021, se celebró en Ginebra una cumbre dentro de la Convención de Ginebra de 1945 destinada a definir límites al uso de robots asesinos, después de que se hubieran empezado a usar sistemas de armamento completamente autónomos en la guerra de Libia en 2020. 125 países participaron, con posiciones que oscilan entre la prohibición total (como Austria) y la regulación moderada (como EE. UU.), mientras que grupos como Amnistía Internacional exigían un tratado jurídicamente vinculante. El secretario general de la ONU, António Guterres, instó a la conferencia a acordar “un plan ambicioso para el futuro que establezca restricciones al uso de ciertos tipos de armas autónomas”. Estas discusiones reflejan el mismo dilema que plantea la serie: determinar quién asume la responsabilidad cuando una máquina actúa sin conciencia humana directa.

El caso de G.I. Robot es una representación clara —aunque distorsionada— de estos escenarios reales. La ficción actúa como espejo, pero en este caso invierte el reflejo: en lugar de señalar al sistema que produce la máquina sin alma, el relato nos presenta un juicio absurdo donde se responsabiliza al instrumento. De este modo, la serie encarna los temores que los tratados internacionales intentan anticipar y prevenir: el riesgo de que el sistema legal, incapaz de adaptarse a los nuevos paradigmas tecnológicos, opte por soluciones simplistas que ignoran las raíces estructurales del problema.

Creature Commandos tenía en sus manos un planteamiento filosófico de primer orden sobre inteligencia artificial, responsabilidad moral y la deshumanización de la guerra. Pero al decidir juzgar y condenar al robot como si fuera un ser humano, James Gunn abandonó esa senda y cayó en un error clásico: suponer que la forma externa de un ente basta para atribuirle culpa. Pero sin voluntad, no hay culpa. Y sin culpa, no puede haber justicia.

Bueno, o puede que sólo fuera una excusa para poner en pantalla a un robot molón matando nazis.

Art imitates life : r/dccomicscirclejerk

Santa María del Venca

El 20 de enero de 2024, se inauguró una estatua de la Madre Teresa de Calcuta en una rotonda de las Rozas de Madrid, rebautizada para la ocasión como Plaza Madre Teresa de Calcuta. El busto, colocado justo frente al colegio laico Gredos San Diego- ahora GSD-, fue presentado por el Ayuntamiento como una donación entrañable de los vecinos, concretamente de la la Asociación de Familias Numerosas de Las Rozas (AFAN Rozas), sin coste para el pueblo, pero apenas hicieron falta unas horas para que la historia se volviera caricaturesca y empezara el choteo: la estatua no era una obra original ni encargada para el lugar. Era una pieza de jardín fabricada en hormigón, disponible por menos de mil euros en el catalogo de Ana Parra Garden.

La escultura no es el escándalo, aunque fuera objetivamente fea. El escándalo fue que se trató de una operación simbólica, perfectamente calculada, ejecutada sin consulta pública, sin transparencia y con una fuerte carga ideológica. El busto de la santa discutida al servicio de una visión del mundo que se impone sin debate.

La maniobra fue impulsada por AFAN Rozas, una asociación que dice representar a las familias numerosas del municipio, pero cuya representatividad real es discutible. Aunque se define como “aconfesional”, mantiene un discurso y una agenda perfectamente alineadas la iglesia católica y con el Partido Popular, que gobierna Las Rozas desde hace dos décadas. Bajo el mandato del alcalde José de la Uz, en el cargo desde 2015 y reelegido en 2023 con mayoría absoluta, esta y otras asociaciones afines han ocupado progresivamente el tejido asociativo local. Lo que antes era un ecosistema plural —con asociaciones culturales, vecinales y educativas de todo tipo— hoy es un paisaje dominado por entidades afines al gobierno municipal.

AFAN Rozas participa en consejos municipales, recibe subvenciones, actúa como interlocutor preferente y ahora también instala estatuas, ocupando el espacio público, impregnándolo con su ideología. El proceso fue de todo menos neutro: el busto fue elegido por la propia asociación, sin proceso abierto, sin concurso artístico, sin participación vecinal. La ubicación —justo enfrente de un colegio con ideario laico— tampoco es inocente. Se trata de un gesto simbólico claro: marcar territorio ideológico y religioso en el espacio común.

Y luego está la figura elegida: Teresa de Calcuta, una de las santas más mediáticas del siglo XX hasta el punto de convertirse en un icono pop y canonizada en tiempo récord por la iglesia. Su figura ha sido elevada como símbolo de caridad y entrega, pero su doctrina es profundamente problemática. No denunciaba la pobreza, la veneraba. No buscaba erradicar el sufrimiento, sino convertirlo en ofrenda espiritual. Sus críticos, como Christopher Hitchens o médicos que visitaron sus misiones, la acusaron de glorificar la miseria en lugar de combatirla, y de rechazar cuidados médicos básicos en favor del dolor redentor. Una teología del padecimiento útil para quienes no quieren tocar las causas estructurales de la injusticia.

La escultura que hoy preside una rotonducha en Las Rozas no celebra una trayectoria local ni responde a una demanda ciudadana. No es una obra de arte; es una pieza decorativa, manufacturada en serie, adquirida por catálogo y usada como vehículo para reforzar una hegemonía cultural. Ni arte, ni historia, ni participación. Solo presencia. Y esa presencia, al estar legitimada desde el poder, desplaza otras voces, otras propuestas, otras memorias.

Lo preocupante no es que exista una estatua de Teresa de Calcuta. Lo preocupante es que su instalación revele un modelo de gestión del espacio público donde las decisiones no se toman de forma democrática, sino entre bastidores, al margen del debate ciudadano. Donde las asociaciones culturales o vecinales quedan marginadas frente a entidades con línea directa al gobierno local. Donde la pluralidad se reemplaza por la decoración ideológica.

Queda una plaza con nombre de santa y una estatua comprada online. Pero también queda claro qué se puede imponer en Las Rozas cuando se confunde el bien común con el credo de unos pocos.