El Hombre Fuerte y la Democracia Débil

Este verano estoy leyendo “La otra historia de los Estados Unidos”, de Howard Zinn. Un libro denso e incómodo, que te enseña a mirar detrás del escaparate luminoso del “sueño americano” y descubrir el armario lleno de cadáveres: huelgas reprimidas a tiros, esclavos emancipados a medias, guerras vendidas como altruistas y ciudadanos obedientes hasta el ridículo, todo para beneficiar a las élites económicas que llevan dirigiendo el cotarro desde el Siglo XVII. Zinn, veterano de la Segunda Guerra Mundial y luego activista infatigable, tenía la costumbre de recordar que el problema no es la desobediencia civil, sino la obediencia civil. Esa que convierte en normal lo que debería escandalizarnos.

Y lo que hoy me escandaliza es la política de Trump. Su última Ocurrencia: Desplegar la Guardia Nacional, esa fuerza que en teoría ayuda en huracanes o incendios, transformada en la escenografía favorita del presidente: “un hombre fuerte para una situación desesperada”. En Washington, D.C., donde el crimen violento había caído un 35% en 2024, Trump decide declarar la “emergencia” y desplegar dos mil efectivos. No hay insurrección, ni saqueos, ni colapso del orden. Pero hay cámaras. Y a veces eso basta. La capital, con restaurantes medio vacíos y turistas asustados, se ha convertido en el escenario perfecto para la foto: soldados armados hasta los dientes en la ciudad que presume de ser la cuna de la democracia moderna.

La situación en Los ángeles hace un par de meses fue todavía más pintoresca. Manifestaciones contra redadas migratorias y, de pronto, el presidente federaliza a la Guardia Nacional de California contra la voluntad del gobernador. ¿La excusa? La Insurrection Act, una ley de 1807 pensada para frenar rebeliones armadas, ahora reciclada para contener pancartas. En los sesenta se usó contra el Ku Klux Klan; en 2025, contra grupos de vecinos gritando “¡Alto a las deportaciones!”. El derecho convertido en parodia.

Y como toda tourné, ya se prepara la siguiente parada: Chicago. Da igual que los homicidios estén bajando, porque lo esencial no son las cifras, sino la narrativa. La de un presidente que necesita ciudades descontroladas para presentarse como el único capaz de poner orden. Si no hay caos, se lo inventa. Y si los alcaldes y gobernadores protestan, tanto mejor: más combustible para el relato de que “los demócratas no saben gobernar”.

Legalmente, Trump tiene su pequeño arsenal de trucos. En D.C., el Home Rule Act le da poderes excepcionales. La Insurrection Act le permite usar tropas federales en casos de insurrección, aunque aquí no la haya. Y la Posse Comitatus Act, que prohíbe al ejército actuar como policía, se convierte en un chiste cuando la Guardia Nacional pasa a control federal. Todo parece legal, y precisamente por eso es tan inquietante: porque el abuso se camufla de formalidad. No se trata de romper la ley, sino de usarla como plastilina.

En Estados Unidos esta situación se ha normalizado porque, a pesar de encontrarse en plena bajada de criminalidad, el ejército y la Guardia Nacional no son extraños a las calles: han salido una y otra vez cada vez que el poder ha sentido que la olla estaba a punto de explotar. Ya en 1794, con la Rebelión del Whisky, Washington mandó tropas contra campesinos que se resistían a un impuesto; en 1877 y 1894, soldados y guardias nacionales aplastaron huelgas ferroviarias y obreras en Chicago a golpe de bala; en 1957 Eisenhower tuvo que enviar a la 101ª Aerotransportada a Little Rock para que unos niños negros pudieran entrar en un colegio. En los sesenta y setenta la Guardia volvió a desplegarse en los disturbios raciales de Detroit y hasta disparó contra estudiantes en Kent State que protestaban contra Vietnam, matando a cuatro; y en 1992, tras el caso Rodney King, Los Ángeles se llenó de guardias y marines para “restaurar el orden”. En el siglo XXI reapareció tras el huracán Katrina y, más recientemente, en 2020 durante las protestas por George Floyd, cuando decenas de estados la sacaron a la calle y en Washington fue puesta bajo control directo federal. La excusa siempre fue la misma: la “emergencia”, esa palabra mágica que convierte a ciudadanos en enemigos internos y a la democracia en un escenario militar. En resumen: la democracia made in USA siempre viene con uniforme incluido.Y lo más inquietante es que parte de la ciudadanía lo aplaude porque el relato del hombre fuerte tiene un atractivo universal; mirad a Bukele en El Salvador: ofrece simplicidad donde hay complejidad, certezas donde hay dudas, músculo donde hay miedo. Es mucho más cómodo pensar que todo se arregla con soldados en la esquina que aceptar que el crimen tiene raíces sociales, económicas y culturales que no se solucionan con fusiles. El hombre fuerte promete orden instantáneo, sin debates ni matices; y a quienes sienten que el país se les escapa de las manos, esa promesa les resulta irresistible.

Howard Zinn advertía que el verdadero problema no era la desobediencia civil, sino la obediencia civil, esa docilidad que convierte en paisaje normal lo que debería escandalizarnos. Benjamin Franklin, dos siglos antes, ya había dejado escrito en 1755 que «aquellos que renuncian a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad». Y aquí estamos, en 2025, viendo cómo un presidente despliega soldados en ciudades donde el crimen baja, mientras una parte de la población aplaude porque cree que así duerme más tranquila. En realidad, no están comprando seguridad: están entregando libertad como fianza. Y cuando se despierten, si es que lo hacen, descubrirán que Franklin tenía razón: ni tendrán libertad ni tendrán seguridad, pero sí muchas banderas ondeando y mucha obediencia civil para tapar el vacío.

Veinte años no es nada.

Volver
Con la frente marchita
Las nieves del tiempo platearon mi sien
Sentir

Empecé a trabajar como abogado en el despacho de mi padre en 2002, cuando el fax todavía marcaba el ritmo de los despachos y el fijo sonaba como una alarma. Si alguien quería comunicarte algo, tenía que dejarlo por escrito en un papel térmico que amarilleaba en semanas y se borraba en meses. El procurador era la auténtica red social: aparecía con notificaciones en mano y te actualizaba la vida judicial a golpe de timbre. La comunicación era lenta, ceremoniosa y hasta un poco solemne, pero al menos ya no se hacía con carta y copia en papel carbón.

El día a día estaba lleno de rituales que hoy suenan arcaicos. Colas en los registros, sellos que dejaban las manos manchadas, llamadas para avisar de un escrito presentado a tiempo. No había urgencia digital, solo nervios de pasillo. Un escrito podía perderse en un cajón, pero nunca por culpa de un servidor caído.

Diez años después, en 2013, el fax ya era pieza de anticuario. Eso no significaba modernidad: LexNET aterrizó entre nosotros como un monstruo digital, diseñado para hacerte sudar en cada presentación de escritos. Las caídas del sistema eran épicas. Recibir un error de carga a las 23:58, con el plazo venciendo, era la forma de iniciación del abogado digital. Los clientes, tímidos aún, se atrevían a mandarte algún WhatsApp con disculpas, como si rompieran un protocolo ancestral. Y no faltaba el que, por costumbre, imprimía el PDF y lo reenviaba por fax.

Veinte años más tarde, en 2025, el pudor ha desaparecido. Los audios de madrugada son la nueva normalidad. El doble check azul funciona como compromiso profesional. Y el fijo del despacho solo lo usan las eléctricas para vender descuentos en su tarifa. Comunicar ya no es informar: es estar disponible las veinticuatro horas. El cliente te escribe como si fueras un contacto más de la agenda, entre el grupo de padres del colegio y el fontanero.

En lo jurídico, en 2002 se vivía en un ecosistema de papel. Los despachos y bibliotecas estaban llenas de tomos Aranzadi que pesaban más que la mochila de un opositor. Había que consultarlos como quien entra en una catedral: en silencio, con respeto y con un subrayador que dejaba el brazo dormido. Las bases de datos en DVD existían, pero eran lujo de grandes despachos. Diez años después, todo era “online”, pero en realidad significaba abrir bases lentas que arrojaban montañas de sentencias irrelevantes. Se imprimían igual y la mesa acababa tan llena de folios como siempre. El polvo ya no se te metía en los pulmones, solo en la impresora.

En 2025 basta con preguntarle a una máquina. Chat GTP devuelve jurisprudencia, doctrina y un borrador de demanda antes de que enfríe el café. El problema es que lo que no sabe, se lo inventa, con la misma seguridad que aquel compañero de pasillo que nunca había leído el tema pero sabía de todo. El riesgo no es que la máquina piense, sino que los abogados dejamos de hacerlo. La IA ya funciona como un pasante gratis, rápido y obediente, pero incapaz de distinguir lo importante de lo accesorio. Y muchos se conforman con copiar y pegar.

La gestión de expedientes ha sido otra tragicomedia. En 2002, cada cliente era una carpeta gorda, un archivador metálico y un sello de caucho. Había liturgia en la grapadora, respeto reverencial por el orden alfabético y un ruido metálico que marcaba el día a día. El despacho era un almacén de papeles. Diez años después, todo se duplicaba: se escaneaba cada folio para “modernizarse”, pero se guardaba en papel “por si acaso”. Nació el expediente Frankenstein: mitad PDF, mitad carpeta con gomas. La mesa estaba llena de pantallas y de archivadores, y la eficiencia brillaba por su ausencia.

En 2025, todo está en la nube. Todo cabe en un portátil y ya nadie recuerda dónde dejaba el tampón de tinta. Suena cómodo hasta que la conexión falla y descubres que dependes de un servidor lejano para encontrar la misma copia que antes aparecía en el archivador azul del pasillo. El expediente hoy es una ilusión: está en todas partes y en ninguna. El despacho sin papeles existe, pero no siempre el despacho con documentos accesibles.

Los clientes son los que más han cambiado. En 2002 entraban al despacho como si fuera una sacristía: silencio, respeto y reverencia hacia el abogado, que parecía tener respuestas absolutas. El cliente no discutía, escuchaba. En 2013 ya enviaban correos, proponían reuniones por Skype y pedían explicaciones sobre honorarios con cara de “me lo han contado en Internet”. El oráculo se resquebrajaba y la toga ya no imponía tanto.

En 2025 la solemnidad ha desaparecido del todo. El cliente llega con tres consultas de Google y un dictamen de la IA de turno. Exige presupuesto cerrado por WhatsApp y paga con Bizum mientras reenvía un meme de divorcios. La toga ya no impresiona: lo que impresiona es responder rápido, con emojis si hace falta, y tener el presupuesto en PDF antes de que acabe el día. La relación abogado-cliente se ha vuelto horizontal, y a veces directamente plana.

Veintidós años después, sorprende comprobar cómo todo ha cambiado para que lo esencial siga igual. Seguimos peleando con plazos imposibles, juzgados saturados y clientes angustiados. La diferencia es que ahora lo hacemos rodeados de pantallas, notificaciones y máquinas que dicen pensar por nosotros. La justicia llega igual de tarde, solo que ahora lo hace en PDF, con acuse digital y un fallo de servidor a medianoche.

¿Dónde estaremos dentro de diez años? ¿Será un robot el que atienda al cliente por videollamada mientras el abogado humano supervisa desde la sombra? ¿Se clonarán demandas como hamburguesas? ¿O volveremos al papel y a la carpeta con gomas, disfrazada de moda retro como los vinilos? No lo sé. Lo único seguro es que dentro de diez años seguiremos quejándonos de LexNET, aunque quizá ya no exista. Porque si algo permanece inmutable en esta profesión es la certeza de que la justicia siempre llega tarde: en papel, en PDF o en holograma.

Que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada
Errante en las sombras, te busca y te nombra

La cerveza robada

El gabinete de comunicación de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso nos quiere convencer de que Madrid es un vaso de caña con espuma. Que la identidad de la capital cabe en un vaso pequeño servido a toda prisa en una barra atestada. MAR Nos ha repetido hasta la saciedad que la “libertad” consiste en poder tomarte una cerveza en una terraza cuando quieras. Y así, con un eslogan vacío, reduce la historia, la cultura y la vida política de la ciudad a un ritual alcohólico privatizado. El bar como democracia, la caña como constitución y la espuma como himno.

Pero esa ficción castiza no es inocente. Es un relato construido desde unthink tank para sustituir lo colectivo por lo consumible. Madrid ya no es comunidad política ni proyecto ciudadano; es marketing líquido, servido helado y repetido como mantra. “Aquí sí puedes beber, aquí sí puedes salir”. Mientras tanto, sanidad pública desmantelada, vivienda imposible y educación recortada. No importa: nos dejan la barra de los bares abierta como sustituta de todos nuestros derechos.

Y entonces llega Molson Coors, multinacional cervecera, con su marca Madrí Excepcional. El círculo se cierra: el poder político fija el relato (“libertad es tomarte una caña”), el poder económico lo embotella y lo vende. La marca expropia la identidad madrileña con tipografía importada y marketing de verbena. Conviene subrayar que no se trata ni siquiera de un producto madrileño auténtico: es una cerveza diseñada expresamente para el mercado británico y extranjero, fabricada fuera de España y con un relato castizo prefabricado para exportación. Un producto fantasma, madrileño sólo en la etiqueta.

Y para colmo, lo hace robando. Gergö Sztuchlak, creador de la tipografía Grodna Typeface, ha denunciado que Molson Coors utiliza su fuente sin licencia para construir el logo de Madrí Excepcional. Es decir: una multinacional millonaria predicando autenticidad castiza con un material pirateado a un artista extranjero. El “orgullo madrileño” de esta cerveza es una máscara hecha de plagio.

Frente a este fraude, vale recordar que la estética y la cerveza han tenido otros encuentros más honestos. Yo, que siempre he sentido debilidad por el art nouveau y sus tipografías orgánicas, veo la paradoja con claridad. A finales del XIX y principios del XX, el art nouveau revolucionó la publicidad cervecera en Europa: Alphonse Mucha en París ilustraba carteles con mujeres estilizadas, guirnaldas florales, curvas envolventes y letras sinuosas. La cerveza se convertía así en promesa de refinamiento y modernidad, bebida que habitaba tanto en cafés burgueses como en bares populares decorados con vidrieras y hierro forjado.

La cerveza encontró entonces en el art nouveau su envase perfecto: carteles coloridos, tipografías curvas y un lenguaje visual que sugería sofisticación y pertenencia urbana. Aquellos anuncios proclamaban modernidad y cosmopolitismo; el logo actual de Madrí Excepcional, en cambio, vende una tradición sintética y prefabricada, un casticismo de catálogo, madrileñismo de cartón piedra.

Esa es la ironía: la verdadera modernidad cervecera se expresó en clave estética a través del art nouveau, reconocida como innovación y arte. Hoy, en cambio, una multinacional roba una fuente tipográfica para disfrazar de “auténtico” lo que no es más que una operación global de marketing.

Ese es el verdadero truco: un casticismo impostado que reduce Madrid a una caricatura exportable. Chulapos de postal, verbena y calveles de catálogo, tipografía robada y una caña sin raíces ni historia. Lo madrileño convertido en atrezzo para vender botellas en pubs británicos. No es identidad: es folklore empaquetado, un decorado vacío que se apropia de símbolos populares para revestir de autenticidad un producto que no la tiene.

Porque la caña nunca fue esencia de Madrid. Lo fue el conflicto político, las huelgas, las mareas ciudadanas, los barrios que defendían su espacio frente a la especulación. Madrid fue Tierno Galván y su crítica ácida, no Ayuso y su cañita. Madrid fue lucha obrera y creatividad popular, no eslóganes de terraza subvencionados por el lobby terracero.

El bar ya no es ágora, es negocio. La caña no es libertad, es mercancía. Y que se haya conseguido instalar la idea de que la identidad madrileña se reduce a beber de pie en un barra mugrosa o sentado en una terraza a 42º mientras recortan hospitales es la mayor victoria propagandística de quienes gobiernan contra nosotros.

El caso de Gergö es la metáfora perfecta: un individuo crea algo singular, con esfuerzo y talento; el poder económico se lo apropia sin permiso, lo convierte en logotipo y lo vende bajo un discurso falso de autenticidad. Lo mismo que hacen con Madrid. La ciudad es despojada de su memoria política, convertida en “marca”, pirateada para que encaje en un envase y exportada como folclore prefabricado.

Decir que Madrid es una caña es tan absurdo como decir que Madrí Excepcional es madrileña. No lo es: es el reflejo de una política que ha reducido la palabra libertad a la espuma en un vaso de tubo, y de una economía que roba a los creadores mientras se llena los bolsillos.

Cotizar o morir

En algún momento entre los faxes de papel térmico y el iPhone 16 Pro Max perdimos la guerra. Mientras nos entretenían con la ficción de que “el trabajo es la mejor política social”, empezó a cocerse la revolución que ahora nos ha explotado en la cara: inteligencia artificial, robots, algoritmos que aprenden más rápido que cualquier becario y que no cobran dietas, cadenas de montaje que parecen sacadas de una película de ciencia ficción y call centers que ya no atiende ni Dios, solo un chatbot con acento neutro y sonrisa digital. Y, como en toda buena historia de progreso, hay ganadores y perdedores. Los ganadores están claros: Amazon, que presume de enviar un paquete en menos de 24 horas gracias a almacenes robotizados donde un puñado de trabajadores humanos se dejan la espalda compitiendo con las máquinas; Telefónica, que externaliza y automatiza su atención al cliente mientras despide a miles de empleados con décadas de antigüedad; y el pelotón de startups de moda que reciben rondas millonarias para desarrollar software cuya principal virtud es hacer prescindible a un departamento entero. Los perdedores somos todos los demás: trabajadores reemplazados, sistemas públicos de pensiones que ven desaparecer sus cotizaciones, y Estados que, con la caja vacía, se atreven a recortar sanidad o educación mientras sonríen a los inversores en Davos. Incluso hay quien, como la Ilustrísima marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo, sugiere sin pestañear que quizá debamos “sacrificar festivos, vacaciones y (estado de) bienestar” en nombre de causas superiores. Como si la solución al vaciado de la Seguridad Social por la automatización fuera que el trabajador renuncie a su descanso, en vez de que el empresario comparta un poco de la plusvalía que sus máquinas producen. Es el asqueroso truco de girar la cámara: señalar el supuesto exceso de derechos laborales mientras los beneficios empresariales engordan sin tocar un céntimo de su contribución real al sistema. Si de verdad queremos defender la democracia y la libertad, lo primero es garantizar que la productividad que generan las herramientas tecnológicas también se traduce en recursos para sostener el Estado social, no en más jornadas interminables para quienes aún tienen empleo.

La tecnología aumenta la productividad -lo viene haciendo desde que Joseph Marie Jacquard fabricase el primer telar mecánico-, los beneficios se concentran en manos del accionista, las cotizaciones no crecen porque el empleo humano mengua o se precariza, y lo que ganan ellos lo pierde la caja común. Marx lo explicó sin conocer Silicon Valley: la plusvalía es el valor que produce el trabajador y que no se le paga. Solo que ahora, con la robotización, la extracción de plusvalía es exponencial. Antes había que exprimir al obrero con más horas o más intensidad; ahora basta con sustituirlo por un software. Y la máquina, para colmo, no pide vacaciones ni tiene hijos que mantener. El único “salario” que recibe es electricidad barata y una licencia de uso.

Permitidme un ejemplo que -para mi lo explica bien: Un pequeño despacho de abogados. En los años 70, un bufete de tres o cuatro letrados solía tener un auténtico ejército de apoyo: dos mecanógrafas o secretarias para escribir demandas a máquina, una telefonista para atender llamadas, un ordenanza que iba y venía del juzgado cargado de carpetas y un contable que llevaba facturas y nóminas. Siete, ocho, incluso diez personas en nómina, todas cotizando. Sin esa estructura humana, el abogado no podía producir. Hoy ese mismo despacho tiene los mismos tres o cuatro letrados… y un administrativo a tiempo parcial que hace de secretaria, contable y mensajero, apoyado en Word, Excel, un software de gestión en la nube, LexNET y, cada vez más, inteligencia artificial que redacta borradores y revisa contratos. El resultado: la misma o mayor facturación que en los 70, mucha más productividad por persona… y menos de la mitad de cotizantes. Lo que antes iba a la Seguridad Social vía nóminas ahora se queda en la cuenta del socio, porque las herramientas no cotizan.

Y no es un caso aislado. En la banca, donde antes había oficinas en cada barrio con varias personas en ventanilla, ahora se empuja a los clientes a operar con una app o un cajero inteligente. El banco ahorra millones en salarios y cotizaciones, pero no aporta un euro extra a la Seguridad Social por los miles de operaciones que procesa un algoritmo en lugar de un cajero. En las grandes superficies, las cajas de autopago sustituyen a cajeras que antes tenían nómina y vacaciones; el supermercado se embolsa el ahorro y, otra vez, el sistema público pierde ingresos. En el transporte, empresas como Uber o Cabify usan software de asignación automática de viajes que antes habría requerido un centro de llamadas; la plantilla desaparece, la app no cotiza y los beneficios suben.

Mientras tanto, el trabajador que queda se convierte en un apéndice de la máquina, su productividad medida en euros por hora se dispara, pero su sueldo sigue igual o, con suerte, sube lo que marque el IPC (si sube). La diferencia no va a un fondo solidario, sino a recompras de acciones de Microsoft, bonus de directivos, o dividendos que acaban en un paraíso fiscal como reserva societaria. Y el sistema público, que se financia sobre la ficción de que todos trabajamos y cotizamos, se queda con un agujero cada vez más grande.

En un sistema de reparto como el español, las cotizaciones presentes pagan las prestaciones actuales. Si los empleos desaparecen o se convierten en “colaboraciones” de 300 euros al mes para Glovo, la base de ingresos se hunde. Menos cotizantes, menos ingresos; y, a la vez, más gasto porque los expulsados por la tecnología acaban dependiendo de subsidios o rentas mínimas. La paradoja es grotesca: producimos más riqueza que nunca, con menos esfuerzo humano, y el discurso oficial sigue siendo que “no hay dinero” para sostener la red de protección social.

Cuando se plantea una cotización digital —que las empresas paguen a la Seguridad Social por el trabajo que hacen sus máquinas—, la respuesta de la patronal es de manual: que ya pagan impuestos. No dicen que esos impuestos son cada vez más fáciles de esquivar con ingeniería fiscal, y que el sistema de cotizaciones actual está pensado para un mundo con trabajo humano masivo. El resultado de su silencio es claro: los beneficios de la automatización se privatizan y las pérdidas se socializan.

La mecánica sería tan sencilla como molesta para el lobby: identificas la herramienta que sustituye trabajo humano (un robot en una nave de SEUR, un algoritmo que hace el trabajo de diez analistas en BBVA), calculas cuánto ahorro de salarios y cotizaciones supone y aplicas un porcentaje que va directo a la Seguridad Social. Como con las emisiones de CO₂: si contaminas, pagas; si despides a la mitad porque una máquina lo hace más rápido, también pagas.

Y no estamos solos en la idea. Corea del Sur lleva años discutiendo un impuesto a los robots. El Parlamento Europeo debatió en 2017 la figura de una “personalidad electrónica” para que ciertos sistemas paguen impuestos. Incluso Bill Gates —que no es precisamente un sindicalista— sugirió que, si un robot reemplaza a un trabajador, debería pagar lo mismo que ese trabajador cotizaba. No se trata de frenar el progreso, sino de que el progreso siga sosteniendo el contrato social en vez de vaciarlo.

Las excusas son tan previsibles como inanes. Que esto frenará la innovación, dicen, como si pagar impuestos hubiera detenido la fiebre del oro de la inteligencia artificial. Que es difícil medir el impacto, como si no lleváramos décadas calculando huellas de carbono o cánones por copia privada. Que ya invierten en formación, dicen los mismos que recortan plantillas y ofrecen “reciclaje” de dos tardes en un aula virtual.

Aquí la discusión de fondo no es técnica, sino moral. ¿Quién debe beneficiarse del incremento de productividad que trae la tecnología? Si la respuesta es “solo el accionista”, entonces asumimos un feudalismo digital en el que la mayoría sobrevive a expensas de una élite propietaria de máquinas y algoritmos. Si entendemos que esa productividad es hija de siglos de conocimiento colectivo, de universidades públicas, de infraestructuras pagadas entre todos y de marcos legales que garantizan mercados estables, entonces la conclusión es obvia: parte de esa ganancia debe volver a la sociedad que la hizo posible.

El encaje jurídico es viable: bastaría reformar la Ley General de la Seguridad Social para reconocer como hecho imponible la “actividad económica automatizada sustitutiva de empleo humano”, con una base de cotización calculada sobre el ahorro de costes laborales y la productividad incremental atribuible a la automatización. Y sí, que se coordine a nivel europeo, para que Amazon, Google o Iberdrola no se muden de repente a Malta, Bahamas o a Delaware.

No hacerlo tendrá consecuencias catastróficas. Un sistema de Seguridad Social sin ingresos suficientes acaba reduciendo prestaciones, endureciendo requisitos y desplazando a millones de personas hacia seguros privados, rompiendo la lógica de solidaridad que lo sustenta. Un mercado laboral en el que las máquinas trabajan gratis para el empresario pero no para el conjunto de la sociedad es un mercado condenado a producir desigualdad extrema. Y un Estado que mira hacia otro lado mientras se vacía su principal instrumento de cohesión social es un Estado que abdica de su función.

La revolución tecnológica no es un fenómeno meteorológico inevitable; es un proceso político y económico. Si lo dejamos en manos de quienes ya están ganando, la concentración de riqueza será obscena y el Estado social se convertirá en un souvenir del siglo XX. Las cotizaciones digitales no son un impuesto más: son el cinturón de seguridad de un contrato social que, sin ellas, se estrellará contra el muro de la desigualdad.