Siempre digo que mantengo un sano desprecio por la autoridad. No por rebeldía estética ni por impulso adolescente, sino porque he aprendido —leyendo, escuchando y participando en juicios— que la policía miente. No todas las veces, pero las suficientes como para que la excepción haya dejado de ser tranquilizadora. Miente en los atestados, miente en el estrado, miente en ruedas de prensa. Y lo más grave no es la mentira en sí, sino que el sistema esté diseñado para creer esa mentira. Por eso desconfío. No de la ley, sino de quienes tienen que aplicarla.
Los policías mienten. No sólo mienten en el estrado para asegurarse una condena, porque al final del día, ellos tienen Presunción de veracidad; ese principio jurídico por el cual se considera cierto, salvo prueba en contrario, lo que afirman los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Y por si acaso salváramos la prueba, a veces las fabrican. Y lo hacen, no porque el sistema esté roto, sino porque esa posibilidad —la de alterar, ocultar o inventar— forma parte del margen operativo del poder. A veces es un atajo. Otras, una venganza. O una estrategia. A veces, incluso, una convicción moral. Pero detrás de cada caso donde la verdad se manipula, hay algo más que un “exceso puntual”: hay una lógica institucional que lo permite, lo cubre o lo premia.
Las motivaciones varían. Hay agentes que fabrican pruebas para proteger intereses personales o de terceros. Casos de policías que plantan drogas o armas por encargo de confidentes, exparejas o amigos. Montajes para saldar cuentas privadas a través de la autoridad. La policía no actúa como sujeto aislado: es, muchas veces, herramienta para conflictos ajenos, con acceso privilegiado a la maquinaria legal. Basta un informe bien redactado para que un ciudadano pase de testigo a culpable. Basta una prueba colocada para que la justicia se deslice sin fricción.
Otras veces, el montaje responde al “efecto cazador”: cuando los cuerpos de seguridad están convencidos de que alguien es culpable, pero no tienen pruebas suficientes. Entonces se empuja el relato. Se fuerza una declaración. Se oculta lo que no encaja. Se reescribe el atestado. Todo con una justificación implícita: mejor un culpable fabricado que un culpable libre. El resultado no siempre es el error judicial. A menudo es el éxito policial. Y ese éxito se celebra, se premia, se sube a ruedas de prensa. A nadie le interesa preguntar cómo se consiguió.
Y luego está la dimensión política. El uso de la policía como actor de orden ideológico. Aquí no se busca justicia, sino escarmiento. La fabricación de pruebas opera como castigo preventivo: contra manifestantes, militantes, periodistas o figuras incómodas. Se detiene primero, se justifica después. Se busca un titular que calme al poder o desvíe la atención pública. La verdad deja de importar cuando el delito cumple una función simbólica. Es la policía como lenguaje, no como servicio.
Lo más delicado, como decía, no es que haya policías que mientan, sino que el sistema esté diseñado para creerlos siempre. Los informes policiales gozan de presunción de veracidad. Un agente no necesita pruebas irrefutables: le basta con redactar un relato coherente. Si un ciudadano lo contradice, será este quien deba demostrar su inocencia. La carga de la prueba se invierte sin declararlo. Y cuando la mentira se descubre, rara vez hay consecuencias proporcionales. El sistema tolera mejor una prueba falsa que una desobediencia jerárquica.
La fabricación de pruebas no es una patología ocasional. Es un recurso operativo. Puede deberse al abuso, al celo o al encargo, pero en todos los casos se apoya en lo mismo: una relación desigual entre quien tiene la potestad de escribir lo ocurrido y quien solo puede negarlo.
La pregunta no es si ocurre. Ocurre. Y en ese momento -en el estrado y mientras le interrogas-, se te queda cara de gilipollas, porque sabes que el policía está mintiéndole a la cara al juez. La pregunta es cuántas veces pasa sin que nadie lo sepa. Y por qué seguimos llamando justicia a lo que muchas veces es solo una narrativa institucional, incuestionable.