En la oficina desayunan con cava todos los días desde que Junts anunciara que rompía el bloque de investidura, pensando que la situación en el soviet bolivariano de la España de Sanchinistan es absolutamente insostenible.
Ya hace mucho tiempo que aprendí a no discutir con los jefes, pero eso no quita que esté convencido de que no vamos a ir a elecciones -por lo menos en los próximos meses-, por mucho que el ambiente huela a disolución. Ni el PSOE ni el PP tienen la más mínima intención de jugársela en las urnas. Y no porque teman perder —eso ya lo dan por amortizado—, sino porque sus “aliados” se les están comiendo la tostada con una tranquilidad pasmosa. Cada semana que pasa, los socios menores ganan foco, marcan los ritmos y reducen al partido grande a una figura de protocolo, esa especie de mayordomo institucional que todavía firma los decretos pero ya no manda del todo.
En Valencia, el relevo de Mazón por Pérez Llorca ha sido el gesto clásico del político que cambia de corbata para seguir igual. Feijóo lo vendió como renovación, pero lo que tiene es un incendio con el nombre de Vox escrito en la pared. El socio “incómodo” ya dicta la agenda y se permite incluso marcarle el tono moral a los populares, que solo pueden asentir con sonrisa de contención. Feijóo mira la escena desde Madrid con cara de “todo controlado” mientras se le descosen los pactos por las costuras. Convocar elecciones allí sería darle a Vox la campaña hecha y el escaño de propina.
El PSOE, por su parte, se aferra al discurso del agravio y la épica de la resistencia, pero la realidad es que ya no tiene a Junts sujetándole el andamio. El apoyo se les ha evaporado entre chantajes cruzados y calendarios imposibles, y ahora todas las leyes pendientes —la de vivienda, la de función pública, la de seguridad nacional— cuelgan de un hilo tan fino que ya ni en Moncloa saben si se aprobarán o se archivarán con dignidad. Sánchez sobrevive a base de comunicados, improvisación y la esperanza de que el calendario juegue a su favor. Pero en política el tiempo nunca es neutral: mientras sus socios se pasean por los platós como árbitros morales del Estado, el PSOE se queda mirando las votaciones como quien espera una moneda al aire.
En Extremadura las elecciones ya están convocadas, y nadie parece tener demasiadas ganas. Feijóo llega con un PP desorientado y una derecha fracturada; el PSOE, con la esperanza tímida de rascar un titular o una foto de victoria moral. Ninguno cree de verdad que vaya a ganar, solo que el otro puede perder un poco más. Y eso, en la política actual, ya cuenta como éxito.
El fondo del asunto es que los dos grandes partidos están atrapados en el mismo bucle: no pueden ir a elecciones porque sus aliados y sus propios barones se han vuelto imprevisibles. Feijóo necesita tiempo, y no solo para mantener a raya a Vox, sino para desactivar a Ayuso, que le pisa los talones y ya hace campaña con la naturalidad de quien no necesita permiso. Si Feijóo no logra neutralizarla antes de 2027, su liderazgo acabará como tantos otros en el PP: envuelto en elogios póstumos y cenas discretas.
Sánchez tampoco puede moverse. Sin Junts, su aritmética parlamentaria es un castillo de naipes y cualquier ley puede convertirse en el golpe de viento final. Tiene que resistir sin gobernar demasiado, fingir control mientras negocia cada coma con partidos que viven mejor siendo árbitros que socios. Convocar elecciones sería regalarle a la derecha el argumento de que “Madrid no escucha” y arriesgarse a un resultado donde el PSOE ni sume ni lidere.
Así que no, no habrá elecciones pronto. No porque el país no las necesite, sino porque a quienes mandan no les conviene. Los unos temen a sus socios, los otros a sus compañeros de bancada. Feijóo quiere tiempo para coser sus costuras internas; Sánchez, para evitar que el castillo se le derrumbe del todo. Y mientras tanto, la ciudadanía observa resignada cómo ambos partidos se reparten los restos del poder, como dos gatos frente a una sardina: uno la araña, el otro la huele, pero ninguno se atreve a dar el mordisco final por miedo a quedarse sin nada.