La hora del berrinche

Mi hija no puede leer un reloj de agujas. Tiene un trastorno de la percepción visoespacial, que además de afectarle en forma de discalculia, hace que las manecillas de un reloj sean un jeroglífico imposible.

Y no pasa nada.

Para ella —como para la mayoría de los críos de su generación— el tiempo se mide en pantallas, en notificaciones, en números claros y exactos. La vida no se detiene porque alguien no sepa distinguir la aguja corta de la larga.

La reacción histérica basta leer los comentarios del siguiente reel de Instagram- de gente que tiene demasiado tiempo libre cuando unos concursantes de OT admiten lo mismo demuestra lo contrario: que los adultos confundimos necesidad con símbolo. Nadie necesita un reloj analógico para saber la hora. Igual que nadie necesita ya un telegrama para mandar un mensaje. La utilidad se fue hace tiempo. Y, sin embargo, el reloj de agujas sigue ocupando un lugar de prestigio en la sociedad porque ha dejado de ser un utensilio y se ha convertido en un fetiche. No es un instrumento para orientarse en el día a día, sino un objeto de admiración. Los relojes mecánicos son pequeñas catedrales portátiles: engranajes que laten como corazones metálicos, complicaciones que desafían el absurdo del tiempo, cajas que condensan siglos de artesanía. Quien se ata un reloj a la muñeca no busca saber si son las cuatro y cuarto; para eso le basta con mirar el móvil; busca sentir que lleva historia, belleza y precisión.

Esa es la diferencia esencial: el reloj de pulsera ya no es una necesidad, pero sí un imprescindible para quienes saben verlo como lo que es, un artefacto cultural. Igual que nadie necesita un vinilo para escuchar música, pero muchos lo veneran como experiencia sensorial insustituible. Igual que nadie necesita escribir con pluma estilográfica, pero hay quienes disfrutan el roce del plumín como una ceremonia íntima. Del mismo modo, en los años 80 a muchos jóvenes les habría parecido casi marciano encontrar un teletipo en una oficina, un fonógrafo de cilindros de cera en el salón de casa o una calculadora mecánica de manivela en una mesa de trabajo: objetos que para sus abuelos eran cotidianos y para ellos ya eran pura arqueología.

Reírse de un chaval porque no sabe leer la hora en un reloj analógico es tan mezquino como ridiculizarlo porque no sabe usar una cámara de carrete. No es su mundo, ni falta que hace. La paradoja es que quienes se indignan por esa supuesta carencia no defienden la función del reloj, sino su aura. Lo que echan de menos no es que los jóvenes lleguen puntuales: es que veneren el mismo objeto que ellos veneran.

Y, ojo, esa veneración es legítima. Admirar un reloj mecánico es rendirse a un milagro de la ingeniería que sigue latiendo, aunque se le haya pasado la época. Es aceptar que hay objetos que no sirven para lo que fueron creados, pero sobreviven porque son bellos. No son necesarios, pero son imprescindibles para quienes han decidido que lo inútil puede ser, precisamente, lo más valioso.

Mi hija jamás llevará un reloj de agujas por necesidad. Quizá algún día admire que exista gente capaz de perder años de vida en diseñar un mecanismo que no hace falta, pero que sigue inspirando. Ahí está el secreto: el reloj ya no mide el tiempo, mide nuestra obstinación por encontrar sentido más allá de la utilidad.

O por lo menos espero que pueda malvender la colección de relojes de su viejo en Wallapop cuando me suba al árbol.

Let’s kill Hitler!

Un viajero del tiempo se planta en Braunau am Inn en mayo de 1889, con un arma, un plan sencillo y la convicción de que, matando a Adolf Hitler en la cuna, se evitarán millones de muertes. Esa premisa —el famoso dilema de “matar a Hitler antes de su ascenso al poder”— funciona como atajo narrativo para explorar la culpa, la ética y las paradojas del viaje temporal. Es uno de los tropos más comunes de la Ciencia Ficción.

Pero si repasamos la literatura, la televisión y otros medios, queda claro que la respuesta dramática que suelen ofrecer estas obras es una de las dos cosas: o el intento fracasa por paradojas y autoconservación de la línea temporal, o la “solución” tiene consecuencias peores o, cuando menos, inesperadas, dependiendo de si nos encontramos en un marco determinista o no.

En Making History, la novela de Stephen Fry, 1996, los protagonistas logran evitar que Hitler nazca; pero la historia no mejora: otro líder igual o más siniestro ocupa su lugar y el mundo resultante no es la utopía esperada. Fry usa la premisa para desmontar la fantasía de la “solución simple” y mostrar la complejidad de las contingencias históricas

En televisión, la versión más directa llegó en el revival de The Twilight Zone (episodio “Cradle of Darkness”, 2002), donde una mujer es enviada para asesinar al bebé Hitler. La historia juega con la empatía y la incapacidad del agente para cometer el acto; cuando finalmente alguien mata al bebé, otro niño es colocado en su lugar —o la acción no cambia el curso—, con lo que la lección es clara: la historia resiste o se reajusta y el “mal” persiste en otras formas. Esa moraleja —la dificultad o imposibilidad de borrar el mal por medios simples— vuelve una y otra vez.

El tropo también aparece como broma o sketch: desde sketches de Robot Chicken, Dcotor Who o Family Guy hasta escenas post-créditos en la segunda película de Deadpool . Incluso políticos y columnistas han usado la pregunta como dilema público, lo que demuestra su potencia retórica fuera de la ficción: la cuestión fue objeto de debates masivos y encuestas en los medios, lo que alimentó más ficciones y discusiones éticas.

¿Por qué es tan atractivo el tropo? Primero, porque condensa en una sola imagen el conflicto moral último: ¿está permitido matar a un niño para salvar a millones de inocentes futuros? Segundo, porque es terreno fértil para jugar con las reglas del viaje temporal: si cambias el pasado, ¿qué pasa con tu presente? ¿Surge una línea temporal alternativa? ¿Se genera una paradoja que impide el cambio? Estas preguntas permiten que la ficción haga lo que la filosofía hace con ejemplos: forzar intuiciones y mostrarlas tensas.

Hay tácticas narrativas repetidas en todos los ejemplos:

La subversión moral: el héroe descubre que matar a un niño, aunque sea “por el bien”, lo corrompe;

La paradoja física: reglas de consistencia temporal (p. ej. Novikov) hacen que el intento se neutralice o cause el surgimiento de la misma figura en otra forma;

El resultado peor: la eliminación de Hitler abre un vacío que llena alguien más brutal o sistemas que producen males diferentes pero comparables. Estas estrategias permiten a la ficción criticar tanto la fantasía simplista de la “solución” como la fe ingenua en la causalidad única de la historia.

¿Por qué tantas finales “malos”? En términos narrativos y filosóficos hay razones sólidas. Desde la perspectiva moral, matar a un inocente —aunque sea para salvar a otros— problematiza la idea utilitarista cuando se incorpora la fragilidad humana: la mayoría de las historias quieren que el lector/espectador cuestione la justificación de la violencia preventiva. Desde la perspectiva de la ficción científica, si el viaje temporal es posible y coherente, los autores deben lidiar con la lógica: la física ficción adopta principios (paradoja, consistencia, multiversos) que suelen empujar la trama hacia la conservación del statu quo o hacia resultados imprevistos. El efecto dramático es doble: se evita una solución “mágica” y se obliga al público a confrontar la complejidad real de las causas históricas.

Pero también hay una dimensión psicológica: la imagen de un bebé que se acabará convirtiendo en Hitler es un espejo incómodo. ¿Qué nos dice de nosotros querer o no querer matarlo? ¿Somos utilitaristas, deontologistas, sentimentalistas? La ficción usa ese espejo para forzar la autocrítica social: muchas obras muestran que la “venganza” o la eliminación selectiva suele estar teñida de prejuicio, error o arrogancia moral.  El tropo del viajero que viaja al pasado para matar a Hitler funciona como catalizador dramático porque concentra ética, historia y ciencia ficción en una sola imagen. Pero la lección recurrente de la cultura pop es que la bala que pretende prevenir el mal no es jamás una bala mágica: falla, induce paradojas o genera resultados peores. Más que una apología del determinismo, estas historias suelen ser advertencias: la historia es compleja, la violencia preventiva es moralmente ambigua, y jugar a ser juez del pasado es, en la ficción, casi siempre una idea que sale mal.

Y por todo lo anterior, creer que con el asesinato de un tipo como Charlie Kirk se solucionan las causas subyacentes que lo hicieron inmensamente popular es un error: su visión y el odio que promovió lo sitúan moralmente al nivel de las figuras más perniciosas de la historia; pero, como muestra el tropo del bebé Hitler, quitar de en medio a un individuo no borra las estructuras que generan ese mal: los vacíos se llenan y las raíces permanecen. ‘Otros vendrán que bueno te harán’; y, para colmo, Tyler Robinson ha ayudado a convertirlo en mártir.n mártir.

Última ronda en Brusela’s

¿Aún no tenéis vuestro Kit Digital? La Pandemia de COVID-19 detuvo por completo los mecanismos de la economía mundial en marzo de 2020. Los fondos Next Generation nacieron como el truco de magia más ambicioso de la Unión Europea desde su propia fundación. Bruselas decidió endeudarse en común —algo que hace diez años parecía herejía— y poner sobre la mesa 750.000 millones de euros para tratar de reactivar la economía. España recibió más de 140.000 millones, de los cuales unos 70.000 eran transferencias directas, sin obligación de devolución. La condición era clara: había que gastarlos en proyectos que modernizaran la economía, impulsaran la transición ecológica, aceleraran la digitalización y reforzaran la resiliencia social tras el shock del virus. No se trataba de cubrir baches, sino de cambiar de coche entero: menos gas, más renovables; menos ventanilla con sello, más tramitación digital; menos empleo precario, más formación de futuro.

Ese era el plan sobre el papel. En la práctica, los fondos tenían un temporizador implacable. Europa no dio un cheque en blanco, dio un dinero con caducidad. Para recibir cada tramo había que cumplir hitos —reformas, indicadores de ejecución— y justificar cada euro con expedientes verificables. El calendario europeo fija 2026 como la fecha límite: lo que no se haya comprometido y certificado, se pierde. Así que la urgencia venía incorporada en el paquete. Y cuando el mensaje es “gástalo o lo pierdas”, ya se sabe qué gana: la cantidad sobre la calidad. Y, tratándose de España, la tentación eterna: Esa habilidad nacional para paracer que se trabaja, inflar facturas con retórica verde y colar proyectos con más cuento que realidad.

Ejemplos hay muchos. El llamado PERTE del vehículo eléctrico y conectado movilizó 4.300 millones de euros en ayudas públicas y más de 19.000 millones en inversión total prevista, con la reconversión de las plantas de Seat y Volkswagen en Martorell y la gigafactoría de Sagunto como emblemas. En lo verde, Iberdrola recibió apoyo para proyectos de hidrógeno en Puertollano (150 millones de inversión) y parques fotovoltaicos; Endesa obtuvo financiación para planes de almacenamiento energético y despliegue renovable. En el frente digital, el Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas destinó 2.600 millones de euros a modernizar el SEPE, la Seguridad Social —otro día hablamos de esto— o la Agencia Tributaria, con resultados desiguales: nuevos portales en línea acompañados de caídas constantes de sistemas. El Kit Digital, dotado con 3.067 millones, repartió hasta 12.000 euros por empresa a más de 300.000 pymes y autónomos para implantar páginas web, tiendas online o software de gestión: una avalancha de contratos pequeños que sostuvieron a miles de microempresas tecnológicas. En lo social, los programas de rehabilitación energética de viviendas contaron con más de 6.800 millones de euros, aunque en muchas comunidades de vecinos la burocracia fue más rápida que los albañiles.

En todos esos frentes, las “consultoras” que brotaron como setas hicieron de notarios y arquitectos del gasto: preparaban memorias, redactaban convocatorias, gestionaban consorcios, armaban informes de impacto. Su negocio no era plantar aerogeneradores ni programar software, sino convertir requisitos europeos en documentos capaces de superar una auditoría. Y del otro lado, las administraciones que aprobaban los proyectos tampoco se quedaban cortas en imaginación: la picaresca fue compartida, un juego de guiños mutuos donde unos redactaban y otros sellaban, todos sabiendo que Bruselas acabaría pagando la ronda.

El problema es que ese flujo extraordinario de pasta tiene fecha de caducidad. El dinero no se renueva: lo que no se haya adjudicado o ejecutado en los plazos se esfuma, porque Europa no abre grifos eternos. Ahora, en 2025, la música se apaga. Los grandes programas están comprometidos y lo que queda son los deberes aburridos: justificar, auditar, cerrar. Terreno poco fértil para los ejércitos de consultores que vivieron del “proyecto tractor” como si fuera una mina infinita. Muchas de esas firmas adaptaron su estructura a este flujo excepcional: contrataron en masa, ampliaron oficinas, se endeudaron para crecer. Sin el maná europeo, esos balances empiezan a parecer castillos de arena.

Y todavía queda la segunda parte: la revisión. La Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF) y la Fiscalía Europea ya investigan expedientes sospechosos. Proyectos inflados, digitalizaciones que nunca se ejecutaron, rehabilitaciones que se quedaron en el papel. No bastará con devolver el dinero: habrá sanciones, inhabilitaciones y titulares. Lo que ayer se presentaba en ruedas de prensa como “transformación histórica” puede convertirse mañana en sumario judicial. Me juego kikos contra pesetas a que los procesos por corrupción a cuenta de estos fondos van a ser noticias durante los próximos 15 años, y no los pierdo.

La paradoja es cruel. Los fondos sirvieron para evitar un colapso, para sostener empresas y para impulsar transiciones necesarias. Pero también crearon una burbuja de consultoría y proyectos artificiales que ahora colapsa con la misma rapidez con la que se infló. Los Next Generation fueron un caudal extraordinario, condicionado y finito. Se usaron para poner parches brillantes y, en algunos casos, para cambios reales. Pero al acabarse el caudal, lo que queda es un paisaje de despachos sobredimensionados, facturas en revisión y una economía que sigue necesitando modernización. Y, por supuesto, un relato nuevo de picaresca a la española: el enésimo episodio de cómo convertir una oportunidad histórica en una revista de enredos con final tragicómico.

Son sus costumbres.

Como soy débil, me he vuelto a enganchar al Pokémon Go; el juego que, en vez de entrenador Pokemon, te convierte en exterminador de alimañas. Otra vez. Y como si no bastara, también he caído en el nuevo Pokémon Pocket. Sí, ya lo sé: adulto hecho y derecho, padre, con la toga colgada en la percha, y enganchado a cazar bichos virtuales por la calle. Pero el otro día, mientras atrapaba un Bulbasaur en el portal del despacho, empecé a preguntarme qué pasaría si en vez de un monstruo de bolsillo estuviera secuestrando un perro. ¿Qué diría un juez de instrucción si yo lo meto en una furgoneta, lo obligo a pelear hasta que reviente y encima le hago repetir el proceso contra otro vecino en el parque? Probablemente, acabaría imputado por maltrato animal en menos de lo que tarda Pikachu en lanzar un Impactrueno.

En el universo Pokémon, esas criaturas con ojos gigantes y ataques elementales son tratadas como una mezcla de mascota y arma de guerra. La Pokédex las cataloga, la Pokéball las encierra y el entrenador las usa. Jurídicamente, sería el equivalente a la propiedad. En España, desde 2021 los animales dejaron de ser considerados “cosas” en el Código Civil para pasar a la categoría de “seres sintientes”. Un avance simbólico. Pero en Kanto o Johto los Pokémon siguen siendo puro inventario: el que los captura, los posee; y el que los posee, los explota.

Los combates Pokémon, mirados con gafas jurídicas, encajan como un guante en el artículo 337 del Código Penal en su última reforma de 2023: “Será castigado con la pena de tres meses y un día a un año de prisión e inhabilitación especial de un año y un día a tres años para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales y para la tenencia de animales, el que por cualquier medio o procedimiento maltrate injustificadamente, causándole lesiones que menoscaben gravemente su salud o sometiéndole a explotación sexual, a

a) un animal doméstico o amansado,

b) un animal de los que habitualmente están domesticados,

c) un animal que temporal o permanentemente vive bajo control humano, o

d) cualquier animal que no viva en estado salvaje.”.

Y si además el sufrimiento se produce en un contexto organizado y con ánimo de lucro, nos vamos de cabeza al 337.4 , que tipifica como delito la explotación de espectáculos con animales, incluyendo expresamente a quienes los adiestran para “peleas ilegales de perros o de gallos”. Si sustituimos gallos por Charmanders y perros por Pikachus, lo que nos queda es la Liga Pokémon retransmitida en Twitch.

Y aquí entra la guinda: en España las peleas de gallos están prohibidas con carácter general, salvo en Canarias y en Andalucía bajo el argumento de la “tradición cultural”, siempre que no se apueste dinero. Es decir, en dos comunidades autónomas aún se permite que dos animales se destrocen entre sí en nombre de la costumbre, un razonamiento que bien podría usar la Liga Pokémon para defender sus combates: “no es violencia, es patrimonio inmaterial”.

La narrativa oficial insiste en que los Pokémon quieren a sus entrenadores. Que “pelean por amistad”. Ese discurso suena parecido al de los organizadores de peleas de gallos que hablan de “tradición” o al de quienes justifican las peleas de perros como “entrenamiento”. Y en lo laboral, al empresaurio que dice que sus empleados “son familia” mientras los tiene encadenados a un Excel de lunes a domingo. Llamar “amistad” a una relación de dominio no la convierte en libre.

Si un juez aplicara la ley española al universo de Ash, la cosa sería clara: explotación animal, lesiones reiteradas, privación de libertad y participación en espectáculos prohibidos. El artículo 337 castigaría los combates, el 337 bis sancionaría la organización de ligas y torneos, y de paso habría que discutir si la captura en Pokéballs no es detención ilegal con agravante de reincidencia fantástica.

No hace falta imaginar mucho: en 2017, la Audiencia Provincial de Madrid confirmó penas de cárcel contra varios acusados que organizaban peleas de perros en fincas de Pinto y Arganda, con animales entrenados a mordiscos hasta la muerte. En 2019, la Guardia Civil desmanteló otra red en Alicante con decenas de perros desnutridos y mutilados. Y en Cádiz, más de una vez se han requisado gallos de pelea usados en torneos clandestinos donde corría dinero negro. Todos esos sumarios son calcados a lo que hace la Liga Pokémon en la pantalla: entrenar animales para que se despedacen en un ring y lucrarse con ello. La diferencia es que a los imputados españoles los procesaron y a Ash Ketchum lo canonizan en televisión infantil.

Si existiera un SEPRONA Pokémon habría agentes entrando en Ciudad Verde y precintando el gimnasio de Brock por tener a Onix trabajando sin alta en la Seguridad Social y a una brigada canina reeducando Pikachus junto con los pitbulls rescatados en operaciones contra peleas clandestinas.

Pokémon ha vendido durante décadas lo que, en cualquier juzgado de primera instancia, sería un sumario entero por maltrato, coacciones y trata de criaturas fantásticas. Y nosotros, felices, seguimos cazando bichos en el metro como si nada. Lo llamamos “entrenamiento”, lo aplaudimos en televisión y lo compramos en Nintendo. Pero en el mundo real, Ash Ketchum no sería un héroe infantil: saldría esposado bajo el 337 salvo quizá que un tribunal canario lo absolviera por “tradición cultural”. Démosle una vuelta.

El Hombre Fuerte y la Democracia Débil

Este verano estoy leyendo “La otra historia de los Estados Unidos”, de Howard Zinn. Un libro denso e incómodo, que te enseña a mirar detrás del escaparate luminoso del “sueño americano” y descubrir el armario lleno de cadáveres: huelgas reprimidas a tiros, esclavos emancipados a medias, guerras vendidas como altruistas y ciudadanos obedientes hasta el ridículo, todo para beneficiar a las élites económicas que llevan dirigiendo el cotarro desde el Siglo XVII. Zinn, veterano de la Segunda Guerra Mundial y luego activista infatigable, tenía la costumbre de recordar que el problema no es la desobediencia civil, sino la obediencia civil. Esa que convierte en normal lo que debería escandalizarnos.

Y lo que hoy me escandaliza es la política de Trump. Su última Ocurrencia: Desplegar la Guardia Nacional, esa fuerza que en teoría ayuda en huracanes o incendios, transformada en la escenografía favorita del presidente: “un hombre fuerte para una situación desesperada”. En Washington, D.C., donde el crimen violento había caído un 35% en 2024, Trump decide declarar la “emergencia” y desplegar dos mil efectivos. No hay insurrección, ni saqueos, ni colapso del orden. Pero hay cámaras. Y a veces eso basta. La capital, con restaurantes medio vacíos y turistas asustados, se ha convertido en el escenario perfecto para la foto: soldados armados hasta los dientes en la ciudad que presume de ser la cuna de la democracia moderna.

La situación en Los ángeles hace un par de meses fue todavía más pintoresca. Manifestaciones contra redadas migratorias y, de pronto, el presidente federaliza a la Guardia Nacional de California contra la voluntad del gobernador. ¿La excusa? La Insurrection Act, una ley de 1807 pensada para frenar rebeliones armadas, ahora reciclada para contener pancartas. En los sesenta se usó contra el Ku Klux Klan; en 2025, contra grupos de vecinos gritando “¡Alto a las deportaciones!”. El derecho convertido en parodia.

Y como toda tourné, ya se prepara la siguiente parada: Chicago. Da igual que los homicidios estén bajando, porque lo esencial no son las cifras, sino la narrativa. La de un presidente que necesita ciudades descontroladas para presentarse como el único capaz de poner orden. Si no hay caos, se lo inventa. Y si los alcaldes y gobernadores protestan, tanto mejor: más combustible para el relato de que “los demócratas no saben gobernar”.

Legalmente, Trump tiene su pequeño arsenal de trucos. En D.C., el Home Rule Act le da poderes excepcionales. La Insurrection Act le permite usar tropas federales en casos de insurrección, aunque aquí no la haya. Y la Posse Comitatus Act, que prohíbe al ejército actuar como policía, se convierte en un chiste cuando la Guardia Nacional pasa a control federal. Todo parece legal, y precisamente por eso es tan inquietante: porque el abuso se camufla de formalidad. No se trata de romper la ley, sino de usarla como plastilina.

En Estados Unidos esta situación se ha normalizado porque, a pesar de encontrarse en plena bajada de criminalidad, el ejército y la Guardia Nacional no son extraños a las calles: han salido una y otra vez cada vez que el poder ha sentido que la olla estaba a punto de explotar. Ya en 1794, con la Rebelión del Whisky, Washington mandó tropas contra campesinos que se resistían a un impuesto; en 1877 y 1894, soldados y guardias nacionales aplastaron huelgas ferroviarias y obreras en Chicago a golpe de bala; en 1957 Eisenhower tuvo que enviar a la 101ª Aerotransportada a Little Rock para que unos niños negros pudieran entrar en un colegio. En los sesenta y setenta la Guardia volvió a desplegarse en los disturbios raciales de Detroit y hasta disparó contra estudiantes en Kent State que protestaban contra Vietnam, matando a cuatro; y en 1992, tras el caso Rodney King, Los Ángeles se llenó de guardias y marines para “restaurar el orden”. En el siglo XXI reapareció tras el huracán Katrina y, más recientemente, en 2020 durante las protestas por George Floyd, cuando decenas de estados la sacaron a la calle y en Washington fue puesta bajo control directo federal. La excusa siempre fue la misma: la “emergencia”, esa palabra mágica que convierte a ciudadanos en enemigos internos y a la democracia en un escenario militar. En resumen: la democracia made in USA siempre viene con uniforme incluido.Y lo más inquietante es que parte de la ciudadanía lo aplaude porque el relato del hombre fuerte tiene un atractivo universal; mirad a Bukele en El Salvador: ofrece simplicidad donde hay complejidad, certezas donde hay dudas, músculo donde hay miedo. Es mucho más cómodo pensar que todo se arregla con soldados en la esquina que aceptar que el crimen tiene raíces sociales, económicas y culturales que no se solucionan con fusiles. El hombre fuerte promete orden instantáneo, sin debates ni matices; y a quienes sienten que el país se les escapa de las manos, esa promesa les resulta irresistible.

Howard Zinn advertía que el verdadero problema no era la desobediencia civil, sino la obediencia civil, esa docilidad que convierte en paisaje normal lo que debería escandalizarnos. Benjamin Franklin, dos siglos antes, ya había dejado escrito en 1755 que «aquellos que renuncian a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad». Y aquí estamos, en 2025, viendo cómo un presidente despliega soldados en ciudades donde el crimen baja, mientras una parte de la población aplaude porque cree que así duerme más tranquila. En realidad, no están comprando seguridad: están entregando libertad como fianza. Y cuando se despierten, si es que lo hacen, descubrirán que Franklin tenía razón: ni tendrán libertad ni tendrán seguridad, pero sí muchas banderas ondeando y mucha obediencia civil para tapar el vacío.

Veinte años no es nada.

Volver
Con la frente marchita
Las nieves del tiempo platearon mi sien
Sentir

Empecé a trabajar como abogado en el despacho de mi padre en 2002, cuando el fax todavía marcaba el ritmo de los despachos y el fijo sonaba como una alarma. Si alguien quería comunicarte algo, tenía que dejarlo por escrito en un papel térmico que amarilleaba en semanas y se borraba en meses. El procurador era la auténtica red social: aparecía con notificaciones en mano y te actualizaba la vida judicial a golpe de timbre. La comunicación era lenta, ceremoniosa y hasta un poco solemne, pero al menos ya no se hacía con carta y copia en papel carbón.

El día a día estaba lleno de rituales que hoy suenan arcaicos. Colas en los registros, sellos que dejaban las manos manchadas, llamadas para avisar de un escrito presentado a tiempo. No había urgencia digital, solo nervios de pasillo. Un escrito podía perderse en un cajón, pero nunca por culpa de un servidor caído.

Diez años después, en 2013, el fax ya era pieza de anticuario. Eso no significaba modernidad: LexNET aterrizó entre nosotros como un monstruo digital, diseñado para hacerte sudar en cada presentación de escritos. Las caídas del sistema eran épicas. Recibir un error de carga a las 23:58, con el plazo venciendo, era la forma de iniciación del abogado digital. Los clientes, tímidos aún, se atrevían a mandarte algún WhatsApp con disculpas, como si rompieran un protocolo ancestral. Y no faltaba el que, por costumbre, imprimía el PDF y lo reenviaba por fax.

Veinte años más tarde, en 2025, el pudor ha desaparecido. Los audios de madrugada son la nueva normalidad. El doble check azul funciona como compromiso profesional. Y el fijo del despacho solo lo usan las eléctricas para vender descuentos en su tarifa. Comunicar ya no es informar: es estar disponible las veinticuatro horas. El cliente te escribe como si fueras un contacto más de la agenda, entre el grupo de padres del colegio y el fontanero.

En lo jurídico, en 2002 se vivía en un ecosistema de papel. Los despachos y bibliotecas estaban llenas de tomos Aranzadi que pesaban más que la mochila de un opositor. Había que consultarlos como quien entra en una catedral: en silencio, con respeto y con un subrayador que dejaba el brazo dormido. Las bases de datos en DVD existían, pero eran lujo de grandes despachos. Diez años después, todo era “online”, pero en realidad significaba abrir bases lentas que arrojaban montañas de sentencias irrelevantes. Se imprimían igual y la mesa acababa tan llena de folios como siempre. El polvo ya no se te metía en los pulmones, solo en la impresora.

En 2025 basta con preguntarle a una máquina. Chat GTP devuelve jurisprudencia, doctrina y un borrador de demanda antes de que enfríe el café. El problema es que lo que no sabe, se lo inventa, con la misma seguridad que aquel compañero de pasillo que nunca había leído el tema pero sabía de todo. El riesgo no es que la máquina piense, sino que los abogados dejamos de hacerlo. La IA ya funciona como un pasante gratis, rápido y obediente, pero incapaz de distinguir lo importante de lo accesorio. Y muchos se conforman con copiar y pegar.

La gestión de expedientes ha sido otra tragicomedia. En 2002, cada cliente era una carpeta gorda, un archivador metálico y un sello de caucho. Había liturgia en la grapadora, respeto reverencial por el orden alfabético y un ruido metálico que marcaba el día a día. El despacho era un almacén de papeles. Diez años después, todo se duplicaba: se escaneaba cada folio para “modernizarse”, pero se guardaba en papel “por si acaso”. Nació el expediente Frankenstein: mitad PDF, mitad carpeta con gomas. La mesa estaba llena de pantallas y de archivadores, y la eficiencia brillaba por su ausencia.

En 2025, todo está en la nube. Todo cabe en un portátil y ya nadie recuerda dónde dejaba el tampón de tinta. Suena cómodo hasta que la conexión falla y descubres que dependes de un servidor lejano para encontrar la misma copia que antes aparecía en el archivador azul del pasillo. El expediente hoy es una ilusión: está en todas partes y en ninguna. El despacho sin papeles existe, pero no siempre el despacho con documentos accesibles.

Los clientes son los que más han cambiado. En 2002 entraban al despacho como si fuera una sacristía: silencio, respeto y reverencia hacia el abogado, que parecía tener respuestas absolutas. El cliente no discutía, escuchaba. En 2013 ya enviaban correos, proponían reuniones por Skype y pedían explicaciones sobre honorarios con cara de “me lo han contado en Internet”. El oráculo se resquebrajaba y la toga ya no imponía tanto.

En 2025 la solemnidad ha desaparecido del todo. El cliente llega con tres consultas de Google y un dictamen de la IA de turno. Exige presupuesto cerrado por WhatsApp y paga con Bizum mientras reenvía un meme de divorcios. La toga ya no impresiona: lo que impresiona es responder rápido, con emojis si hace falta, y tener el presupuesto en PDF antes de que acabe el día. La relación abogado-cliente se ha vuelto horizontal, y a veces directamente plana.

Veintidós años después, sorprende comprobar cómo todo ha cambiado para que lo esencial siga igual. Seguimos peleando con plazos imposibles, juzgados saturados y clientes angustiados. La diferencia es que ahora lo hacemos rodeados de pantallas, notificaciones y máquinas que dicen pensar por nosotros. La justicia llega igual de tarde, solo que ahora lo hace en PDF, con acuse digital y un fallo de servidor a medianoche.

¿Dónde estaremos dentro de diez años? ¿Será un robot el que atienda al cliente por videollamada mientras el abogado humano supervisa desde la sombra? ¿Se clonarán demandas como hamburguesas? ¿O volveremos al papel y a la carpeta con gomas, disfrazada de moda retro como los vinilos? No lo sé. Lo único seguro es que dentro de diez años seguiremos quejándonos de LexNET, aunque quizá ya no exista. Porque si algo permanece inmutable en esta profesión es la certeza de que la justicia siempre llega tarde: en papel, en PDF o en holograma.

Que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada
Errante en las sombras, te busca y te nombra

La cerveza robada

El gabinete de comunicación de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso nos quiere convencer de que Madrid es un vaso de caña con espuma. Que la identidad de la capital cabe en un vaso pequeño servido a toda prisa en una barra atestada. MAR Nos ha repetido hasta la saciedad que la “libertad” consiste en poder tomarte una cerveza en una terraza cuando quieras. Y así, con un eslogan vacío, reduce la historia, la cultura y la vida política de la ciudad a un ritual alcohólico privatizado. El bar como democracia, la caña como constitución y la espuma como himno.

Pero esa ficción castiza no es inocente. Es un relato construido desde unthink tank para sustituir lo colectivo por lo consumible. Madrid ya no es comunidad política ni proyecto ciudadano; es marketing líquido, servido helado y repetido como mantra. “Aquí sí puedes beber, aquí sí puedes salir”. Mientras tanto, sanidad pública desmantelada, vivienda imposible y educación recortada. No importa: nos dejan la barra de los bares abierta como sustituta de todos nuestros derechos.

Y entonces llega Molson Coors, multinacional cervecera, con su marca Madrí Excepcional. El círculo se cierra: el poder político fija el relato (“libertad es tomarte una caña”), el poder económico lo embotella y lo vende. La marca expropia la identidad madrileña con tipografía importada y marketing de verbena. Conviene subrayar que no se trata ni siquiera de un producto madrileño auténtico: es una cerveza diseñada expresamente para el mercado británico y extranjero, fabricada fuera de España y con un relato castizo prefabricado para exportación. Un producto fantasma, madrileño sólo en la etiqueta.

Y para colmo, lo hace robando. Gergö Sztuchlak, creador de la tipografía Grodna Typeface, ha denunciado que Molson Coors utiliza su fuente sin licencia para construir el logo de Madrí Excepcional. Es decir: una multinacional millonaria predicando autenticidad castiza con un material pirateado a un artista extranjero. El “orgullo madrileño” de esta cerveza es una máscara hecha de plagio.

Frente a este fraude, vale recordar que la estética y la cerveza han tenido otros encuentros más honestos. Yo, que siempre he sentido debilidad por el art nouveau y sus tipografías orgánicas, veo la paradoja con claridad. A finales del XIX y principios del XX, el art nouveau revolucionó la publicidad cervecera en Europa: Alphonse Mucha en París ilustraba carteles con mujeres estilizadas, guirnaldas florales, curvas envolventes y letras sinuosas. La cerveza se convertía así en promesa de refinamiento y modernidad, bebida que habitaba tanto en cafés burgueses como en bares populares decorados con vidrieras y hierro forjado.

La cerveza encontró entonces en el art nouveau su envase perfecto: carteles coloridos, tipografías curvas y un lenguaje visual que sugería sofisticación y pertenencia urbana. Aquellos anuncios proclamaban modernidad y cosmopolitismo; el logo actual de Madrí Excepcional, en cambio, vende una tradición sintética y prefabricada, un casticismo de catálogo, madrileñismo de cartón piedra.

Esa es la ironía: la verdadera modernidad cervecera se expresó en clave estética a través del art nouveau, reconocida como innovación y arte. Hoy, en cambio, una multinacional roba una fuente tipográfica para disfrazar de “auténtico” lo que no es más que una operación global de marketing.

Ese es el verdadero truco: un casticismo impostado que reduce Madrid a una caricatura exportable. Chulapos de postal, verbena y calveles de catálogo, tipografía robada y una caña sin raíces ni historia. Lo madrileño convertido en atrezzo para vender botellas en pubs británicos. No es identidad: es folklore empaquetado, un decorado vacío que se apropia de símbolos populares para revestir de autenticidad un producto que no la tiene.

Porque la caña nunca fue esencia de Madrid. Lo fue el conflicto político, las huelgas, las mareas ciudadanas, los barrios que defendían su espacio frente a la especulación. Madrid fue Tierno Galván y su crítica ácida, no Ayuso y su cañita. Madrid fue lucha obrera y creatividad popular, no eslóganes de terraza subvencionados por el lobby terracero.

El bar ya no es ágora, es negocio. La caña no es libertad, es mercancía. Y que se haya conseguido instalar la idea de que la identidad madrileña se reduce a beber de pie en un barra mugrosa o sentado en una terraza a 42º mientras recortan hospitales es la mayor victoria propagandística de quienes gobiernan contra nosotros.

El caso de Gergö es la metáfora perfecta: un individuo crea algo singular, con esfuerzo y talento; el poder económico se lo apropia sin permiso, lo convierte en logotipo y lo vende bajo un discurso falso de autenticidad. Lo mismo que hacen con Madrid. La ciudad es despojada de su memoria política, convertida en “marca”, pirateada para que encaje en un envase y exportada como folclore prefabricado.

Decir que Madrid es una caña es tan absurdo como decir que Madrí Excepcional es madrileña. No lo es: es el reflejo de una política que ha reducido la palabra libertad a la espuma en un vaso de tubo, y de una economía que roba a los creadores mientras se llena los bolsillos.

Cotizar o morir

En algún momento entre los faxes de papel térmico y el iPhone 16 Pro Max perdimos la guerra. Mientras nos entretenían con la ficción de que “el trabajo es la mejor política social”, empezó a cocerse la revolución que ahora nos ha explotado en la cara: inteligencia artificial, robots, algoritmos que aprenden más rápido que cualquier becario y que no cobran dietas, cadenas de montaje que parecen sacadas de una película de ciencia ficción y call centers que ya no atiende ni Dios, solo un chatbot con acento neutro y sonrisa digital. Y, como en toda buena historia de progreso, hay ganadores y perdedores. Los ganadores están claros: Amazon, que presume de enviar un paquete en menos de 24 horas gracias a almacenes robotizados donde un puñado de trabajadores humanos se dejan la espalda compitiendo con las máquinas; Telefónica, que externaliza y automatiza su atención al cliente mientras despide a miles de empleados con décadas de antigüedad; y el pelotón de startups de moda que reciben rondas millonarias para desarrollar software cuya principal virtud es hacer prescindible a un departamento entero. Los perdedores somos todos los demás: trabajadores reemplazados, sistemas públicos de pensiones que ven desaparecer sus cotizaciones, y Estados que, con la caja vacía, se atreven a recortar sanidad o educación mientras sonríen a los inversores en Davos. Incluso hay quien, como la Ilustrísima marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo, sugiere sin pestañear que quizá debamos “sacrificar festivos, vacaciones y (estado de) bienestar” en nombre de causas superiores. Como si la solución al vaciado de la Seguridad Social por la automatización fuera que el trabajador renuncie a su descanso, en vez de que el empresario comparta un poco de la plusvalía que sus máquinas producen. Es el asqueroso truco de girar la cámara: señalar el supuesto exceso de derechos laborales mientras los beneficios empresariales engordan sin tocar un céntimo de su contribución real al sistema. Si de verdad queremos defender la democracia y la libertad, lo primero es garantizar que la productividad que generan las herramientas tecnológicas también se traduce en recursos para sostener el Estado social, no en más jornadas interminables para quienes aún tienen empleo.

La tecnología aumenta la productividad -lo viene haciendo desde que Joseph Marie Jacquard fabricase el primer telar mecánico-, los beneficios se concentran en manos del accionista, las cotizaciones no crecen porque el empleo humano mengua o se precariza, y lo que ganan ellos lo pierde la caja común. Marx lo explicó sin conocer Silicon Valley: la plusvalía es el valor que produce el trabajador y que no se le paga. Solo que ahora, con la robotización, la extracción de plusvalía es exponencial. Antes había que exprimir al obrero con más horas o más intensidad; ahora basta con sustituirlo por un software. Y la máquina, para colmo, no pide vacaciones ni tiene hijos que mantener. El único “salario” que recibe es electricidad barata y una licencia de uso.

Permitidme un ejemplo que -para mi lo explica bien: Un pequeño despacho de abogados. En los años 70, un bufete de tres o cuatro letrados solía tener un auténtico ejército de apoyo: dos mecanógrafas o secretarias para escribir demandas a máquina, una telefonista para atender llamadas, un ordenanza que iba y venía del juzgado cargado de carpetas y un contable que llevaba facturas y nóminas. Siete, ocho, incluso diez personas en nómina, todas cotizando. Sin esa estructura humana, el abogado no podía producir. Hoy ese mismo despacho tiene los mismos tres o cuatro letrados… y un administrativo a tiempo parcial que hace de secretaria, contable y mensajero, apoyado en Word, Excel, un software de gestión en la nube, LexNET y, cada vez más, inteligencia artificial que redacta borradores y revisa contratos. El resultado: la misma o mayor facturación que en los 70, mucha más productividad por persona… y menos de la mitad de cotizantes. Lo que antes iba a la Seguridad Social vía nóminas ahora se queda en la cuenta del socio, porque las herramientas no cotizan.

Y no es un caso aislado. En la banca, donde antes había oficinas en cada barrio con varias personas en ventanilla, ahora se empuja a los clientes a operar con una app o un cajero inteligente. El banco ahorra millones en salarios y cotizaciones, pero no aporta un euro extra a la Seguridad Social por los miles de operaciones que procesa un algoritmo en lugar de un cajero. En las grandes superficies, las cajas de autopago sustituyen a cajeras que antes tenían nómina y vacaciones; el supermercado se embolsa el ahorro y, otra vez, el sistema público pierde ingresos. En el transporte, empresas como Uber o Cabify usan software de asignación automática de viajes que antes habría requerido un centro de llamadas; la plantilla desaparece, la app no cotiza y los beneficios suben.

Mientras tanto, el trabajador que queda se convierte en un apéndice de la máquina, su productividad medida en euros por hora se dispara, pero su sueldo sigue igual o, con suerte, sube lo que marque el IPC (si sube). La diferencia no va a un fondo solidario, sino a recompras de acciones de Microsoft, bonus de directivos, o dividendos que acaban en un paraíso fiscal como reserva societaria. Y el sistema público, que se financia sobre la ficción de que todos trabajamos y cotizamos, se queda con un agujero cada vez más grande.

En un sistema de reparto como el español, las cotizaciones presentes pagan las prestaciones actuales. Si los empleos desaparecen o se convierten en “colaboraciones” de 300 euros al mes para Glovo, la base de ingresos se hunde. Menos cotizantes, menos ingresos; y, a la vez, más gasto porque los expulsados por la tecnología acaban dependiendo de subsidios o rentas mínimas. La paradoja es grotesca: producimos más riqueza que nunca, con menos esfuerzo humano, y el discurso oficial sigue siendo que “no hay dinero” para sostener la red de protección social.

Cuando se plantea una cotización digital —que las empresas paguen a la Seguridad Social por el trabajo que hacen sus máquinas—, la respuesta de la patronal es de manual: que ya pagan impuestos. No dicen que esos impuestos son cada vez más fáciles de esquivar con ingeniería fiscal, y que el sistema de cotizaciones actual está pensado para un mundo con trabajo humano masivo. El resultado de su silencio es claro: los beneficios de la automatización se privatizan y las pérdidas se socializan.

La mecánica sería tan sencilla como molesta para el lobby: identificas la herramienta que sustituye trabajo humano (un robot en una nave de SEUR, un algoritmo que hace el trabajo de diez analistas en BBVA), calculas cuánto ahorro de salarios y cotizaciones supone y aplicas un porcentaje que va directo a la Seguridad Social. Como con las emisiones de CO₂: si contaminas, pagas; si despides a la mitad porque una máquina lo hace más rápido, también pagas.

Y no estamos solos en la idea. Corea del Sur lleva años discutiendo un impuesto a los robots. El Parlamento Europeo debatió en 2017 la figura de una “personalidad electrónica” para que ciertos sistemas paguen impuestos. Incluso Bill Gates —que no es precisamente un sindicalista— sugirió que, si un robot reemplaza a un trabajador, debería pagar lo mismo que ese trabajador cotizaba. No se trata de frenar el progreso, sino de que el progreso siga sosteniendo el contrato social en vez de vaciarlo.

Las excusas son tan previsibles como inanes. Que esto frenará la innovación, dicen, como si pagar impuestos hubiera detenido la fiebre del oro de la inteligencia artificial. Que es difícil medir el impacto, como si no lleváramos décadas calculando huellas de carbono o cánones por copia privada. Que ya invierten en formación, dicen los mismos que recortan plantillas y ofrecen “reciclaje” de dos tardes en un aula virtual.

Aquí la discusión de fondo no es técnica, sino moral. ¿Quién debe beneficiarse del incremento de productividad que trae la tecnología? Si la respuesta es “solo el accionista”, entonces asumimos un feudalismo digital en el que la mayoría sobrevive a expensas de una élite propietaria de máquinas y algoritmos. Si entendemos que esa productividad es hija de siglos de conocimiento colectivo, de universidades públicas, de infraestructuras pagadas entre todos y de marcos legales que garantizan mercados estables, entonces la conclusión es obvia: parte de esa ganancia debe volver a la sociedad que la hizo posible.

El encaje jurídico es viable: bastaría reformar la Ley General de la Seguridad Social para reconocer como hecho imponible la “actividad económica automatizada sustitutiva de empleo humano”, con una base de cotización calculada sobre el ahorro de costes laborales y la productividad incremental atribuible a la automatización. Y sí, que se coordine a nivel europeo, para que Amazon, Google o Iberdrola no se muden de repente a Malta, Bahamas o a Delaware.

No hacerlo tendrá consecuencias catastróficas. Un sistema de Seguridad Social sin ingresos suficientes acaba reduciendo prestaciones, endureciendo requisitos y desplazando a millones de personas hacia seguros privados, rompiendo la lógica de solidaridad que lo sustenta. Un mercado laboral en el que las máquinas trabajan gratis para el empresario pero no para el conjunto de la sociedad es un mercado condenado a producir desigualdad extrema. Y un Estado que mira hacia otro lado mientras se vacía su principal instrumento de cohesión social es un Estado que abdica de su función.

La revolución tecnológica no es un fenómeno meteorológico inevitable; es un proceso político y económico. Si lo dejamos en manos de quienes ya están ganando, la concentración de riqueza será obscena y el Estado social se convertirá en un souvenir del siglo XX. Las cotizaciones digitales no son un impuesto más: son el cinturón de seguridad de un contrato social que, sin ellas, se estrellará contra el muro de la desigualdad.

Las víctimas imperfectas.

Trabajé quince años en el Turno de Oficio, metido hasta los codos en casos de violencia de género; prácticamente desde la creación del turno especial en Madrid, y saqué una cosa en claro: las personas no somos seres de luz. Ni los hombres, ni las mujeres. Ni las víctimas, ni los verdugos. Ni yo, que escribo esto, ni tú, que me lees.

Durante aquellos años, defendí a muchas mujeres con miedo real. Un miedo que se palpaba, cuando te entrevistabas con ellas en despachos sin ventanas de comisarías y de pisos seguros; mientras te explicaban con voz hueca cómo habían aprendido a caminar sin hacer ruido en su propia casa. Mujeres con huesos rotos, autoestima hecha polvo, metidas en un procedimiento que a veces no habían pedido y que, demasiadas veces, llegaba tarde.

También defendí a muchos hombres en el turno general. Algunos eran exactamente como los imagináis, daban miedo, y yo estaba convencido de que no merecían salir a la calle ni un minuto más. Pero otros no. Algunos eran simplemente idiotas, torpes, incapaces de gestionar una ruptura o una discusión sin violentarse. Mucho consumo de sustancias. Y sí, también vi algunos casos en los que la denuncia era falsa. O interesada. O una herramienta más en una guerra por la custodia, el dinero o la vivienda. Humanidad cruda en todo su esplendor.

Hace cinco años que no estoy en el turno. Pero lo que aprendí allí me acompaña en mi día a día, porque gracias al derecho penal aprendí que el problema no es solo el delito, ni siquiera la víctima o el acusado. El problema es el relato. Esa necesidad de reducir todo a blanco o negro, a buenos y malos, a víctimas perfectas y monstruos sin matices, cuando la realidad es mucho más compleja de lo que jamás podamos plasmar en un atestado policial o en un informe pericial psicosocial.

Sí: hay denuncias falsas. Existen. Son mínimas, pero existen. Decirlo no niega la realidad abrumadora de las violencias machistas. Lo que niega la realidad es fingir que el sistema es infalible o que no hay quien se aprovecha de él. Lo que niega la realidad es cerrar los ojos a lo incómodo para que nadie se incomode.

Los medios de protección que existen son necesarios —imprescindibles; ahí están las cifras—. Hemos pasado de 70 asesinatos machistas anuales a “solo” 50. Poco a poco. Pero no podemos permitir que esas medidas de protección se gestionen desde el miedo a cuestionar nada, ni desde la comodidad de repetir mantras como si fueran leyes naturales. Porque esto no es una religión. Y en derecho, el dogma mata el pensamiento.

Lo que sí me ha dejado este recorrido —y de esto hablo poco, pero lo pienso a menudo— es un cierto escepticismo. No cinismo ni indiferencia. Un filtro que se activa cada vez que abro el periódico y leo una noticia sobre violencia de género. Especialmente cuando viene ya cocinada con todos los ingredientes para generar indignación instantánea: Hay que vender papeles, hay que levantar audiencias. Entonces, antes de opinar, antes de compartir, me acuerdo de las veces que lo que parecía obvio se desmontó con el tiempo. De cómo los detalles importan. De cómo, a veces, la historia que se cuenta no es la que ocurrió.

Ese escepticismo no me hace negar la violencia machista. Me hace desconfiar de los relatos cerrados, de los linchamientos exprés, de la verdad servida en bandeja de tuit. Me hace pensar que lo más peligroso para cualquier sistema de justicia no es el error, sino la fe ciega.

También me hace mirar con cierta tristeza cómo se ha ido perdiendo la complejidad en el discurso público. Todo tiene que ser rotundo, urgente, inequívoco. Y, sin embargo, la experiencia profesional —al menos la mía— me ha enseñado que en los juzgados casi nunca hay certezas totales. Hay matices, hay contextos, hay historias mal contadas, declaraciones contradictorias, silencios incómodos. Hay personas.

Muchas veces he salido del juzgado con una sensación de victoria que se parecía demasiado al vacío. Porque sabías que habías hecho tu trabajo, que habías ganado el recurso o conseguido la orden de alejamiento o de protección, pero también que aquello no resolvía nada de fondo. Porque esa chica iba a volver a casa con miedo. O porque ese hombre se iba con una condena que, sí, merecida, pero sin haber entendido nada.

Cada vez tengo más claro que si queremos que el sistema funcione, necesitamos algo más que leyes y protocolos. Necesitamos una mirada crítica, compleja, incómoda. Una que entienda que hay víctimas imperfectas, agresores que también lloran, y mentiras que hacen daño a las verdaderas. También necesitamos asumir que la verdad no se encuentra en el primer tuit que llama a un linchamiento, ni en la declaración más impactante. Que la justicia no es automática ni viral. Que hacer justicia es, a menudo, incómodo. Y que defenderla implica mojarse. Decir cosas que no siempre gustan. Y pensar antes de señalar.

No, no somos seres de luz. Por eso necesitamos justicia. Pero justicia de verdad, no liturgia. Y para eso, hace falta gente que sepa mancharse las manos. Gente que haya estado allí. Y que, aunque ya no esté, no olvide lo que vio.

Lo que esconden las togas.

Ya sabéis que no me gustan los jueces. No por deporte —aunque a veces parece que también—, sino por experiencia. Cuando eres un martillo, todos los problemas te parecen clavos, y los jueces llevan siglos repartiéndose el taller como si fuera suyo. Pero ni siquiera eso sería tan grave si, al menos, lo hicieran entre todos. Y no, no me refiero a todos como ciudadanos. Me refiero a todos como varones. Porque lo del Tribunal Supremo no es falta de perspectiva. Es machismo estructural, puro y duro, sostenido por siglos de cortesía patriarcal y tradición jurisdiccional.

María Isabel Perelló es la primera mujer en presidir el Supremo. Lo digo rápido para que no se note que han pasado más de 200 años desde que se fundó la institución. Presidenta desde 2024. Primera. En pleno siglo XXI. Más que un dato, es una confesión: no cuela, pero agradecemos el esfuerzo. El problema no es Perelló, que ha llegado donde otros no quisieron dejarla llegar antes. El problema es que el resto sigue intacto. El techo de cristal no se ha roto: le han hecho una trampilla para que pase una, mientras las demás siguen mirando desde abajo.

Actualmente, en el Tribunal Supremo hay 81 cargos togados: la presidenta, un vicepresidente, cinco presidentes de Sala y 74 magistrados. De esos, solo 10 son mujeres: Un glorioso 12,34 %, en un país donde más del 57 % de la carrera judicial está compuesta por mujeres. Lo llaman meritocracia, pero es más bien una meritoparálisis. El talento femenino llega, pero nunca sube. Se queda atascado entre la toga y el techo de mármol. O de cristal. O de lo que sea que no se ve pero que no se rompe.

Este año se han incorporado tres nuevas magistradas. Muy bien. Ya no somos diez, ahora somos trece. Perdón, ellos son sesenta y ocho y ellas trece. Igual es que soy malo con los porcentajes. O igual es que el CGPJ es bueno con las excusas. Porque mientras se llenan la boca con “igualdad”, los de siempre siguen colocando a los mismos de siempre en los sitios de siempre. Las presidencias de Sala, por ejemplo: cuatro de cinco siguen en manos masculinas. La única mujer, María Luisa Segoviano, está en lo Social. Ya sabéis: los temas de cuidar, los temas de parir, los temas que ellos dejan para ellas.

Y luego está lo de las candidatas que se retiran “por responsabilidad”. Ana Ferrer, Pilar Teso. Dos magistradas con currículo de sobra, que se bajan del tren para no generar “tensiones”. Qué curioso que la tensión siempre estalle cuando una mujer opta a un cargo de poder. Qué curioso que el consenso siempre suene con voz de varón.

Porque, seamos honestos: esto no es una anomalía. Es un sistema. España es machista, su judicatura también, y su Tribunal Supremo no iba a ser la excepción que rompiera la regla. Aquí la igualdad es algo que se celebra en discursos, no en nombramientos. Se elogia en informes, pero se desactiva en los pasillos. Las redes que de verdad deciden siguen funcionando a base de cafés, silencios y códigos que saben quién entra y quién no. Spoiler: ellas, pocas – y por supuesto, de la cuerda, pero ese es otro tema para otro post-.

Así que sí, tenemos presidenta. Y no, no es suficiente. Porque no basta con una mujer arriba si el resto del edificio sigue blindado a cal y testículo. Lo que hay no es solo una falta de paridad. Es una estructura que premia lo masculino, castiga lo que incomoda y cronifica la desigualdad. Y por más nombres femeninos que incorporen con cuentagotas, el problema no es la velocidad del cambio: es que no quieren cambiar.

Podrán decir que soy un martillo, pero al menos tengo claro quiénes son los clavos.