Cotizar o morir

En algún momento entre los faxes de papel térmico y el iPhone 16 Pro Max perdimos la guerra. Mientras nos entretenían con la ficción de que “el trabajo es la mejor política social”, empezó a cocerse la revolución que ahora nos ha explotado en la cara: inteligencia artificial, robots, algoritmos que aprenden más rápido que cualquier becario y que no cobran dietas, cadenas de montaje que parecen sacadas de una película de ciencia ficción y call centers que ya no atiende ni Dios, solo un chatbot con acento neutro y sonrisa digital. Y, como en toda buena historia de progreso, hay ganadores y perdedores. Los ganadores están claros: Amazon, que presume de enviar un paquete en menos de 24 horas gracias a almacenes robotizados donde un puñado de trabajadores humanos se dejan la espalda compitiendo con las máquinas; Telefónica, que externaliza y automatiza su atención al cliente mientras despide a miles de empleados con décadas de antigüedad; y el pelotón de startups de moda que reciben rondas millonarias para desarrollar software cuya principal virtud es hacer prescindible a un departamento entero. Los perdedores somos todos los demás: trabajadores reemplazados, sistemas públicos de pensiones que ven desaparecer sus cotizaciones, y Estados que, con la caja vacía, se atreven a recortar sanidad o educación mientras sonríen a los inversores en Davos. Incluso hay quien, como la Ilustrísima marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo, sugiere sin pestañear que quizá debamos “sacrificar festivos, vacaciones y (estado de) bienestar” en nombre de causas superiores. Como si la solución al vaciado de la Seguridad Social por la automatización fuera que el trabajador renuncie a su descanso, en vez de que el empresario comparta un poco de la plusvalía que sus máquinas producen. Es el asqueroso truco de girar la cámara: señalar el supuesto exceso de derechos laborales mientras los beneficios empresariales engordan sin tocar un céntimo de su contribución real al sistema. Si de verdad queremos defender la democracia y la libertad, lo primero es garantizar que la productividad que generan las herramientas tecnológicas también se traduce en recursos para sostener el Estado social, no en más jornadas interminables para quienes aún tienen empleo.

La tecnología aumenta la productividad -lo viene haciendo desde que Joseph Marie Jacquard fabricase el primer telar mecánico-, los beneficios se concentran en manos del accionista, las cotizaciones no crecen porque el empleo humano mengua o se precariza, y lo que ganan ellos lo pierde la caja común. Marx lo explicó sin conocer Silicon Valley: la plusvalía es el valor que produce el trabajador y que no se le paga. Solo que ahora, con la robotización, la extracción de plusvalía es exponencial. Antes había que exprimir al obrero con más horas o más intensidad; ahora basta con sustituirlo por un software. Y la máquina, para colmo, no pide vacaciones ni tiene hijos que mantener. El único “salario” que recibe es electricidad barata y una licencia de uso.

Permitidme un ejemplo que -para mi lo explica bien: Un pequeño despacho de abogados. En los años 70, un bufete de tres o cuatro letrados solía tener un auténtico ejército de apoyo: dos mecanógrafas o secretarias para escribir demandas a máquina, una telefonista para atender llamadas, un ordenanza que iba y venía del juzgado cargado de carpetas y un contable que llevaba facturas y nóminas. Siete, ocho, incluso diez personas en nómina, todas cotizando. Sin esa estructura humana, el abogado no podía producir. Hoy ese mismo despacho tiene los mismos tres o cuatro letrados… y un administrativo a tiempo parcial que hace de secretaria, contable y mensajero, apoyado en Word, Excel, un software de gestión en la nube, LexNET y, cada vez más, inteligencia artificial que redacta borradores y revisa contratos. El resultado: la misma o mayor facturación que en los 70, mucha más productividad por persona… y menos de la mitad de cotizantes. Lo que antes iba a la Seguridad Social vía nóminas ahora se queda en la cuenta del socio, porque las herramientas no cotizan.

Y no es un caso aislado. En la banca, donde antes había oficinas en cada barrio con varias personas en ventanilla, ahora se empuja a los clientes a operar con una app o un cajero inteligente. El banco ahorra millones en salarios y cotizaciones, pero no aporta un euro extra a la Seguridad Social por los miles de operaciones que procesa un algoritmo en lugar de un cajero. En las grandes superficies, las cajas de autopago sustituyen a cajeras que antes tenían nómina y vacaciones; el supermercado se embolsa el ahorro y, otra vez, el sistema público pierde ingresos. En el transporte, empresas como Uber o Cabify usan software de asignación automática de viajes que antes habría requerido un centro de llamadas; la plantilla desaparece, la app no cotiza y los beneficios suben.

Mientras tanto, el trabajador que queda se convierte en un apéndice de la máquina, su productividad medida en euros por hora se dispara, pero su sueldo sigue igual o, con suerte, sube lo que marque el IPC (si sube). La diferencia no va a un fondo solidario, sino a recompras de acciones de Microsoft, bonus de directivos, o dividendos que acaban en un paraíso fiscal como reserva societaria. Y el sistema público, que se financia sobre la ficción de que todos trabajamos y cotizamos, se queda con un agujero cada vez más grande.

En un sistema de reparto como el español, las cotizaciones presentes pagan las prestaciones actuales. Si los empleos desaparecen o se convierten en “colaboraciones” de 300 euros al mes para Glovo, la base de ingresos se hunde. Menos cotizantes, menos ingresos; y, a la vez, más gasto porque los expulsados por la tecnología acaban dependiendo de subsidios o rentas mínimas. La paradoja es grotesca: producimos más riqueza que nunca, con menos esfuerzo humano, y el discurso oficial sigue siendo que “no hay dinero” para sostener la red de protección social.

Cuando se plantea una cotización digital —que las empresas paguen a la Seguridad Social por el trabajo que hacen sus máquinas—, la respuesta de la patronal es de manual: que ya pagan impuestos. No dicen que esos impuestos son cada vez más fáciles de esquivar con ingeniería fiscal, y que el sistema de cotizaciones actual está pensado para un mundo con trabajo humano masivo. El resultado de su silencio es claro: los beneficios de la automatización se privatizan y las pérdidas se socializan.

La mecánica sería tan sencilla como molesta para el lobby: identificas la herramienta que sustituye trabajo humano (un robot en una nave de SEUR, un algoritmo que hace el trabajo de diez analistas en BBVA), calculas cuánto ahorro de salarios y cotizaciones supone y aplicas un porcentaje que va directo a la Seguridad Social. Como con las emisiones de CO₂: si contaminas, pagas; si despides a la mitad porque una máquina lo hace más rápido, también pagas.

Y no estamos solos en la idea. Corea del Sur lleva años discutiendo un impuesto a los robots. El Parlamento Europeo debatió en 2017 la figura de una “personalidad electrónica” para que ciertos sistemas paguen impuestos. Incluso Bill Gates —que no es precisamente un sindicalista— sugirió que, si un robot reemplaza a un trabajador, debería pagar lo mismo que ese trabajador cotizaba. No se trata de frenar el progreso, sino de que el progreso siga sosteniendo el contrato social en vez de vaciarlo.

Las excusas son tan previsibles como inanes. Que esto frenará la innovación, dicen, como si pagar impuestos hubiera detenido la fiebre del oro de la inteligencia artificial. Que es difícil medir el impacto, como si no lleváramos décadas calculando huellas de carbono o cánones por copia privada. Que ya invierten en formación, dicen los mismos que recortan plantillas y ofrecen “reciclaje” de dos tardes en un aula virtual.

Aquí la discusión de fondo no es técnica, sino moral. ¿Quién debe beneficiarse del incremento de productividad que trae la tecnología? Si la respuesta es “solo el accionista”, entonces asumimos un feudalismo digital en el que la mayoría sobrevive a expensas de una élite propietaria de máquinas y algoritmos. Si entendemos que esa productividad es hija de siglos de conocimiento colectivo, de universidades públicas, de infraestructuras pagadas entre todos y de marcos legales que garantizan mercados estables, entonces la conclusión es obvia: parte de esa ganancia debe volver a la sociedad que la hizo posible.

El encaje jurídico es viable: bastaría reformar la Ley General de la Seguridad Social para reconocer como hecho imponible la “actividad económica automatizada sustitutiva de empleo humano”, con una base de cotización calculada sobre el ahorro de costes laborales y la productividad incremental atribuible a la automatización. Y sí, que se coordine a nivel europeo, para que Amazon, Google o Iberdrola no se muden de repente a Malta, Bahamas o a Delaware.

No hacerlo tendrá consecuencias catastróficas. Un sistema de Seguridad Social sin ingresos suficientes acaba reduciendo prestaciones, endureciendo requisitos y desplazando a millones de personas hacia seguros privados, rompiendo la lógica de solidaridad que lo sustenta. Un mercado laboral en el que las máquinas trabajan gratis para el empresario pero no para el conjunto de la sociedad es un mercado condenado a producir desigualdad extrema. Y un Estado que mira hacia otro lado mientras se vacía su principal instrumento de cohesión social es un Estado que abdica de su función.

La revolución tecnológica no es un fenómeno meteorológico inevitable; es un proceso político y económico. Si lo dejamos en manos de quienes ya están ganando, la concentración de riqueza será obscena y el Estado social se convertirá en un souvenir del siglo XX. Las cotizaciones digitales no son un impuesto más: son el cinturón de seguridad de un contrato social que, sin ellas, se estrellará contra el muro de la desigualdad.

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