La hora del berrinche

Mi hija no puede leer un reloj de agujas. Tiene un trastorno de la percepción visoespacial, que además de afectarle en forma de discalculia, hace que las manecillas de un reloj sean un jeroglífico imposible.

Y no pasa nada.

Para ella —como para la mayoría de los críos de su generación— el tiempo se mide en pantallas, en notificaciones, en números claros y exactos. La vida no se detiene porque alguien no sepa distinguir la aguja corta de la larga.

La reacción histérica basta leer los comentarios del siguiente reel de Instagram- de gente que tiene demasiado tiempo libre cuando unos concursantes de OT admiten lo mismo demuestra lo contrario: que los adultos confundimos necesidad con símbolo. Nadie necesita un reloj analógico para saber la hora. Igual que nadie necesita ya un telegrama para mandar un mensaje. La utilidad se fue hace tiempo. Y, sin embargo, el reloj de agujas sigue ocupando un lugar de prestigio en la sociedad porque ha dejado de ser un utensilio y se ha convertido en un fetiche. No es un instrumento para orientarse en el día a día, sino un objeto de admiración. Los relojes mecánicos son pequeñas catedrales portátiles: engranajes que laten como corazones metálicos, complicaciones que desafían el absurdo del tiempo, cajas que condensan siglos de artesanía. Quien se ata un reloj a la muñeca no busca saber si son las cuatro y cuarto; para eso le basta con mirar el móvil; busca sentir que lleva historia, belleza y precisión.

Esa es la diferencia esencial: el reloj de pulsera ya no es una necesidad, pero sí un imprescindible para quienes saben verlo como lo que es, un artefacto cultural. Igual que nadie necesita un vinilo para escuchar música, pero muchos lo veneran como experiencia sensorial insustituible. Igual que nadie necesita escribir con pluma estilográfica, pero hay quienes disfrutan el roce del plumín como una ceremonia íntima. Del mismo modo, en los años 80 a muchos jóvenes les habría parecido casi marciano encontrar un teletipo en una oficina, un fonógrafo de cilindros de cera en el salón de casa o una calculadora mecánica de manivela en una mesa de trabajo: objetos que para sus abuelos eran cotidianos y para ellos ya eran pura arqueología.

Reírse de un chaval porque no sabe leer la hora en un reloj analógico es tan mezquino como ridiculizarlo porque no sabe usar una cámara de carrete. No es su mundo, ni falta que hace. La paradoja es que quienes se indignan por esa supuesta carencia no defienden la función del reloj, sino su aura. Lo que echan de menos no es que los jóvenes lleguen puntuales: es que veneren el mismo objeto que ellos veneran.

Y, ojo, esa veneración es legítima. Admirar un reloj mecánico es rendirse a un milagro de la ingeniería que sigue latiendo, aunque se le haya pasado la época. Es aceptar que hay objetos que no sirven para lo que fueron creados, pero sobreviven porque son bellos. No son necesarios, pero son imprescindibles para quienes han decidido que lo inútil puede ser, precisamente, lo más valioso.

Mi hija jamás llevará un reloj de agujas por necesidad. Quizá algún día admire que exista gente capaz de perder años de vida en diseñar un mecanismo que no hace falta, pero que sigue inspirando. Ahí está el secreto: el reloj ya no mide el tiempo, mide nuestra obstinación por encontrar sentido más allá de la utilidad.

O por lo menos espero que pueda malvender la colección de relojes de su viejo en Wallapop cuando me suba al árbol.

Let’s kill Hitler!

Un viajero del tiempo se planta en Braunau am Inn en mayo de 1889, con un arma, un plan sencillo y la convicción de que, matando a Adolf Hitler en la cuna, se evitarán millones de muertes. Esa premisa —el famoso dilema de “matar a Hitler antes de su ascenso al poder”— funciona como atajo narrativo para explorar la culpa, la ética y las paradojas del viaje temporal. Es uno de los tropos más comunes de la Ciencia Ficción.

Pero si repasamos la literatura, la televisión y otros medios, queda claro que la respuesta dramática que suelen ofrecer estas obras es una de las dos cosas: o el intento fracasa por paradojas y autoconservación de la línea temporal, o la “solución” tiene consecuencias peores o, cuando menos, inesperadas, dependiendo de si nos encontramos en un marco determinista o no.

En Making History, la novela de Stephen Fry, 1996, los protagonistas logran evitar que Hitler nazca; pero la historia no mejora: otro líder igual o más siniestro ocupa su lugar y el mundo resultante no es la utopía esperada. Fry usa la premisa para desmontar la fantasía de la “solución simple” y mostrar la complejidad de las contingencias históricas

En televisión, la versión más directa llegó en el revival de The Twilight Zone (episodio “Cradle of Darkness”, 2002), donde una mujer es enviada para asesinar al bebé Hitler. La historia juega con la empatía y la incapacidad del agente para cometer el acto; cuando finalmente alguien mata al bebé, otro niño es colocado en su lugar —o la acción no cambia el curso—, con lo que la lección es clara: la historia resiste o se reajusta y el “mal” persiste en otras formas. Esa moraleja —la dificultad o imposibilidad de borrar el mal por medios simples— vuelve una y otra vez.

El tropo también aparece como broma o sketch: desde sketches de Robot Chicken, Dcotor Who o Family Guy hasta escenas post-créditos en la segunda película de Deadpool . Incluso políticos y columnistas han usado la pregunta como dilema público, lo que demuestra su potencia retórica fuera de la ficción: la cuestión fue objeto de debates masivos y encuestas en los medios, lo que alimentó más ficciones y discusiones éticas.

¿Por qué es tan atractivo el tropo? Primero, porque condensa en una sola imagen el conflicto moral último: ¿está permitido matar a un niño para salvar a millones de inocentes futuros? Segundo, porque es terreno fértil para jugar con las reglas del viaje temporal: si cambias el pasado, ¿qué pasa con tu presente? ¿Surge una línea temporal alternativa? ¿Se genera una paradoja que impide el cambio? Estas preguntas permiten que la ficción haga lo que la filosofía hace con ejemplos: forzar intuiciones y mostrarlas tensas.

Hay tácticas narrativas repetidas en todos los ejemplos:

La subversión moral: el héroe descubre que matar a un niño, aunque sea “por el bien”, lo corrompe;

La paradoja física: reglas de consistencia temporal (p. ej. Novikov) hacen que el intento se neutralice o cause el surgimiento de la misma figura en otra forma;

El resultado peor: la eliminación de Hitler abre un vacío que llena alguien más brutal o sistemas que producen males diferentes pero comparables. Estas estrategias permiten a la ficción criticar tanto la fantasía simplista de la “solución” como la fe ingenua en la causalidad única de la historia.

¿Por qué tantas finales “malos”? En términos narrativos y filosóficos hay razones sólidas. Desde la perspectiva moral, matar a un inocente —aunque sea para salvar a otros— problematiza la idea utilitarista cuando se incorpora la fragilidad humana: la mayoría de las historias quieren que el lector/espectador cuestione la justificación de la violencia preventiva. Desde la perspectiva de la ficción científica, si el viaje temporal es posible y coherente, los autores deben lidiar con la lógica: la física ficción adopta principios (paradoja, consistencia, multiversos) que suelen empujar la trama hacia la conservación del statu quo o hacia resultados imprevistos. El efecto dramático es doble: se evita una solución “mágica” y se obliga al público a confrontar la complejidad real de las causas históricas.

Pero también hay una dimensión psicológica: la imagen de un bebé que se acabará convirtiendo en Hitler es un espejo incómodo. ¿Qué nos dice de nosotros querer o no querer matarlo? ¿Somos utilitaristas, deontologistas, sentimentalistas? La ficción usa ese espejo para forzar la autocrítica social: muchas obras muestran que la “venganza” o la eliminación selectiva suele estar teñida de prejuicio, error o arrogancia moral.  El tropo del viajero que viaja al pasado para matar a Hitler funciona como catalizador dramático porque concentra ética, historia y ciencia ficción en una sola imagen. Pero la lección recurrente de la cultura pop es que la bala que pretende prevenir el mal no es jamás una bala mágica: falla, induce paradojas o genera resultados peores. Más que una apología del determinismo, estas historias suelen ser advertencias: la historia es compleja, la violencia preventiva es moralmente ambigua, y jugar a ser juez del pasado es, en la ficción, casi siempre una idea que sale mal.

Y por todo lo anterior, creer que con el asesinato de un tipo como Charlie Kirk se solucionan las causas subyacentes que lo hicieron inmensamente popular es un error: su visión y el odio que promovió lo sitúan moralmente al nivel de las figuras más perniciosas de la historia; pero, como muestra el tropo del bebé Hitler, quitar de en medio a un individuo no borra las estructuras que generan ese mal: los vacíos se llenan y las raíces permanecen. ‘Otros vendrán que bueno te harán’; y, para colmo, Tyler Robinson ha ayudado a convertirlo en mártir.n mártir.

Última ronda en Brusela’s

¿Aún no tenéis vuestro Kit Digital? La Pandemia de COVID-19 detuvo por completo los mecanismos de la economía mundial en marzo de 2020. Los fondos Next Generation nacieron como el truco de magia más ambicioso de la Unión Europea desde su propia fundación. Bruselas decidió endeudarse en común —algo que hace diez años parecía herejía— y poner sobre la mesa 750.000 millones de euros para tratar de reactivar la economía. España recibió más de 140.000 millones, de los cuales unos 70.000 eran transferencias directas, sin obligación de devolución. La condición era clara: había que gastarlos en proyectos que modernizaran la economía, impulsaran la transición ecológica, aceleraran la digitalización y reforzaran la resiliencia social tras el shock del virus. No se trataba de cubrir baches, sino de cambiar de coche entero: menos gas, más renovables; menos ventanilla con sello, más tramitación digital; menos empleo precario, más formación de futuro.

Ese era el plan sobre el papel. En la práctica, los fondos tenían un temporizador implacable. Europa no dio un cheque en blanco, dio un dinero con caducidad. Para recibir cada tramo había que cumplir hitos —reformas, indicadores de ejecución— y justificar cada euro con expedientes verificables. El calendario europeo fija 2026 como la fecha límite: lo que no se haya comprometido y certificado, se pierde. Así que la urgencia venía incorporada en el paquete. Y cuando el mensaje es “gástalo o lo pierdas”, ya se sabe qué gana: la cantidad sobre la calidad. Y, tratándose de España, la tentación eterna: Esa habilidad nacional para paracer que se trabaja, inflar facturas con retórica verde y colar proyectos con más cuento que realidad.

Ejemplos hay muchos. El llamado PERTE del vehículo eléctrico y conectado movilizó 4.300 millones de euros en ayudas públicas y más de 19.000 millones en inversión total prevista, con la reconversión de las plantas de Seat y Volkswagen en Martorell y la gigafactoría de Sagunto como emblemas. En lo verde, Iberdrola recibió apoyo para proyectos de hidrógeno en Puertollano (150 millones de inversión) y parques fotovoltaicos; Endesa obtuvo financiación para planes de almacenamiento energético y despliegue renovable. En el frente digital, el Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas destinó 2.600 millones de euros a modernizar el SEPE, la Seguridad Social —otro día hablamos de esto— o la Agencia Tributaria, con resultados desiguales: nuevos portales en línea acompañados de caídas constantes de sistemas. El Kit Digital, dotado con 3.067 millones, repartió hasta 12.000 euros por empresa a más de 300.000 pymes y autónomos para implantar páginas web, tiendas online o software de gestión: una avalancha de contratos pequeños que sostuvieron a miles de microempresas tecnológicas. En lo social, los programas de rehabilitación energética de viviendas contaron con más de 6.800 millones de euros, aunque en muchas comunidades de vecinos la burocracia fue más rápida que los albañiles.

En todos esos frentes, las “consultoras” que brotaron como setas hicieron de notarios y arquitectos del gasto: preparaban memorias, redactaban convocatorias, gestionaban consorcios, armaban informes de impacto. Su negocio no era plantar aerogeneradores ni programar software, sino convertir requisitos europeos en documentos capaces de superar una auditoría. Y del otro lado, las administraciones que aprobaban los proyectos tampoco se quedaban cortas en imaginación: la picaresca fue compartida, un juego de guiños mutuos donde unos redactaban y otros sellaban, todos sabiendo que Bruselas acabaría pagando la ronda.

El problema es que ese flujo extraordinario de pasta tiene fecha de caducidad. El dinero no se renueva: lo que no se haya adjudicado o ejecutado en los plazos se esfuma, porque Europa no abre grifos eternos. Ahora, en 2025, la música se apaga. Los grandes programas están comprometidos y lo que queda son los deberes aburridos: justificar, auditar, cerrar. Terreno poco fértil para los ejércitos de consultores que vivieron del “proyecto tractor” como si fuera una mina infinita. Muchas de esas firmas adaptaron su estructura a este flujo excepcional: contrataron en masa, ampliaron oficinas, se endeudaron para crecer. Sin el maná europeo, esos balances empiezan a parecer castillos de arena.

Y todavía queda la segunda parte: la revisión. La Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF) y la Fiscalía Europea ya investigan expedientes sospechosos. Proyectos inflados, digitalizaciones que nunca se ejecutaron, rehabilitaciones que se quedaron en el papel. No bastará con devolver el dinero: habrá sanciones, inhabilitaciones y titulares. Lo que ayer se presentaba en ruedas de prensa como “transformación histórica” puede convertirse mañana en sumario judicial. Me juego kikos contra pesetas a que los procesos por corrupción a cuenta de estos fondos van a ser noticias durante los próximos 15 años, y no los pierdo.

La paradoja es cruel. Los fondos sirvieron para evitar un colapso, para sostener empresas y para impulsar transiciones necesarias. Pero también crearon una burbuja de consultoría y proyectos artificiales que ahora colapsa con la misma rapidez con la que se infló. Los Next Generation fueron un caudal extraordinario, condicionado y finito. Se usaron para poner parches brillantes y, en algunos casos, para cambios reales. Pero al acabarse el caudal, lo que queda es un paisaje de despachos sobredimensionados, facturas en revisión y una economía que sigue necesitando modernización. Y, por supuesto, un relato nuevo de picaresca a la española: el enésimo episodio de cómo convertir una oportunidad histórica en una revista de enredos con final tragicómico.

Son sus costumbres.

Como soy débil, me he vuelto a enganchar al Pokémon Go; el juego que, en vez de entrenador Pokemon, te convierte en exterminador de alimañas. Otra vez. Y como si no bastara, también he caído en el nuevo Pokémon Pocket. Sí, ya lo sé: adulto hecho y derecho, padre, con la toga colgada en la percha, y enganchado a cazar bichos virtuales por la calle. Pero el otro día, mientras atrapaba un Bulbasaur en el portal del despacho, empecé a preguntarme qué pasaría si en vez de un monstruo de bolsillo estuviera secuestrando un perro. ¿Qué diría un juez de instrucción si yo lo meto en una furgoneta, lo obligo a pelear hasta que reviente y encima le hago repetir el proceso contra otro vecino en el parque? Probablemente, acabaría imputado por maltrato animal en menos de lo que tarda Pikachu en lanzar un Impactrueno.

En el universo Pokémon, esas criaturas con ojos gigantes y ataques elementales son tratadas como una mezcla de mascota y arma de guerra. La Pokédex las cataloga, la Pokéball las encierra y el entrenador las usa. Jurídicamente, sería el equivalente a la propiedad. En España, desde 2021 los animales dejaron de ser considerados “cosas” en el Código Civil para pasar a la categoría de “seres sintientes”. Un avance simbólico. Pero en Kanto o Johto los Pokémon siguen siendo puro inventario: el que los captura, los posee; y el que los posee, los explota.

Los combates Pokémon, mirados con gafas jurídicas, encajan como un guante en el artículo 337 del Código Penal en su última reforma de 2023: “Será castigado con la pena de tres meses y un día a un año de prisión e inhabilitación especial de un año y un día a tres años para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales y para la tenencia de animales, el que por cualquier medio o procedimiento maltrate injustificadamente, causándole lesiones que menoscaben gravemente su salud o sometiéndole a explotación sexual, a

a) un animal doméstico o amansado,

b) un animal de los que habitualmente están domesticados,

c) un animal que temporal o permanentemente vive bajo control humano, o

d) cualquier animal que no viva en estado salvaje.”.

Y si además el sufrimiento se produce en un contexto organizado y con ánimo de lucro, nos vamos de cabeza al 337.4 , que tipifica como delito la explotación de espectáculos con animales, incluyendo expresamente a quienes los adiestran para “peleas ilegales de perros o de gallos”. Si sustituimos gallos por Charmanders y perros por Pikachus, lo que nos queda es la Liga Pokémon retransmitida en Twitch.

Y aquí entra la guinda: en España las peleas de gallos están prohibidas con carácter general, salvo en Canarias y en Andalucía bajo el argumento de la “tradición cultural”, siempre que no se apueste dinero. Es decir, en dos comunidades autónomas aún se permite que dos animales se destrocen entre sí en nombre de la costumbre, un razonamiento que bien podría usar la Liga Pokémon para defender sus combates: “no es violencia, es patrimonio inmaterial”.

La narrativa oficial insiste en que los Pokémon quieren a sus entrenadores. Que “pelean por amistad”. Ese discurso suena parecido al de los organizadores de peleas de gallos que hablan de “tradición” o al de quienes justifican las peleas de perros como “entrenamiento”. Y en lo laboral, al empresaurio que dice que sus empleados “son familia” mientras los tiene encadenados a un Excel de lunes a domingo. Llamar “amistad” a una relación de dominio no la convierte en libre.

Si un juez aplicara la ley española al universo de Ash, la cosa sería clara: explotación animal, lesiones reiteradas, privación de libertad y participación en espectáculos prohibidos. El artículo 337 castigaría los combates, el 337 bis sancionaría la organización de ligas y torneos, y de paso habría que discutir si la captura en Pokéballs no es detención ilegal con agravante de reincidencia fantástica.

No hace falta imaginar mucho: en 2017, la Audiencia Provincial de Madrid confirmó penas de cárcel contra varios acusados que organizaban peleas de perros en fincas de Pinto y Arganda, con animales entrenados a mordiscos hasta la muerte. En 2019, la Guardia Civil desmanteló otra red en Alicante con decenas de perros desnutridos y mutilados. Y en Cádiz, más de una vez se han requisado gallos de pelea usados en torneos clandestinos donde corría dinero negro. Todos esos sumarios son calcados a lo que hace la Liga Pokémon en la pantalla: entrenar animales para que se despedacen en un ring y lucrarse con ello. La diferencia es que a los imputados españoles los procesaron y a Ash Ketchum lo canonizan en televisión infantil.

Si existiera un SEPRONA Pokémon habría agentes entrando en Ciudad Verde y precintando el gimnasio de Brock por tener a Onix trabajando sin alta en la Seguridad Social y a una brigada canina reeducando Pikachus junto con los pitbulls rescatados en operaciones contra peleas clandestinas.

Pokémon ha vendido durante décadas lo que, en cualquier juzgado de primera instancia, sería un sumario entero por maltrato, coacciones y trata de criaturas fantásticas. Y nosotros, felices, seguimos cazando bichos en el metro como si nada. Lo llamamos “entrenamiento”, lo aplaudimos en televisión y lo compramos en Nintendo. Pero en el mundo real, Ash Ketchum no sería un héroe infantil: saldría esposado bajo el 337 salvo quizá que un tribunal canario lo absolviera por “tradición cultural”. Démosle una vuelta.