Firmado, sellado, archivado, destruido

Creo que el Estado de Israel se equivoca con el enfoque que está dando al genocidio que está cometiendo en Palestina. No porque las bombas en Gaza no estén resultando eficaces; sino porque como están demostrando en Cisjordania, las cosas se pueden hacer de una manera más eficaz —germánica, me atrevería a decir—, más civilizada, más perdurable, de exterminar a un pueblo. A veces no hacen falta guerras, ni drones, ni sangre. Basta con papel timbrado, un buen archivador y un Estado con vocación de orden.

En España, esa hazaña se intentó hace ya tres siglos, el 30 de julio de 1749, cuando el marqués de la Ensenada —ilustradísimo secretario del Despacho Universal de Fernando VI, experto en censos, racionalidad fiscal y armonía administrativa— activó lo que se llamó “Gran Redada”. Un operativo nacional, no contra insurgentes ni traidores, sino contra una comunidad entera: los gitanos, cuyo único crimen era existir al margen de la sociedad hispana de la época. No se les acusó de violencia, ni de desafiar al rey, ni de predicar herejías. Se les acusó de no encajar. De no obedecer la norma de vivir como los demás. Y eso, para un Estado ilustrado, era imperdonable.

No era la primera vez que lo intentábamos. Ya en 1499, apenas 100 años después de que las primeras comunidades gitanas comenzaran a asentarse en la Península Ibérica procedentes del este, los Reyes Católicos promulgaron la Pragmática de Medina del Campo, que exigía a los gitanos abandonar su lengua, sus costumbres, su nomadismo. España llevaba más de dos siglos intentando asimilarlos. Con amenazas, con leyes, con dispersión forzosa. Pero no funcionó. Los gitanos insistieron —pacíficamente, obstinadamente— en seguir siéndolo. Hablaban su lengua, vivían sin padrón, se desplazaban sin permiso, trabajaban sin gremios —y lo más grave, no pagaban impuestos—. No podían ser útiles al Estado porque no sabían ser invisibles.

La redada fue meticulosa. Hombres a galeras y arsenales. Mujeres a presidios. Niños a hospicios, para olvidar a quién pertenecían. No hubo necesidad de fuego. Fue una desaparición sin ruido, una operación administrativa. Una limpieza sin sangre. Y todo bajo la cobertura de la legalidad: órdenes firmadas, informes archivados, felicitaciones por el orden del operativo. Los corregidores hablaban del éxito como si hubieran reorganizado un archivo, no disuelto familias.

Pero —y esto es lo que no se subraya lo suficiente— la Gran Redada fracasó. No en su ejecución logística, sino en su propósito ideológico. No consiguió erradicar al pueblo gitano. No borró su lengua, ni su memoria, ni su capacidad de resistir.

El plan era claro: dispersión, trabajo forzado, separación de menores, reeducación forzosa. Pero la comunidad gitana sobrevivió, a pesar de todo. Porque el Estado no entendió que hay culturas que no se disuelven por decreto. Que la lengua puede esconderse, la música puede callarse, pero la identidad no se archiva ni se asigna por oficio. Muchos niños fueron “reeducados” y luego volvieron. Las mujeres encarceladas se organizaron para resistir en red. Las redes familiares se reconstruyeron a lo largo del siglo XIX. No se les venció entonces, y eso —quizás— es lo que más molestó.

En ese sentido, la Gran Redada no es solo un crimen, sino un fracaso de Estado. Porque no logró convertir la diferencia en obediencia. Se desplegó toda la maquinaria racional del despotismo ilustrado —fiscales, mapas, informes, carretas, conventos— y aun así, los gitanos siguen aquí.

La Gran Redada no es singular de la Leyenda Negra Española. En el resto de Europa, la situación tampoco era mejor. En Austria, la emperatriz María Teresa separaba niños y los entregaba a campesinos cristianos. Su hijo José II prohibió el romaní, impuso matrimonios forzosos y suprimió toda huella cultural. En Francia, los gitanos eran marcados con hierro y expulsados si se reunían en grupos. En Alemania, el nomadismo era punible con la muerte. En Rumanía, seguían siendo esclavos de monasterios. España no fue la excepción: solo lo hizo con más eficiencia y menos escándalo.

La consecuencia más grave de la redada no fue solo el dolor inmediato. Fue el mensaje que dejó: que una comunidad entera puede ser tratada como un problema técnico. Que los derechos se pueden suspender si los cuerpos no encajan en la norma. Que el racismo de Estado puede disfrazarse de celo administrativo. Y que un fracaso puede parecer orden si se documenta bien.

No hay monumentos que recuerden 1749. No hay día oficial de memoria. No hay disculpas de Estado. Solo un vacío, cubierto por frases como “marginalidad”, “conflictos vecinales”, “intervención social”. Como si el problema no fuera nuestro pasado, sino su presente.

Hoy, la redada continúa con formularios. Ya no se separan niños por decreto, pero hay colegios donde los alumnos gitanos están solos en las aulas. Ya no se les encarcela en grupo, pero se les ficha en bloque. No se les expulsa de pueblos, pero se les arrincona en barrios donde los servicios llegan tarde y el prejuicio llega antes. La persecución es más amable, más silenciosa. Pero sigue siendo persecución.

Y, sin embargo, ahí siguen. Más de medio millón de personas gitanas viven hoy en España. Muchos en condiciones duras, en el margen de la criminalidad. Muchos con orgullo. Muchos con la doble carga de tener que sobrevivir y justificarse al mismo tiempo. Se les exige integrarse, sin preguntarse por qué la sociedad que los margina tiene tanto miedo de que se integren sin disolverse. Se les corrige con planes, talleres, ONG. Pero no se les escucha. Solo se les tolera en la medida en que renuncien a su diferencia.

Lo que la Gran Redada no consiguió con cárceles, hoy se intenta con diagnósticos sociales. Pero el marco sigue intacto: el gitano sigue siendo un problema a resolver, no un sujeto con el que convivir. Y eso es lo que no ha cambiado.

La historia no absuelve, pero a veces se toma su tiempo en devolver el golpe. Lo cierto es que el fracaso de 1749 no borró a los gitanos, sino que los confirmó. Los empujó al margen, sí, pero también les forjó una memoria, una tenacidad, una cultura de resistencia que ni Ensenada ni sus papeles pudieron eliminar.

Si la Gran Redada ocurriera ahora, sería calificada de crimen de lesa humanidad. El artículo 7 del Estatuto de Roma lo cubriría casi todo: persecución étnica, separación de menores, esclavitud, destrucción cultural, deportaciones forzosas. Pero no hace falta ir a la óptica del siglo XXI. Incluso bajo la ley del siglo XIX, ya sería ilegal: el Código Penal español de 1822 requería delito individual probado. El Código Napoleónico establecía que la ley no castiga identidades, solo actos. Y el common law británico reconocía el habeas corpus. Es decir: ni siquiera con los criterios conservadores de su tiempo se puede justificar, y, sin embargo, se justificó.

Porque la ley no siempre protege lo que no considera persona. A los gitanos no se les pensaba como ciudadanos, sino como una anomalía móvil, sin categoría legal estable. No eran súbditos, ni enemigos. Ni criminales, ni vasallos; eran “los otros”.

Y si algo nos enseña todo esto, es que no basta con que exista el derecho para que se imponga la justicia. Que la existencia de tratados, convenios y tribunales internacionales no garantiza nada si no se aplican. Hoy, lo más inquietante no es solo que el Estado de Israel haya activado una maquinaria de expulsión, encierro y asfixia territorial contra el pueblo palestino, sino que el resto del mundo lo permita. Que organismos, gobiernos y diplomacias asistan a la destrucción con lenguaje técnico, notas de preocupación y nada más. Se condenan los excesos, pero no el método. Se lamentan los cuerpos, pero no el diseño. La complicidad no necesita firmas: a veces basta con el silencio. Con dejar que todo ocurra. Con no interrumpir.

Y cuando ya hayamos terminado de firmar, archivar, segregar, meteremos los bulldozers. Como en Gaza.

De casta le viene al galgo.

En España, cualquiera puede convertirse en juez, fiscal o notario si se esfuerza lo suficiente. La clave es la constancia, la disciplina, la fuerza de voluntad. No importa el origen, ni el apellido, ni el colegio. Solo es cuestión de enfrentarse al temario, al cronómetro, a los demás.

Una mierda.

Cuando empezamos a mirar de cerca y a conocer a quienes aprueban, empezamos también a entender que opositar no es solo estudiar mucho. Requiere poder hacerlo. Y ese poder no se mide en horas de esfuerzo, sino en capital económico y social. Porque el acceso real a las altas oposiciones del Estado —la judicatura, la fiscalía, la notaría o la abogacía del Estado— está reservado, de facto, a quienes pueden permitirse no trabajar durante años. No meses: años. Cinco, seis, siete. Estudiar a tiempo completo, memorizar cientos de temas, asistir a clases, presentarse a simulacros, repetir en voz alta una y otra vez, y no ingresar ni un euro durante todo ese proceso.

¿Quién puede hacer eso en España? Quien cuenta con una familia que lo financie todo: vivienda, comida, libros, preparador, transporte, suministros. Quien tiene un colchón económico —a menudo intergeneracional— que permite una vida monástica subvencionada, alejada del mundo laboral y de las urgencias cotidianas que marcan el ritmo de vida de la mayoría. No es solo que se necesiten recursos. Es que se necesita vivir sin ingresos, sin estabilidad externa, confiando en que ese sacrificio a largo plazo dará frutos.

Esto no aparece en los anuncios del Ministerio ni en los folletos informativos. Pero está en los datos. Según la Fundación Hay Derecho, más del 70% de los jueces actuales provienen de familias con rentas altas. La mayoría han estudiado en colegios privados o concertados. En muchas promociones abundan los hijos, nietos o sobrinos de jueces, notarios y fiscales. Algunos lo llaman tradición familiar. Otros, reproducción de élites y nepotismo. Y realmente no hace falta enchufe para que el sistema sea excluyente: le basta con su arquitectura. Aunque está claro que ayuda, porque casi un tercio de los que entran, ya tienen a un familiar dentro.

El filtro socioeconómico es evidente, pero no único. También hay un filtro cultural: códigos invisibles que se aprenden en casa —cómo hablar ante un tribunal, cómo estructurar un dictamen, cómo sonar a lo que se espera de un jurista—. La cultura jurídica, en gran medida, se hereda. A menudo no se enseña, sino que se absorbe. Por eso, quienes vienen de fuera del círculo suelen sentirse siempre un paso por detrás, aunque memoricen más, aunque estudien mejor. Se les nota que no son “de ahí”. Y eso, en espacios donde se evalúa lo implícito tanto como lo explícito, es crucial.

Hay una dimensión de clase que rara vez se aborda: la de los entornos. Mientras algunos opositores estudian en silencio, con biblioteca en casa y apoyo emocional a diario, otros lo hacen compartiendo piso, turnando habitaciones, cuidando hermanos, o trabajando media jornada para subsistir. El temario es el mismo, sí. Pero no se enfrenta igual. La desigualdad no es solo económica: es también de condiciones, de tranquilidad, de expectativas familiares.

En ese ecosistema cerrado, una figura central determina en buena medida quién avanza: el preparador. Una mezcla de tutor, guía y oráculo. A menudo determinan no solo la técnica, sino el tono, la estrategia y, sobre todo, el momento en que uno “está listo” para examinarse. Pero acceder a un buen preparador también es un privilegio. Algunos solo aceptan alumnos recomendados –“el chico de” o “viene de parte de”- o con determinados expedientes. Muchos cobran entre 200 y 400 euros al mes. Durante años. Y no existe regulación ni control sobre su actividad: ningún organismo los evalúa, ni acredita, ni fiscaliza. No hay garantía alguna de su formación ni de su método. Pero su influencia es absoluta.

Su palabra, a menudo, es ley. Si dice que no estás listo, no te presentas. Si dice que no vales, te lo crees. El tribunal podrá ser imparcial, pero si nunca llegas a sentarte frente a él, da igual lo justo que sea el proceso. El filtro ya se aplicó antes. Y es privado, arbitrario y de pago.

Este mercado informal de conocimiento —cerrado, jerárquico, carísimo— funciona como una academia paralela del privilegio. Una estructura invisible, pero decisiva. Y mientras tanto, miles de aspirantes se endeudan, se aíslan, arrastran frustraciones y culpas. Porque el relato meritocrático convierte cada fracaso en responsabilidad individual. Nunca se mira el sistema. Se personaliza el tropiezo: “no valías”, “no te lo tomaste en serio”. Nadie menciona que entre un hijo de notario con biblioteca propia y un hijo de camareros que estudia por las noches en una habitación compartida, el temario pesa igual, pero se carga muy distinto.

En muchas ocasiones, quienes no aprueban no fracasan por falta de capacidad, sino por agotamiento. Por la imposibilidad de sostener durante años una inversión sin retorno inmediato. Por la angustia de vivir en pausa mientras el resto avanza. Por el miedo a decepcionar a una familia que hizo todo lo que pudo, pero no pudo más. No hay becas suficientes, ni apoyos sostenidos. Y lo que hay, llega tarde o mal repartido.

Así, generación tras generación, se reproduce una casta funcionarial sin necesidad de alterar las reglas del juego. Todo parece limpio. Todo parece justo. Pero está sesgado. Porque no es lo mismo llegar desde arriba que escalar desde abajo. Y porque el tiempo —lo único realmente imprescindible en estas oposiciones— cuesta dinero. Y el dinero, como bien sabemos, no está repartido de forma equitativa.

Criticar el sistema suena a resentimiento, a derrota y excusa. Pero no hay mayor fidelidad a la justicia que señalar que su acceso está viciado. Que su legitimidad se erosiona cuando solo entran los hijos de quienes ya están dentro. Que la igualdad ante la ley exige también igualdad en el camino para interpretarla.

La legitimidad de la justicia no puede basarse únicamente en su neutralidad formal. Necesita legitimidad social. Necesita diversidad, experiencia de vida, conocimiento de lo que pasa fuera del juzgado. Un sistema donde todos los jueces provienen del mismo mundo difícilmente podrá juzgar con empatía a quienes vienen de otro.

No se trata de despreciar a quienes aprueban. Sino de dejar de fingir que todos podríamos hacerlo si quisiéramos. Se trata de reconocer las barreras que no aparecen en el BOE. De hablar del peaje de clase que nadie quiere ver. Y de exigir un sistema de becas digno, continuo y suficiente. De fiscalizar un mercado opaco de preparadores que actúan sin control. Y de recordar que una justicia donde todos visten toga, pero no todos conocen el precio que cuesta alcanzarla, no es justicia: es linaje.

Lectura Pasiva Detectada

Julián se despertó a las 7:14. No porque hubiera puesto el despertador, sino porque la pulsera que le regaló el Ayuntamiento de Manzanares —con logo de la Diputación y todo— empezó a vibrar como si le llamaran de la ITV. «Ventilación automática recomendada», decía. Que en cristiano quería decir: abre la ventana, que esto huele a cerrado. Desde que los sensores del «Plan Territorio Inteligente 2030» controlaban hasta el aliento, dormir era una actividad monitorizada. Su madre, si viviera, lo habría resumido mejor: «Te controlan hasta cuando sueñas, hijo».

Bajó a la calle Empedrada. Todo olía a zotal y a subvención europea. Donde antes había desvencijadas farolas de forja, ahora había columnas digitales que daban las gracias por tirar un papel en su sitio. En la pantalla de la parada del bus: «Gracias por circular con responsabilidad ecológica». Julián pensó en su tío, que se movía en un R4 desde 1974 sin saber que estaba salvando el planeta. Cada tres pasos, una cámara. Cada banco, un sensor. Cada farola, un router. Todo conectado. Todo chivato.

Tenía cuarenta y cinco años, había estudiado Filosofía por la UNED, y trabajaba como «facilitador digital de proximidad» en el Centro multiusos. Enseñaba a los abuelos a usar la app del ambulatorio, a configurar las alertas del Bando y a encontrar el botón del permiso de poda. Un trabajo pagado con fondos europeos, muy digno, pero más burocrático que humano. Decidió no ir. Por hastío. Por un cansancio que no venía del cuerpo, sino de vivir dentro de una aplicación.

Bajó a la plaza del Gran Teatro. Se sentó en un banco. Solo. Sin café. Sin ticket. Eran las 8:12 de un lunes, y eso ya era motivo de sospecha. A los cinco minutos, le sonó el móvil. «Zona de flujo eficiente. Por favor, mantenga la dinámica». A los diez, pasó el dron del Ayuntamiento —el que en el bar llamaban con sorna «el zángano del concejal»—. A los doce, la pulsera vibró de nuevo: «Inactividad prolongada detectada. Sugerimos retomar su jornada productiva».

Julián miró alrededor. Todo estaba limpio, eficiente, silencioso. Lo que antes era plaza ahora parecía el vestíbulo de una oficina de Silicon Valley: sin sombra, sin colillas, sin posibilidad de estar sin hacer nada. Recordó un artículo de un curso online: «Biopolítica del espacio cívico». En Manzanares eso significaba bancos sin respaldo y ruido blanco a volumen europeo.

Caminó hasta el parque de la Divina Pastora. Al cruzar la calle sin pasar por el paso peatonal QR, el móvil sonó: «Cruce no validado. Riesgo de pérdida de puntos de civismo». Abrió la app. Su «perfil de vecindad proactiva» había bajado de 4,7 a 3,9. Eso quería decir que perdía el 20% de descuento en la piscina climatizada municipal, que el autobús le llegaría con menos prioridad, y que su conexión WiFi en la biblioteca pasaría de «ultra» a «medio rural».

En la calle Toledo, un grupo de niños salía del cole concertado con mochilas que parecían routers. En el suelo, un mensaje: «Flujo escolar en curso. Activación de prioridad infantil». Las balizas surgieron de la acera como por arte de magia. Julián sintió un escalofrío. No por los críos, sino por la sensación de estar en un ensayo general que alguien dirigía desde Bruselas.

Entró a la biblioteca. Reconocimiento facial, mesa asignada. Intentó cambiarla. Imposible. El sistema detectó «comportamiento errático». Se sentó. Abrió un libro: «La sociedad del rendimiento». A los veinte minutos, un mensaje: «Lectura pasiva detectada. Sugerimos podcast municipal o experiencia interactiva». Pensó que igual se había muerto y estaba en una versión manchega del cielo para tecnócratas.

Esa noche decidió tomarse un respiro. No de Manzanares. De la interfaz. Buscó en el foro municipal con nombre de técnico jubilado: «Averías en zonas blancas». Allí leyó sobre un sitio cerca de la depuradora vieja, donde no había – o no funcionaban- sensores. Lo llamaban «La Sombra».

A la mañana siguiente salió sin pulsera y sin móvil. Usó caminos de tractor, bordeó un campo de cebada en barbecho, y por lo tanto, sin digitalizar, cruzó la acequia seca. Al llegar, solo quedaban un silo oxidado, cuatro gatos sentados y una paz que sabía a radio apagada.

—Pensé que era un bulo —dijo una chica.

—Lo es —dijo él. —Pero también es real.

Se sentó. Nadie lo midió. Nadie le mandó una notificación. Nadie le pidió una encuesta de satisfacción. Por primera vez en años, no era un perfil. Era una persona. Y mientras todo allá fuera seguía conectado, optimizado, medido y supuestamente inteligente, Julián solo quería comprobar si todavía quedaba algo que no necesitara estar encendido para tener sentido. No quería mejorar procesos, ni aportar feedback. Solo estar. Como antes. Como cuando las cosas no se evaluaban, solo se vivían.

Ud. no tiene la palabra.

En el Parlamento madrileño ya no se debate: se consagra. El presidente de la Cámara apaga micros como si fueran velas de cumpleaños, y su grupo mayoritario —el PP de Isabel Díaz Ayuso— ha convertido su mayoría absoluta en una apisonadora institucional. El último en sufrirlo ha sido Hugo Martínez Abarca, diputado de Más Madrid, al que Enrique Ossorio le retiró la palabra por atreverse a sugerir que hay jueces con intereses demasiado próximos a la derecha. Un escándalo, al parecer. Pero no por lo que se dijo, sino por haberse dicho.

Y sin embargo, no es raro. En Madrid, cortar la palabra se está convirtiendo en rutina. Lo que sí importa —y mucho— es quién corta, por qué, y desde dónde lo hace.

Enrique Ossorio no es nuevo. Lleva más de dos décadas en el PP madrileño y ha ocupado prácticamente todos los cargos que no requieren pasar por las urnas: director general, viceconsejero, consejero de Educación, de Economía, de Universidades. En tiempos recientes fue el funcionario de confianza de Ayuso durante la pandemia, cuando su función parecía ser reproducir cualquier consigna que bajara desde Sol sin levantar la voz ni la ceja. En el ecosistema del PP madrileño, la lealtad es más rentable que la competencia. Por eso terminó como presidente de la Asamblea: no porque se esperara imparcialidad, sino porque se esperaba obediencia.

Ese cargo, teóricamente neutral, se ha convertido en una extensión institucional del Ejecutivo autonómico. Ossorio no modera: interrumpe. No arbitra: ejecuta. No ampara el debate: lo vigila.

El caso de Martínez Abarca lo confirma. El diputado defendía una proposición razonable —que los jueces publiquen sus declaraciones de bienes, como hacen los políticos— cuando señaló la existencia de connivencia entre algunos jueces y el poder político conservador. No hubo insultos, ni lenguaje soez, ni ataques personales. Sólo crítica. Pero Ossorio le cerró el micro. Ni advertencia, ni llamada al orden. Directamente: silencio.

Y lo que estaba ejerciendo Martínez Abarca es un derecho constitucional. El artículo 71.1 de la Constitución Española reconoce la inviolabilidad parlamentaria: los diputados y senadores no pueden ser perseguidos por las opiniones vertidas en el ejercicio de sus funciones. Lo mismo dice el artículo 12.1 del Reglamento de la Asamblea de Madrid. Y no es un privilegio: es una garantía. Su origen está en la tradición parlamentaria liberal del siglo XIX, concebida para evitar que los poderes dominantes (rey, ejecutivo, jueces) acallen a los representantes del pueblo.

Además, el reglamento establece un procedimiento claro para retirar la palabra a un diputado: el presidente debe llamarlo al orden al menos tres veces. Aquí, no hubo ni una. Ni una formalidad. Ni una excusa. Solo voluntad.

¿Y por qué lo hizo? Porque puede. Porque el PP tiene 70 escaños y no necesita pactar ni negociar nada. Porque la mayoría se ha transformado en monopolio. Y en ese modelo, el Parlamento ya no es un espacio de control al poder, sino un escenario de confirmación. Lo que se espera no es deliberación, sino asentimiento. Una institución que en vez de legislar a través del pluralismo, aplaude lo que ya se ha decidido fuera.

Ossorio no inventa nada. Sólo aplica la lógica que lleva años imponiéndose en las instituciones madrileñas: convertir órganos independientes en extensiones del Gobierno autonómico. Lo vimos en el control del Consejo de Transparencia, en la reconversión de Telemadrid y, ahora, en la Asamblea. Lo que debería ser la cuna del debate político, se transforma en corralito de obediencia.

Y claro, es fácil justificar la retirada de palabra diciendo que hay límites. Que la libertad de expresión, incluso la parlamentaria, no es absoluta. Y eso es cierto: hay límites al insulto, a la descalificación gratuita, a la injuria. Pero ¿acusar a parte del poder judicial de estar politizado es una injuria? ¿No es, acaso, una sospecha legítima, y compartida, incluso por juristas conservadores, por informes europeos y por los propios magistrados de la UE que han cuestionado la independencia de la justicia española?

No estamos hablando de llamar “corrupto” a un juez con nombre y apellidos, sino de señalar un problema estructural. Y si eso no puede hacerse en sede parlamentaria, ¿dónde? ¿En un plató con tertulianos gritones? ¿En Twitter, donde se arriesga una querella?

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos también es clara: la libertad de expresión de los parlamentarios merece una protección reforzada. En el caso Castells c. España (1992), se condenó al Estado por sancionar a un senador que acusó al Gobierno de connivencia con los GAL. Porque las democracias maduras entienden que el Parlamento es el lugar para decir lo incómodo.

Pero no aquí. Aquí se corta el micrófono y se pasa al siguiente punto del orden del día. Como si no hubiera pasado nada. Como si eso no fuera una agresión institucional a la representación política. Como si silenciar a un diputado fuera parte del procedimiento. Y sin embargo, sí pasa algo. Porque cuando el presidente de la Cámara actúa como censor en lugar de árbitro, no se anula solo al parlamentario. Se anula a los votantes. Se rompe el pacto básico de la democracia: que todos tenemos derecho a ser representados, incluso cuando nuestras ideas no gustan a quien gobierna.

Lo más grave no es el gesto autoritario. Es su banalización. Su repetición sin consecuencias. Su normalización. Porque el mensaje es claro: si hablas fuera del marco aprobado por la mayoría, te callamos. Y si protestas, eres tú quien desestabiliza la institución. El respeto institucional convertido en obediencia ideológica. Lo que vimos en la Asamblea no fue un desliz. Es la norma. Un reflejo claro de cómo el poder, cuando no encuentra límites institucionales, acaba devorando incluso la palabra. Y cuando eso ocurre, todo lo demás —transparencia, rendición de cuentas, control democrático— queda en suspenso.

La democracia no se muere de un micrófono cortado. Pero puede empezar a asfixiarse si ese silencio se convierte en norma.

Libertad.

Con Franco vivía mejor… mi algoritmo

Hay algo en el pasado imperial español —con sus morriones, su himno de los tercios, sus mapas teñidos de un solo color en los que nunca se pone el sol— que sigue resultando cautivador para los críos. Algo que, sin haberlo vivido, causa añoranza y anhelo. No pueden hablar de lo que fue el imperio en términos exactos, claro, pero cuando idealizan al Duque de Alba, a Cortés o a Legazpi repiten aquello de que “antes España era respetada”; lo mismo pasa con la figura de Franco. Los chavales rescatan una fantasía de grandeza, de orden, de destino, que nunca fue. Les fascina esa España que parecía no pedir permiso, esa nación con voz grave -Gonzalo, ¡get the pike! -, sin titubeos ni parálisis. Una España inventada, en realidad, pero que en estos tiempos de incertidumbre y mediocridad puede parecer más real que el presente.

Yo lo veo en casa. Mi hija, catorce años, ha empezado a interesarse por la historia de la “España virreinal”. Como otros niños de su edad, va saltando entre conquistas y mapas coloreados. Un día me preguntó por qué España ya no era un imperio. Quería saber cuándo dejamos de ser “grandes”. Lo decía sin ironía, sin intención ideológica. Le fascinaba el gesto, el tamaño, las decisiones irrevocables. Esa visión de la historia como tablero de ajedrez donde alguien mueve las piezas con seguridad. Así que le hablé de la nefasta gestión del imperio, de las independencias americanas, de lo que significó el siglo XIX para nuestro país y de la violencia que suele quedar fuera de los libros. Pero ella se quedó más tiempo en la idea de los galeones, las universidades y las encomiendas que en la de los indios a los que Colón cortaba las manos por no llegar a la cuota de oro o las chavalas vendidas como concubinas. Es normal. A esa edad, la épica entra antes que la ética.

Para algunos, lo imperial tiene algo de refugio. Les atrae porque su presente es débil, inestable, poco ilusionante. Viven en un país con salarios bajos, alquileres imposibles, políticos gritones y un relato nacional hecho jirones. La España que viven es una España cansada, deshilachada, sin grandes gestas, sin horizonte común y asimilada por una Europa burocratizada. En cambio, esa otra —la de los discursos imperiales, de las plazas abarrotadas y los líderes que no dudan— ofrece algo muy distinto: identidad, propósito, dirección. Les promete ser parte de algo grande, aunque sea una ilusión retrospectiva. ¿Y quién no querría, al menos por un momento, sentirse parte de algo más poderoso que su propia vida?

Hay también un componente estético, simbólico. El franquismo, por ejemplo, no solo impuso un orden político, sino también una estética -aunque fuera un nazismo de Almacenes Arias. Uniformes, desfiles, arquitectura monumental y banderas sin matices. Frente al caos y la fragmentación del presente, esa estética del orden sigue teniendo fuerza. El fascismo se ha convertido en meme, en provocación pop, en ironía estética, pero detrás del chiste sigue latiendo una atracción genuina. La dictadura se ha convertido en contenido. Y en un mundo saturado de imágenes, la imagen de autoridad sigue compitiendo con éxito frente al caos de la realidad.

Lo que me preocupa no es solo el desconocimiento histórico —que también— sino el vacío simbólico. Muchos jóvenes no tienen una memoria familiar directa del franquismo – pasamos sobre él como muchos alemanes del nazismo, en el metro- ni un relato educativo sólido sobre qué significó realmente. No saben qué fue el imperio, ni cómo se sostuvo, ni qué se sacrificó para mantenerlo. Solo perciben su sombra gloriosa, no sus cadáveres en cunetas. Ven el poder, no la represión. Ven el orden, no el silencio asustado del disidente. El sistema educativo español trata su historia más reciente como si fuera un apéndice incómodo -si alguna vez llega en las jornadas acortadas del mes de junio-. Se pasa por el franquismo de puntillas, si queda tiempo al final del curso. El imperio se presenta con brillo, casi con orgullo, pero sin sangre. Y cuando la historia no se enseña, se reinventa.

A esto se suma la incapacidad de la política española para mirar atrás sin hipocresía. El Partido Popular no ha sido capaz de romper con ese pasado simbólico. No porque quiera restaurar la dictadura, sino porque le incomoda reconocer que parte de su imaginario —y de su base social— sigue considerando el franquismo como “un régimen con luces y sombras” en el mejor de los caso, cuando no directamente se enorgullecen de sus “logros”, sin llegar nunca a explicar la culpa que tuvo el régimen en el sustancial atraso que vivió España respecto del resto de Europa. Esa frase —tan manida y cobarde— se repite como coartada para no decir lo obvio: que fue una dictadura, una maquinaria de miedo y coerción. Pero decirlo con claridad implicaría romper vínculos, incomodar votantes, hacer pedagogía. Así que no se hace. Y mientras no se haga, el franquismo seguirá flotando como un tótem ambiguo: para unos, un tabú; para otros, una nostalgia.

La “izquierda” tampoco está exenta de culpa. A pesar de su defensa formal de la memoria democrática, no ha logrado construir un relato sólido que emocione. Ha impulsado leyes parciales, sin alma, sin narrativa. Ha hablado mucho del pasado, pero a menudo mal. No ha sabido hacerlo desde la emoción, desde el deseo. No ha conseguido contrarrestar el relato nacionalcatólico e imperialista con otro que enamore. Y cuando la ultraderecha irrumpió con fuerza -se atrevió a desgajarse del proyecto del Partido Popular-, muchos en la izquierda se quedaron repitiendo viejas consignas que ya no conmovían a nadie. Mientras unos gritaban “viva España” con vehemencia kitsch, los otros susurraban “República” como quien se disculpa por creer en algo.

En este vacío simbólico, los jóvenes buscan. Y encuentran en el imperio —o lo que imaginan que fue el imperio— una respuesta falsa, pero reconfortante. Es la lógica de toda reacción: el presente no funciona, el futuro da miedo, el pasado se idealiza. Da igual que ese pasado haya sido un espejismo sostenido por la propaganda nacionalista y el miedo. Da igual que fuera injusto, desigual, represivo. Lo que importa es que da forma a un sentimiento. Es un relato que reconforta porque simplifica. Porque no duda. Porque no exige matices ni preguntas a las que no nos atrevemos a dar respuesta.

Y tal vez también porque nosotros —sus padres, sus profesores, sus referentes— no siempre les hemos contado otra historia.

Hay algo profundamente humano en esa tentación. Lo imperial atrae porque elimina la ambigüedad. Porque promete fuerza en un mundo débil, unidad en una sociedad dividida. Y si nadie desmonta esa promesa con inteligencia y verdad, seguirá creciendo como un hongo en el sótano. No basta con ridiculizar al joven que dice que “con Franco se vivía mejor” sin preguntarse por qué lo dice. Quizá porque en su casa han perdido el trabajo -o porque efectivamente, en su casa, con Franco se vivía mejor-, o porque nunca ha oído una historia real de alguien que vivió con miedo, o porque la única España que conoce es la que se insulta en el Congreso y se rompe en las redes sociales.

Mi hija aún está a tiempo de aprender a mirar ese pasado con más profundidad – ¡sujetadme el cubata!-. Pero no será suficiente con que lo escuche en casa. Tendrá que encontrarlo también en los libros que lea en el colegio, en los relatos que escuche fuera, en las instituciones que le hablen con claridad. No se trata de prohibirle la fascinación, sino de darle herramientas para que distinga entre historia y mito, entre símbolo y verdad. Porque ese imperio que la deslumbra —como deslumbra a muchos— no fue un proyecto de grandeza, sino de dominio. Y eso hay que saberlo decir sin gritar -me va a costar, lo se-.

El imperio ya no existe, pero su fantasma sigue hablando. Habla en los silencios de los libros de texto. Habla en las palabras que los políticos no se atreven a pronunciar. Habla en los vídeos virales donde se agita una bandera con música épica y se proclama que “nos la han robado”. Y mientras ese relato tenga fuerza y nadie lo contradiga con algo más deseable, más libre, más digno, seguirá siendo atractivo para quienes no han conocido otra cosa que el desencanto que trae la democracia como el mejor de los peores sistemas de gobierno.

No creo que la respuesta a este problema sea tratar de disputar el pasado con más símbolos, sino de disputar el futuro con más verdad. Mientras la nostalgia se siga sintiendo más emocionante que la democracia, mientras la épica siga ganando a la ética en los patios de colegio y en los timelines, la historia seguirá siendo rehén del mito. No basta con señalar el error: hay que ofrecer una promesa mejor. Porque si no contamos otra España —una que emocione sin engañar— otros seguirán vendiendo la que nunca existió, pero consuela. Y en política, consolar a menudo pesa más que convencer.

Furta Veneris

El Parque de El Capricho de Madrid es, básicamente, lo que pasa cuando una duquesa ilustrada del siglo XVIII se aburre mucho y decide plantar árboles, poner estatuas, construir un laberinto y montar ruinas. Lo hizo María Josefa Pimentel, duquesa de Osuna, que además de tener un nombre de marquesa de novela gótica, era una señora con pasta, gusto-para la época-  y más neuronas activas que la mayoría de sus contemporáneos. Ella no solo paseaba por salones recitando versos de Rousseau: también encargaba esculturas, trazaba jardines y financiaba tertulias ilustradas en las que probablemente se hablaba de la Revolución Francesa mientras se merendaban bizcochos. (Ello no invalida lo que diría Miguel Maldonado).

Durante años, el Capricho fue su capricho. Literalmente. Una finca de 14 hectáreas a las afueras de Madrid —en lo que hoy es la Alameda de Osuna, que entonces era un secarral más que una zona residencial— transformada en un jardín de delicias neoclásicas con templetes, casitas, lagos, columpios aristocráticos y esculturas mitológicas, todo muy elegante y muy Bridgerton. Todos los años hacía una ampliación de los jardines o encargaba una nueva obra. En resumen: el sueño húmedo de un paisajista con influencias de Versalles y un presupuesto —casi— sin límites.

Y entonces, como suele pasar, la señora se murió.

La herencia pasó de manos en manos, y el siguiente capítulo se titula: “Cómo destruir una fortuna en tiempo récord sin necesidad de criptomonedas”. El nieto de la Duquesa, Pedro de Alcántara, heredó la hacienda, pero no dejó descendencia. Luego vino Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna versión decadente, que decidió que mantener un jardín histórico no daba tanta satisfacción como organizar orgías y cazar deudas. Resultado: en 1896 el parque acabó subastado y repartido como si fuera la piñata de la aristocracia en bancarrota.

Y aquí es donde entra el capitalismo. Ese sistema económico tan eficiente que convierte cualquier cosa en propiedad privada si le pones suficiente dinero encima. El Capricho fue comprado por los Bauer Landauer, una familia de banqueros que sí, tenían más dinero que gusto paisajístico. ¿El parque sobrevivió? Técnicamente sí. ¿Las obras que contenía? No tanto. De hecho, muchas de ellas empezaron a desaparecer discretamente, como si fueran adolescentes fugándose de casa. Un busto por aquí, una escultura mitológica por allá. Nada que objetar; al fin y al cabo, eran de propiedad privada, ¿no? Probablemente fueran a las residencias de los Bauer, donde acabaron desperdigadas por las diferentes ramas de la familia.

Décadas después, con la Guerra Civil como telón de fondo, el parque fue convertido en el puesto de mando militar republicano para la defensa de Madrid: la famosa “posición Jaca”. Se cavaron búnkeres -que a veces nos dejan visitar-, se montaron trincheras y, como quien no quiere la cosa, se taparon siglos de historia con cemento armado. Tras la guerra, El Capricho quedó abandonado, medio ruina, medio jardín de los horrores. Pero incluso en ese estado fue víctima de una avaricia refinada: la de ciertos coleccionistas privados. Porque si algo aman algunos coleccionistas, es tener más arte que nadie. Y más aún, que nadie lo tenga.

Y así llegamos al verdadero centro de esta historia: los millonarios con conciencia estética. Ese grupo selecto de personas que, al parecer, creen que el patrimonio histórico existe para decorar sus salones privados o, en su versión más cínica, para elevar el precio de su fondo de inversión. Pongamos nombre: Alicia Koplowitz. Empresaria, coleccionista, mecenas, filántropa. También, legítima propietaria (o al menos poseedora) de la Venus de la Alameda, escultura original de Juan Adán que durante décadas decoró, primero el templete principal y luego el Abejero del parque. Y que, tras su alegre exilio post-subasta, acabó en su colección privada.

Claro, alguien dirá: “Pero Alicia donó una réplica al Ayuntamiento”. Y es cierto. Donó una copia exacta, hecha con esmero, devoción y resina. ¿Y el original? Se quedó donde estaba: en su casa. La jugada es maestra: tienes el arte, te presentas como benefactora, y encima todo el mundo te aplaude. Es como robarse un Rembrandt y luego donar una postal enmarcada al museo.

Y no es la única. Otros bustos, estatuas y mobiliarios del parque acabaron en casas de coleccionistas privados cuya identidad se mantiene en ese tipo de anonimato que solo se logra con millones de euros y una sociedad pantalla en Luxemburgo. Nadie sabe muy bien cómo salieron esas piezas, ni quién las vendió, ni en qué momento pasaron de ser patrimonio común a objeto de decoración en un ático de Recoletos. Lo que sí sabemos es que el Ayuntamiento de Madrid ha intentado recuperar lo que puede, como quien recoge piezas de un jarrón roto con superglue y optimismo institucional.

En los años 80 y 90 se impulsó una restauración seria del parque. Se rehabilitaron edificios, se replantaron zonas enteras y se buscó reconstruir la esencia del jardín original. Algunas obras fueron recuperadas, otras se reconstruyeron con buen criterio. Pero muchas no volverán jamás, porque están en manos de personas que creen que amar el arte significa poseerlo. No conservarlo en contexto. No compartirlo. Poseerlo.

El coleccionismo privado tiene una reputación dorada: mecenas, salvadores, custodios de la cultura. Pero, en realidad, muchas veces también son parte del problema. Son quienes acaparan, quienes subastan, quienes ven en una estatua de 1789 una inversión fiscalmente deducible. El caso de El Capricho es ilustrativo no solo por lo que pasó, sino por lo que sigue pasando: la apropiación lenta, invisible y perfectamente legal de lo que debería ser de todos.

Alicia Koplowitz tiene derecho a tener una colección de arte. Claro que sí. Pero también tenemos derecho a preguntar por qué esa Venus, creada para un espacio público, sigue encerrada en un salón privado mientras se nos ofrece una réplica como si fuéramos turistas en Las Vegas. No se trata de moralismo barato. Se trata de sentido común, de ética patrimonial, de no confundir mecenazgo con “yo lo vi primero”.

El Capricho, a pesar del total pasotismo institucional, sigue en pie. Sus caminos vuelven a ser transitables —algunos—, sus estatuas (las que quedan) relucen, sus árboles crecen. Pero hay ausencias que se notan. Y no importa cuántas réplicas se planten: el vacío sigue ahí, testimonio de un expolio elegante, de ese saqueo con guante blanco que convierte lo común en lujo y lo histórico en propiedad privada.

La próxima vez que pasees por El Capricho, mira las estatuas. Las originales. Las réplicas. Piensa en cuántas faltan. Y luego piensa en cuántas están encerradas, admiradas en silencio por alguien que cree que comprar arte es lo mismo que protegerlo. No lo es. Comprar no es cuidar. Y donar una copia no te absuelve del robo original.

Now what I’m gonna say may sound indelicate

Multaron a tres tuiteros por desear la muerte de un niño con cáncer

Cada vez que alguien dice algo provocador en redes sociales, Dios mata a un gatito y buena parte del universo levanta el dedo acusador. No siempre por el mensaje en sí —que puede ser discutible, irónico, torpe o incluso desagradable— sino por la velocidad con la que aparece la exigencia de que alguien sea cancelado, procesado o silenciado. Como si disentir, provocar o incomodar fuese lo mismo que delinquir. Como si opinar fuera peligroso, si molesta a alguien. Como si la libertad de expresión debiera ser un derecho administrado por el algoritmo.

Pero, por fortuna, la libertad de expresión existe. Incluso en sitios como Twitter -X-. Incluso en los comentarios de una noticia. Incluso cuando es incómoda, provocadora o molesta. Especialmente en medios con los que no comulgamos, porque este no es un fenómeno exclusivo de izquierdas de derechas.

Nos hemos acostumbrado a pensar que lo digital debería ser más “limpio” que la vida real. Como si la red tuviera que estar libre de contradicciones, de conflictos, de ironía. De ahí que nos congratulemos que sitios como Bluesky sean pequeños remansos de paz y no el salvaje oeste que era Twitter en 2012. Pero al final, las redes son plazas públicas, cafés, pasillos de universidad donde nos vamos a encontrar con un sujeto que, simplemente, nos cae mal y con el que tenemos que convivir. Lugares donde las ideas compiten, y a veces chocan. Pero no todo lo que choca es punible.

Hace tiempo que la libertad de expresión dejó de ser entendida como un derecho para convertirse en trinchera. A menudo, en nombre del bien, se exige la censura contra quienes no comulgan con nosotros. A menudo, en nombre de la sensibilidad, se exige silencio. Pero la libertad de expresión no es solo un derecho para decir lo que gusta, sino, sobre todo, para proteger lo que incomoda. Porque lo que gusta no necesita defensa.

Lo dice la Constitución, en su artículo 20. Y lo recuerda el Tribunal Constitucional en su STC 177/2015, donde establece que “la libertad de expresión comprende no solo la difusión de ideas pacíficas, sino también aquellas que pueden molestar, inquietar o disgustar a una parte de la sociedad”. Una sociedad democrática no solo tolera el conflicto: lo necesita para no atrofiarse. Por eso siempre me he sentido incomodo con esa afirmación que dice que “a los nazis no se les discute, se les combate”. A veces es necesario que suelten su tontería para poder señalarle con el dedo y decirle “pero qué tonto eres”, sin necesidad de pasar por la comisaría a poner una denuncia.

Esa doctrina bebe directamente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que desde el caso Handyside vs. Reino Unido (1976) insiste en que la libertad de expresión “protege no solo las ideas bien recibidas, sino también aquellas que ofenden, chocan o perturban”.

Y sí: eso incluye bromas. Incluye ironía. Incluye sátira política. Incluye arte. Incluye tuits. Incluye cosas con las que no estaríamos de acuerdo ni en un millón de años.

El caso de Cassandra Vera lo ilustra a la perfección: condenada inicialmente por enaltecimiento del terrorismo por tuits sobre Carrero Blanco (como: “ETA impulsó una política contra los coches oficiales combinada con un programa espacial”), terminó siendo absuelta por el Supremo, que consideró que sus mensajes, aunque de mal gusto, estaban amparados por la libertad de expresión.

También lo ha dicho la Audiencia Provincial de Madrid al archivar la causa contra el humorista Quequé, acusado de incitar al odio religioso por bromear sobre el Valle de los Caídos y los abusos clericales. El tribunal fue claro: la sátira en contexto humorístico no constituye discurso de odio.

Y sí, hay límites. El artículo 510 del Código Penal establece el delito de odio cuando hay incitación directa o indirecta a la violencia o la discriminación contra colectivos. Y sí, esos límites deben aplicarse con firmeza cuando lo que se dice promueve agresiones o degrada sistemáticamente a otros.

Ahí está, por ejemplo, la condena de la Audiencia de Málaga a siete personas por una campaña de mensajes en redes que criminalizaba a menores migrantes. Un tuit decía: “Habrá que hacer limpieza étnica con estos delincuentes de MENA”. En ese caso, no había sátira ni contexto crítico: había una deshumanización sistemática que sí vulnera el marco penal.

O el caso del tuitero condenado por insultar brutalmente a Adrián Hinojosa, un niño con cáncer: “Que se muera el torero de mierda, seguro que se lo merece por disfrutar matando animales”. El Tribunal Supremo ratificó la sanción, recordando que la dignidad no es un derecho disponible, ni siquiera en clave “de humor negro”.

Pero no todos los casos son iguales. No todo lo que incomoda es odio. No toda crítica es incitación. No toda ironía es violencia.

Y hay también casos frontera, más controvertidos, donde los límites se difuminan. Pensemos en los raperos Hasél o Valtònyc: ambos condenados por letras de canciones con mensajes que mezclaban insulto, crítica política, referencias a la violencia y a la monarquía. En sus casos, el debate no es si lo dicho era ofensivo —lo era— sino si ese tipo de discurso debe ser castigado penalmente o protegido por el derecho a la provocación artística y la crítica institucional. El caso de Valtònyc incluso ha llegado al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que cuestiona si la legislación española sobre injurias a la Corona es compatible con los estándares europeos de libertad de expresión. Son esos los escenarios en los que más se necesita un marco jurídico sensible, proporcionado y evolutivo.

Lo problemático es cuando se empieza a equiparar “ofender” con “delinquir”. Cuando se cree que toda disidencia debe sancionarse. Cuando se pide cárcel por una canción, por una broma, por una viñeta o por un tuit irónico.

No es censura que la ley sancione al que incita a pegar una paliza. Pero sí es jurídicamente peligroso convertir cada expresión impopular o de mal gusto en una querella. Y ahí entra la necesaria proporcionalidad.

La Audiencia Nacional archivó la causa contra unos titiriteros por enaltecimiento del terrorismo señalando que la aparición de la pancarta en la obra ‘La Bruja y Don Cristóbal’ que decía “Gora alka-ETA” era acorde con el contexto que marca el «guion y la grabación, en lenguaje esperanto y ante un público infantil»

Mientras tanto, cada vez que alguien publica algo controvertido, aparece el coro de “denunciadlo ya”. Como si la justicia penal fuese un botón de pánico ante cualquier incomodidad ideológica.

Y en paralelo, las plataformas digitales —donde este debate se juega a diario— siguen sin asumir del todo su papel. Amplifican lo viral sin filtrar lo veraz, promueven el escándalo antes que el contexto. En Europa se avanza con el Digital Services Act, que obliga a las grandes plataformas a ser más transparentes con los algoritmos, a actuar frente a contenidos ilegales, pero también a proteger la libertad de expresión. La censura algorítmica es tan preocupante como la impunidad. Y no hay reglas claras.

Nos hace falta pedagogía jurídica. Saber qué es libertad de expresión, qué es discurso del odio, y qué es simplemente mal gusto. Saber que la ley protege incluso lo que no nos gusta o no compartimos. Porque proteger la libertad no es proteger el confort, sino permitir que ideas distintas puedan coexistir sin miedo.

No, no todo está permitido. Pero tampoco todo debe ser perseguido.

Así que sí: “solo es Twitter” no debería ser una excusa para el odio. Pero tampoco debería serlo para callar al que disiente. Lo que necesitamos no es más silencio, sino más criterio.

Porque sí: las palabras importan. Y porque importan, también debemos defender el derecho a usarlas, a discutirlas, a resistirlas y a entenderlas.

Una sociedad democrática no se construye en el mutismo ni en la persecución de lo incómodo, sino en el ruido fértil del desacuerdo libre. La libertad de expresión no es un premio al buen comportamiento. Es el fundamento mismo del debate social, y sin ella, todo lo demás se apaga.

Protejamos el derecho a hablar, no porque estemos siempre de acuerdo, sino precisamente porque -casi nunca- lo estamos.

Crimen y Castigo

Tengo una hija. En realidad, tengo dos, pero esa es una historia para otra ocasión.

Tengo una hija que tiene bastante carácter; así que cuando me dijo que la habían castigado en el colegio, lo primero que pensé es que mucho habían tardado en pillarla en alguna de sus trastadas.

Luego me explicó por qué la habían castigado: Al parecer, mi hija y sus amigos habían aprovechado que les habían confinado en la clase durante un recreo bastante lluvioso para jugar a la ouija.

Bastante inofensivo, pensé; no conozco a nadie que no haya jugado a la ouija en algún momento de su infancia o juventud, y aunque puede generar inquietud en algunos, para la mayoría no deja de ser una curiosidad inocente —más cultural que espiritual— influenciada por películas, redes sociales o, en este caso, por la serie “Miércoles”, de la cual la peque es fan.

No según los profesores encargados de vigilar a los niños, ya que, sin ninguna explicación más allá de «esto está prohibido», confiscaron el tablero que había dibujado mi propia hija,  y les obligaron a escribir una redacción explicando a los padres qué habían hecho, para que los padres la devolvamos firmada.

Aquí es donde me surgieron dudas: ¿estamos hablando de una sanción formal, o de una medida pedagógica? Porque, aunque la frontera es difusa, el gesto de requisar el objeto, imponer una redacción y requerir firma paterna suena menos a “reflexión guiada” y más a “advertencia disciplinaria encubierta”.

Así que hice lo que cualquier sano padre, obsesionado con la práctica de la abogacía y con cierto escepticismo hacia las decisiones verticales haría: Revisé el régimen disciplinario y las normas de conducta del colegio y comprobé que en ningún lado pone nada sobre la ouija o sobre determinado tipo de juegos.

Me planteo varias opciones:

  1. Pasar del tema; firmar la redacción y dar el enterado a la situación.
  2. Decirles que mi hija estaba felicitando a Sheena Tama en el Día de la Madre (una broma que probablemente no entiendan, pero que no deja de tener su gracia).
  3. O bien, escribirles una carta —no por molestar, sino por contribuir al sano ejercicio del pensamiento jurídico-educativo— donde les exponga, de forma respetuosa pero clara, lo siguiente:

En el contexto educativo, el uso de medidas disciplinarias debe regirse por principios pedagógicos, normativos y jurídicos claros. Cuando un estudiante juega a la ouija dentro del colegio, y la institución decide sancionarlo —o aplicar una medida correctiva— a pesar de que tal práctica no esté prohibida expresamente en su reglamento interno, la intervención resulta problemática por varias razones, entre ellas una de especial relevancia jurídica: el principio «nulla poena sine lege».

Este principio jurídico, de origen latino, significa literalmente “no hay pena sin ley”. Es un pilar fundamental del derecho penal, pero su aplicación se extiende también al derecho administrativo sancionador, incluyendo el ámbito educativo. En términos simples: nadie puede ser sancionado —formal o informalmente— por un acto que no esté claramente tipificado como una falta en una norma vigente y accesible.

Esto protege a las personas —incluidos los estudiantes— de decisiones arbitrarias, garantizando previsibilidad y seguridad jurídica. Aplicado al entorno escolar, significa que, si el reglamento del colegio no menciona explícitamente que el uso de la ouija está prohibido, no es jurídicamente legítimo imponer una consecuencia disciplinaria por ello.

Incluso reconociendo que los educadores tienen cierto margen de discrecionalidad para actuar ante situaciones no previstas, este margen debe ejercerse conforme a principios de proporcionalidad, respeto a la diversidad y finalidad pedagógica. De lo contrario, se corre el riesgo de cruzar la línea hacia medidas disciplinarias arbitrarias o ideológicamente motivadas.

Más allá del aspecto jurídico, existe también una dimensión pedagógica que no debe ignorarse. Muchos niños y adolescentes se acercan a la ouija movidos por la curiosidad, por el contexto cultural, o simplemente porque han visto una serie popular. En lugar de sancionar, lo más adecuado es que el colegio abra un espacio de diálogo educativo: se puede hablar sobre las implicaciones emocionales, sobre el respeto a las creencias ajenas, o sobre la diferencia entre juego, ficción y realidad.

Además, castigar o reprender a un estudiante por una actividad no prohibida introduce un criterio subjetivo en la disciplina escolar, muchas veces influido por creencias personales o religiosas. Esto puede ser problemático en una institución que debe respetar la pluralidad cultural y espiritual de sus estudiantes y sus familias.

En conclusión, aplicar consecuencias a un niño por jugar a la ouija —sin que exista una norma que lo prohíba— no solo vulnera el principio jurídico de legalidad, sino que también representa una oportunidad educativa desaprovechada. La autoridad en el ámbito escolar debe ejercerse con justicia, proporcionalidad y apego a las normas. Porque en la escuela, como en cualquier institución democrática, el respeto al marco legal y a la diversidad no es optativo: es la base de toda convivencia sana y legítima.

O no.


Mejor escribo este post y comparto la reflexión sin poner a mi hija en el centro del conflicto. A fin de cuentas, si algo puede invocar a los espíritus de la razón, es el debate abierto y respetuoso. No una redacción firmada bajo presión.