Julio de 2025. Ya estamos a punto de cerrar la primera ola de calor de la temporada. Salgo a la calle a las tres y media de la tarde. Madrid brilla como una plancha recién encendida. No hay una nube en el cielo. No hay una sombra. No hay un banco en el que sentarse sin quemarse los isquiones o partirse la espalda. Lo que sí hay es granito, acero y ese silencio insoportable que hace cuando todo el mundo está huyendo de la calle. ¿Dónde está mi ciudad?
No se ha ido. La han echado. Y no con violencia explícita, sino con un plan urbano en mente. A esto le llaman arquitectura hostil. Yo lo llamo represión blanda.
Empezó con un banco. Uno partido por el medio.En el caso de Madrid, unas espantosas sillas partidas, donde antes, tradicionalmente había bancos. Son incomodas para sentarse. E imposible hacerlo en grupo. Con una barra que impide tumbarse. O sin respaldo. O sin sombra. O de piedra. Duro, caliente, inútil. Y siguió con aceras vacías, jardineras enormes donde antes había bancos, bolardos de metal cada tres pasos. Plazas desarboladas que recuerdan las eras de los puebles. Todo pensado para lo mismo: que no te pares. Que no te reúnas. Que no descanses.
Esto no es casual. Es una política. Se diseña la ciudad para que el espacio público sea tan incómodo que nadie quiera utilizarlo. A menos que pagues una terraza. A menos que te refugies en un centro comercial. A menos que consumas. Entonces sí. Entonces puedes estar.
Y luego está el calor. Que ya no es una anécdota, es una condena. Las temperaturas extremas no son una posibilidad: son una certeza. Pero en Madrid siguen actuando como si estuviéramos en Oslo. Se talan árboles. Se pavimentan plazas con piedra clara, radiante. Se instalan estructuras modernas que dan el mismo frescor que una tostadora. Y los toldos —esos mínimos sistemas de dignidad urbana— son anecdóticos. Un cuadrado de tela sobre una plaza de cien metros. En unos años, nos enteraremos de qué empresa ha untado a qué subalterno del carahuevo y nos llevaremos las manos a la cabeza, sorprendidísimos, preguntándonos, como semejante mierda pudo costar millón y medio de euros -Aunque, por lo menos han servido para acuñar la expresión “ser más inútil que un toldo de Almeida”.
Sentarse ya no es un derecho, es un privilegio. Y si lo haces en un banco público, que sea rápido. Porque los han diseñado para expulsarte. Son fríos en invierno, abrasadores en verano, sin respaldo, sin apoyo. A veces están divididos con metal. A veces inclinados. A veces parecen bancos, pero no lo son.
Esto no es casualidad. Es una estrategia de diseño. El mobiliario urbano se ha convertido en una herramienta de control social. Una arquitectura que comunica: «Aquí no te quedes. Aquí no estorbes. Aquí no vivas.»
Pero la mayor traición es otra. Es cerrar el Retiro. Pasa cada vez que hay alerta por calor. Justo cuando más necesitamos el parque. Justo cuando el asfalto quema y los edificios devuelven el fuego. Justo cuando la ciudad nos aplasta. Entonces, cierran el pulmón verde de Madrid. Y lo hacen con el argumento más perverso: «por tu seguridad».
¿Mi seguridad? ¿No sería más seguro dejarlo abierto, dejar que la gente se refugie bajo sus árboles, que descanse, que no colapse en una calle sin sombra?
Lo que hacen al cerrar el Retiro es criminalizar el descanso. Es cancelar el derecho al asueto. Es suspender, en nombre del calor, la posibilidad de estar en paz sin pagar por ello. Es quitarnos, en el momento más necesario, el último espacio gratuito, público y verde de verdad que queda en el centro de Madrid.
Todo esto responde a una lógica muy clara. La ciudad no se diseña para todos. Se diseña para los que pagan. Para los que consumen. -porque el Florida Park sigue abiero- Para los que tienen coche o tarjeta. El resto: fuera. No con multas. No con porras. Con mobiliario. Con decisiones de diseño. Con una incomodidad tan constante que te echa sola.
Es la nueva eugenesia urbana: no se combate la pobreza, se la oculta. No se ayudan a los sintecho, se les quita el banco y miramos hacia otro lado ante los nuevos asentamientos chabolistas a lo largo de las vías del tren en torno a la A-42. No se gestiona la desigualdad, se oculta tras una plaza bonita y sin sombra. Se hace limpieza social con plano y catálogo.
Lo más triste es que esto no indigna. No escandaliza. No sale en los medios. La oposición lo deja pasar. El progresismo institucional mira hacia otro lado o se entretiene en batallas culturales que no tocan el suelo. Nadie se pone a defender los bancos. Nadie organiza una campaña contra el toldo. Nadie planta árboles como acto de resistencia.
Y mientras tanto, cada año hay más cemento, menos sombra y más plazas vacías de vida. Llenas de diseño y vacías de uso. Espacios que simulan ser públicos, pero que no lo son. Porque un espacio en el que no puedes estar no es tuyo. Es una escenografía. Un decorado que se llama ciudad pero que no te quiere dentro.
Parece ridículo, pero no lo es: sentarse se ha convertido en un acto político. Pararse sin consumir. Tumbarse en un banco. Reunirse sin pagar entrada. Hacer vida sin ticket de compra.
Lo que se juega aquí no es solo el derecho a descansar. Es el derecho a estar. A ocupar el espacio que pagamos con impuestos pero que nos niegan con diseño.
Yo quiero bancos largos, con sombra. Quiero árboles adultos. Quiero parques abiertos cuando más se necesitan. Quiero plazas con vida, no con renders de un centro comercial. Quiero toldos de verdad, no excusas. Y sobre todo, quiero que estar en Madrid no sea un lujo ni una “spanish experience”.
Quiero poder salir a la calle en Madrid en verano sin sentir que el mobiliario urbano me odia. Y si eso es pedir demasiado, es que esta ciudad está dejando de serlo.
Mejor dicho imposible.