Trabajé quince años en el Turno de Oficio, metido hasta los codos en casos de violencia de género; prácticamente desde la creación del turno especial en Madrid, y saqué una cosa en claro: las personas no somos seres de luz. Ni los hombres, ni las mujeres. Ni las víctimas, ni los verdugos. Ni yo, que escribo esto, ni tú, que me lees.
Durante aquellos años, defendí a muchas mujeres con miedo real. Un miedo que se palpaba, cuando te entrevistabas con ellas en despachos sin ventanas de comisarías y de pisos seguros; mientras te explicaban con voz hueca cómo habían aprendido a caminar sin hacer ruido en su propia casa. Mujeres con huesos rotos, autoestima hecha polvo, metidas en un procedimiento que a veces no habían pedido y que, demasiadas veces, llegaba tarde.
También defendí a muchos hombres en el turno general. Algunos eran exactamente como los imagináis, daban miedo, y yo estaba convencido de que no merecían salir a la calle ni un minuto más. Pero otros no. Algunos eran simplemente idiotas, torpes, incapaces de gestionar una ruptura o una discusión sin violentarse. Mucho consumo de sustancias. Y sí, también vi algunos casos en los que la denuncia era falsa. O interesada. O una herramienta más en una guerra por la custodia, el dinero o la vivienda. Humanidad cruda en todo su esplendor.
Hace cinco años que no estoy en el turno. Pero lo que aprendí allí me acompaña en mi día a día, porque gracias al derecho penal aprendí que el problema no es solo el delito, ni siquiera la víctima o el acusado. El problema es el relato. Esa necesidad de reducir todo a blanco o negro, a buenos y malos, a víctimas perfectas y monstruos sin matices, cuando la realidad es mucho más compleja de lo que jamás podamos plasmar en un atestado policial o en un informe pericial psicosocial.
Sí: hay denuncias falsas. Existen. Son mínimas, pero existen. Decirlo no niega la realidad abrumadora de las violencias machistas. Lo que niega la realidad es fingir que el sistema es infalible o que no hay quien se aprovecha de él. Lo que niega la realidad es cerrar los ojos a lo incómodo para que nadie se incomode.
Los medios de protección que existen son necesarios —imprescindibles; ahí están las cifras—. Hemos pasado de 70 asesinatos machistas anuales a “solo” 50. Poco a poco. Pero no podemos permitir que esas medidas de protección se gestionen desde el miedo a cuestionar nada, ni desde la comodidad de repetir mantras como si fueran leyes naturales. Porque esto no es una religión. Y en derecho, el dogma mata el pensamiento.
Lo que sí me ha dejado este recorrido —y de esto hablo poco, pero lo pienso a menudo— es un cierto escepticismo. No cinismo ni indiferencia. Un filtro que se activa cada vez que abro el periódico y leo una noticia sobre violencia de género. Especialmente cuando viene ya cocinada con todos los ingredientes para generar indignación instantánea: Hay que vender papeles, hay que levantar audiencias. Entonces, antes de opinar, antes de compartir, me acuerdo de las veces que lo que parecía obvio se desmontó con el tiempo. De cómo los detalles importan. De cómo, a veces, la historia que se cuenta no es la que ocurrió.
Ese escepticismo no me hace negar la violencia machista. Me hace desconfiar de los relatos cerrados, de los linchamientos exprés, de la verdad servida en bandeja de tuit. Me hace pensar que lo más peligroso para cualquier sistema de justicia no es el error, sino la fe ciega.
También me hace mirar con cierta tristeza cómo se ha ido perdiendo la complejidad en el discurso público. Todo tiene que ser rotundo, urgente, inequívoco. Y, sin embargo, la experiencia profesional —al menos la mía— me ha enseñado que en los juzgados casi nunca hay certezas totales. Hay matices, hay contextos, hay historias mal contadas, declaraciones contradictorias, silencios incómodos. Hay personas.
Muchas veces he salido del juzgado con una sensación de victoria que se parecía demasiado al vacío. Porque sabías que habías hecho tu trabajo, que habías ganado el recurso o conseguido la orden de alejamiento o de protección, pero también que aquello no resolvía nada de fondo. Porque esa chica iba a volver a casa con miedo. O porque ese hombre se iba con una condena que, sí, merecida, pero sin haber entendido nada.
Cada vez tengo más claro que si queremos que el sistema funcione, necesitamos algo más que leyes y protocolos. Necesitamos una mirada crítica, compleja, incómoda. Una que entienda que hay víctimas imperfectas, agresores que también lloran, y mentiras que hacen daño a las verdaderas. También necesitamos asumir que la verdad no se encuentra en el primer tuit que llama a un linchamiento, ni en la declaración más impactante. Que la justicia no es automática ni viral. Que hacer justicia es, a menudo, incómodo. Y que defenderla implica mojarse. Decir cosas que no siempre gustan. Y pensar antes de señalar.
No, no somos seres de luz. Por eso necesitamos justicia. Pero justicia de verdad, no liturgia. Y para eso, hace falta gente que sepa mancharse las manos. Gente que haya estado allí. Y que, aunque ya no esté, no olvide lo que vio.