Montoro & Secuaces, asesoramiento SL.

En España, muchas leyes ya no se escriben en el Congreso. Ni siquiera en los ministerios. Se redactan en despachos privados con suelo técnico, café de máquina superautomática y tarificación por hora. Las grandes consultoras globales —Deloitte, PwC, EY y KPMG, conocidas como las Big Four— hace tiempo que dejaron de ser solo auditoras: ahora también son arquitectas del marco legal. Diseñan normativas, redactan borradores de ley y marcan la agenda de reforma con una naturalidad que ya no escandaliza a nadie.

Estas empresas, participadas de los fondos más poderosos del mundo, han conquistado el espacio que antes ocupaban los técnicos del Estado. Porque saben más, cobran mucho mejor y, sobre todo, ofrecen algo irresistible: soluciones empaquetadas. No necesitan influir a escondidas; trabajan con el membrete del ministerio. Hacienda les pide propuestas fiscales, Trabajo les consulta cambios regulatorios, Economía les encarga análisis de impacto. La misma firma que audita una empresa diseña la legislación que esa empresa tendrá que cumplir. Todo legal. Todo impecable. Todo alarmante.

En un caso reciente, el Ministerio de Hacienda contrató a PwC para asesorar en la reforma del sistema de módulos del IRPF. La misma firma asesora a grandes empresas del transporte y la distribución, sectores directamente afectados por ese cambio. Otro: EY participó en el diseño del marco regulatorio que permite a empresas de tecnología financiera operar en condiciones de excepción legal. Varias de esas fintech eran, a su vez, clientes suyos. Conflicto de intereses, sí. Consecuencias, ninguna.

Pero el caso más grave —y no solo simbólicamente— es el de Cristóbal Montoro. Exministro de Hacienda, fundador del despacho Equipo Económico —antes “Montoro y Asociados”—, no solo aprovechó su red de contactos e información institucional: su firma cobraba directamente de empresas que buscaban modificar normas fiscales en su beneficio. En varios casos, el despacho redactaba propuestas normativas que luego eran trasladadas —por cauces informales pero eficaces— a los órganos encargados de legislar. Es decir, se pagaba por obtener regulación a medida. No estamos ante simple influencia: estamos ante una estructura que vendía legislación favorable desde dentro del sistema.

Pero lo más relevante es cómo funcionaba esa estructura. Equipo Económico no era solo una oficina de asesoría fiscal. Era una plataforma poblada de exfuncionarios y altos cargos de Hacienda y Economía: técnicos, inspectores y exdirectores generales con experiencia directa en el funcionamiento interno del Estado. Entre ellos, destacan Ricardo Martínez Rico, exsecretario de Estado de Presupuestos; Francisco Piedras, exasesor de Hacienda; o José María Romero de Tejada, vinculado al Instituto de Estudios Fiscales. Muchos venían de la administración, otros volverían después. Algunos mantenían contacto directo con cargos en activo. El resultado era un circuito cerrado: del Gobierno al despacho, y del despacho a la norma.

No se trataba de “influencia legítima”. Era una puerta giratoria industrializada. La firma ofrecía a sus clientes no solo conocimientos técnicos, sino acceso directo a quienes podían ajustar la legislación a medida. En la práctica, el despacho actuaba como una agencia privada de ingeniería legal con terminales en el BOE. Y lo hacía mientras Montoro era ministro. No es que conociera el sistema: era el sistema.

La normativa fiscal ya no se diseña pensando en la redistribución o la equidad, sino en las prioridades de los clientes de quien redacta el primer borrador. No es que las empresas presionen al Estado. Es que lo contratan.

Esta forma de operar no es una excepción española, pero aquí se ha normalizado con una pasividad preocupante. El acceso a la legislación ya no depende del interés público, sino del presupuesto. Las grandes firmas privadas actúan como intermediarias estables entre el poder económico y el legislativo. Redactan, filtran, negocian. Lo hacen sin necesidad de esconderse, porque lo hacen desde dentro. Con membrete, con contrato, con justificación técnica. Y lo llaman Lobby porque llamarlo soborno les daba vergüenza.

Mientras tanto, el ciudadano vota, pero no decide. La letra pequeña de las normas ya está escrita cuando el diputado pulsa el botón. Las grandes empresas no necesitan sobornar a nadie. Les basta con contratar a quien redacta la ley. Como en el caso Montoro, lo importante ya no es corromper el sistema, sino integrarse en él. Con factura, con corbata, en un reservado del Ten con Ten y sin escándalo.

Nos han vendido que esto es profesionalización. Que regular el lobby, como sugieren los medios de comunicación – controlados por los mismos fondos que son los dueños de las auditoras- crear registros y aplicar códigos de conducta es suficiente. Pero no estamos ante un problema de transparencia, sino de soberanía. Cuando las normas se escriben fuera del espacio público, el problema no es quién las firma, sino quién las dicta.

Vivimos en un Estado de derecho cuyo marco legal empieza a ser redactado por el mercado. Las Big Four no están al margen del poder: son parte estructural de su funcionamiento. No porque lo hayan robado, sino porque nadie se lo ha impedido. Y cada vez que eso ocurre, la democracia no muere de un golpe. Solo se diluye, despacio, en un documento Word de 98 páginas, enviado por SharePoint cifrado, a nombre del asistente del subsecretario de estado correspondiente.

Deja un comentario