Lo que esconden las togas.

Ya sabéis que no me gustan los jueces. No por deporte —aunque a veces parece que también—, sino por experiencia. Cuando eres un martillo, todos los problemas te parecen clavos, y los jueces llevan siglos repartiéndose el taller como si fuera suyo. Pero ni siquiera eso sería tan grave si, al menos, lo hicieran entre todos. Y no, no me refiero a todos como ciudadanos. Me refiero a todos como varones. Porque lo del Tribunal Supremo no es falta de perspectiva. Es machismo estructural, puro y duro, sostenido por siglos de cortesía patriarcal y tradición jurisdiccional.

María Isabel Perelló es la primera mujer en presidir el Supremo. Lo digo rápido para que no se note que han pasado más de 200 años desde que se fundó la institución. Presidenta desde 2024. Primera. En pleno siglo XXI. Más que un dato, es una confesión: no cuela, pero agradecemos el esfuerzo. El problema no es Perelló, que ha llegado donde otros no quisieron dejarla llegar antes. El problema es que el resto sigue intacto. El techo de cristal no se ha roto: le han hecho una trampilla para que pase una, mientras las demás siguen mirando desde abajo.

Actualmente, en el Tribunal Supremo hay 81 cargos togados: la presidenta, un vicepresidente, cinco presidentes de Sala y 74 magistrados. De esos, solo 10 son mujeres: Un glorioso 12,34 %, en un país donde más del 57 % de la carrera judicial está compuesta por mujeres. Lo llaman meritocracia, pero es más bien una meritoparálisis. El talento femenino llega, pero nunca sube. Se queda atascado entre la toga y el techo de mármol. O de cristal. O de lo que sea que no se ve pero que no se rompe.

Este año se han incorporado tres nuevas magistradas. Muy bien. Ya no somos diez, ahora somos trece. Perdón, ellos son sesenta y ocho y ellas trece. Igual es que soy malo con los porcentajes. O igual es que el CGPJ es bueno con las excusas. Porque mientras se llenan la boca con “igualdad”, los de siempre siguen colocando a los mismos de siempre en los sitios de siempre. Las presidencias de Sala, por ejemplo: cuatro de cinco siguen en manos masculinas. La única mujer, María Luisa Segoviano, está en lo Social. Ya sabéis: los temas de cuidar, los temas de parir, los temas que ellos dejan para ellas.

Y luego está lo de las candidatas que se retiran “por responsabilidad”. Ana Ferrer, Pilar Teso. Dos magistradas con currículo de sobra, que se bajan del tren para no generar “tensiones”. Qué curioso que la tensión siempre estalle cuando una mujer opta a un cargo de poder. Qué curioso que el consenso siempre suene con voz de varón.

Porque, seamos honestos: esto no es una anomalía. Es un sistema. España es machista, su judicatura también, y su Tribunal Supremo no iba a ser la excepción que rompiera la regla. Aquí la igualdad es algo que se celebra en discursos, no en nombramientos. Se elogia en informes, pero se desactiva en los pasillos. Las redes que de verdad deciden siguen funcionando a base de cafés, silencios y códigos que saben quién entra y quién no. Spoiler: ellas, pocas – y por supuesto, de la cuerda, pero ese es otro tema para otro post-.

Así que sí, tenemos presidenta. Y no, no es suficiente. Porque no basta con una mujer arriba si el resto del edificio sigue blindado a cal y testículo. Lo que hay no es solo una falta de paridad. Es una estructura que premia lo masculino, castiga lo que incomoda y cronifica la desigualdad. Y por más nombres femeninos que incorporen con cuentagotas, el problema no es la velocidad del cambio: es que no quieren cambiar.

Podrán decir que soy un martillo, pero al menos tengo claro quiénes son los clavos.

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