¿Aún no tenéis vuestro Kit Digital? La Pandemia de COVID-19 detuvo por completo los mecanismos de la economía mundial en marzo de 2020. Los fondos Next Generation nacieron como el truco de magia más ambicioso de la Unión Europea desde su propia fundación. Bruselas decidió endeudarse en común —algo que hace diez años parecía herejía— y poner sobre la mesa 750.000 millones de euros para tratar de reactivar la economía. España recibió más de 140.000 millones, de los cuales unos 70.000 eran transferencias directas, sin obligación de devolución. La condición era clara: había que gastarlos en proyectos que modernizaran la economía, impulsaran la transición ecológica, aceleraran la digitalización y reforzaran la resiliencia social tras el shock del virus. No se trataba de cubrir baches, sino de cambiar de coche entero: menos gas, más renovables; menos ventanilla con sello, más tramitación digital; menos empleo precario, más formación de futuro.
Ese era el plan sobre el papel. En la práctica, los fondos tenían un temporizador implacable. Europa no dio un cheque en blanco, dio un dinero con caducidad. Para recibir cada tramo había que cumplir hitos —reformas, indicadores de ejecución— y justificar cada euro con expedientes verificables. El calendario europeo fija 2026 como la fecha límite: lo que no se haya comprometido y certificado, se pierde. Así que la urgencia venía incorporada en el paquete. Y cuando el mensaje es “gástalo o lo pierdas”, ya se sabe qué gana: la cantidad sobre la calidad. Y, tratándose de España, la tentación eterna: Esa habilidad nacional para paracer que se trabaja, inflar facturas con retórica verde y colar proyectos con más cuento que realidad.
Ejemplos hay muchos. El llamado PERTE del vehículo eléctrico y conectado movilizó 4.300 millones de euros en ayudas públicas y más de 19.000 millones en inversión total prevista, con la reconversión de las plantas de Seat y Volkswagen en Martorell y la gigafactoría de Sagunto como emblemas. En lo verde, Iberdrola recibió apoyo para proyectos de hidrógeno en Puertollano (150 millones de inversión) y parques fotovoltaicos; Endesa obtuvo financiación para planes de almacenamiento energético y despliegue renovable. En el frente digital, el Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas destinó 2.600 millones de euros a modernizar el SEPE, la Seguridad Social —otro día hablamos de esto— o la Agencia Tributaria, con resultados desiguales: nuevos portales en línea acompañados de caídas constantes de sistemas. El Kit Digital, dotado con 3.067 millones, repartió hasta 12.000 euros por empresa a más de 300.000 pymes y autónomos para implantar páginas web, tiendas online o software de gestión: una avalancha de contratos pequeños que sostuvieron a miles de microempresas tecnológicas. En lo social, los programas de rehabilitación energética de viviendas contaron con más de 6.800 millones de euros, aunque en muchas comunidades de vecinos la burocracia fue más rápida que los albañiles.
En todos esos frentes, las “consultoras” que brotaron como setas hicieron de notarios y arquitectos del gasto: preparaban memorias, redactaban convocatorias, gestionaban consorcios, armaban informes de impacto. Su negocio no era plantar aerogeneradores ni programar software, sino convertir requisitos europeos en documentos capaces de superar una auditoría. Y del otro lado, las administraciones que aprobaban los proyectos tampoco se quedaban cortas en imaginación: la picaresca fue compartida, un juego de guiños mutuos donde unos redactaban y otros sellaban, todos sabiendo que Bruselas acabaría pagando la ronda.
El problema es que ese flujo extraordinario de pasta tiene fecha de caducidad. El dinero no se renueva: lo que no se haya adjudicado o ejecutado en los plazos se esfuma, porque Europa no abre grifos eternos. Ahora, en 2025, la música se apaga. Los grandes programas están comprometidos y lo que queda son los deberes aburridos: justificar, auditar, cerrar. Terreno poco fértil para los ejércitos de consultores que vivieron del “proyecto tractor” como si fuera una mina infinita. Muchas de esas firmas adaptaron su estructura a este flujo excepcional: contrataron en masa, ampliaron oficinas, se endeudaron para crecer. Sin el maná europeo, esos balances empiezan a parecer castillos de arena.
Y todavía queda la segunda parte: la revisión. La Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF) y la Fiscalía Europea ya investigan expedientes sospechosos. Proyectos inflados, digitalizaciones que nunca se ejecutaron, rehabilitaciones que se quedaron en el papel. No bastará con devolver el dinero: habrá sanciones, inhabilitaciones y titulares. Lo que ayer se presentaba en ruedas de prensa como “transformación histórica” puede convertirse mañana en sumario judicial. Me juego kikos contra pesetas a que los procesos por corrupción a cuenta de estos fondos van a ser noticias durante los próximos 15 años, y no los pierdo.
La paradoja es cruel. Los fondos sirvieron para evitar un colapso, para sostener empresas y para impulsar transiciones necesarias. Pero también crearon una burbuja de consultoría y proyectos artificiales que ahora colapsa con la misma rapidez con la que se infló. Los Next Generation fueron un caudal extraordinario, condicionado y finito. Se usaron para poner parches brillantes y, en algunos casos, para cambios reales. Pero al acabarse el caudal, lo que queda es un paisaje de despachos sobredimensionados, facturas en revisión y una economía que sigue necesitando modernización. Y, por supuesto, un relato nuevo de picaresca a la española: el enésimo episodio de cómo convertir una oportunidad histórica en una revista de enredos con final tragicómico.