Sobre la Constitución.

Releyendo el último post sobre la Prisión Permanente Revisable, y pensando cómo mediante la promulgación de Leyes en las últimas décadas se ha ido vaciando el contenido de nuestra Constitución, he empezado a darle vueltas a una cita atribuida a Thomas Jefferson sobre la vigencia de los textos constitucionales: «Cada generación tiene derecho a decidir sobre su propia Constitución, y no puede ser obligada por las decisiones de generaciones anteriores». En realidad, Jefferson le escribió a James Madison una carta en 1879 donde afirmaba que «La tierra pertenece siempre a la generación viviente. Toda constitución, pues, y toda ley, expira naturalmente al cabo de 19 años. Si se prolonga su vigencia, es un acto de fuerza y no de derecho”.

La Constitución Española de 1978 (47 años hoy) ha sido, durante décadas, el soporte fundamental del sistema democrático surgido tras la dictadura franquista. Nos la han presentado como un texto sagrado, como un pacto que permitió cerrar una etapa oscura y alumbrar una democracia homologable a las europeas. Y aunque fue útil en su momento, ese relato está hoy agotado. A casi medio siglo de su aprobación, lo que tenemos no es un texto fundacional vivo, sino una estructura petrificada, como las Tablas de La Ley, diseñada para no moverse, para resistir cualquier embate de renovación real.

La Constitución sirvió para estabilizar el país: Permitió legalizar partidos, descentralizar el poder, garantizar libertades básicas. Pero, en ningún caso, fue una ruptura con el pasado, sino una reconversión controlada del franquismo, supervisada por las mismas oligarquías que lo habían sostenido: el Ejército, la banca, la Iglesia y una monarquía restaurada a dedo por el dictador. La Transición y la Constitución Fueron un acuerdo entre los reformistas, supervivientes del régimen franquista y una oposición obligada a aceptar los márgenes que le permitían. No fue un proceso constituyente popular, sino un pacto vigilado. Y ese diseño marcó una democracia tutelada desde el principio.

Durante medio siglo, ese pacto se ha sostenido por inercia, por miedo a lo anterior y por ausencia de alternativas; la historia oficial es que la II república fue un experimento fallido que poco menos que dejó el país en ruinas y nos conducía inexorablemente a un gulag soviético. Pero el tiempo ha hecho su trabajo: Nadie nacido antes de 1960 votó esa Constitución; las generaciones nacidas en democracia no se sienten vinculadas emocionalmente a ese texto y ven cómo sus mecanismos de reforma son impracticables, cómo los grandes consensos se usan para bloquear cualquier cambio profundo, y cómo se recicla el mismo mensaje una y otra vez: “esto es lo mejor que podemos tener”.

La prueba más evidente de ese cansancio fue el 15M. Aquel estallido el 15 de mayo de 2011 no fue un desahogo momentáneo: fue una impugnación frontal del régimen del 78. Las plazas de todo el país se llenaron con una demanda clara: democracia real, participación, transparencia, derechos. Y del 15M nació Podemos, la única fuerza política que, al menos durante un tiempo, tuvo la audacia de desafiar el consenso fundacional y decir abiertamente que había que reescribir las reglas del juego. Por primera vez en décadas, se abrió una grieta institucional.

Y entonces, los poderes fácticos reaccionaron como siempre han hecho en España cuando se pone en cuestión su monopolio sobre el Estado. La ofensiva fue total: campañas de desprestigio en los medios, operaciones judiciales teledirigidas, presiones internas y externas, intoxicaciones mediáticas, vigilancia desde los aparatos del Estado. Todo valió con tal de desactivar a quien había osado tocar el sistema. Podemos cometió errores, sin duda. Pero no fue la torpeza lo que lo destruyó, sino una campaña sistemática de demolición desde arriba. El régimen se defendió, y ganó. El experimento quedó reducido a decorado parlamentario y el Sistema sobrevivió.

Y así llegamos a 2025, con un régimen del 78 intacto en lo sustancial. Los partidos del turnismo se disfrazan de modernidad mientras gestionan lo de siempre. El poder judicial sigue secuestrado, la monarquía continúa blindada tras su impunidad constitucional, y el modelo territorial está más deslegitimado que nunca. Los derechos sociales siguen en el cajón de los principios inspiradores, sin garantías reales. Y cualquier propuesta de revisión constitucional se sigue tratando como sacrilegio, salvo que venga dictada por los garantes del Régimen, en cuyo caso, es aprobada con la velocidad del rayo.

Plantear una reforma profunda de la Constitución no es extremismo. Es sentido común democrático. Casi 50 años después, ¿de verdad nadie cree que debamos actualizar el texto que define nuestra vida política? ¿Seguiremos funcionando con normas escritas bajo la tutela militar, con miedo al ruido de los CETMES y con un Rey cuyo linaje fue designado por Franco? Lo que me atormenta no es si la Constitución fue útil -que lo fue-. La pregunta es si lo sigue siendo para esta sociedad, para estas generaciones y para estos problemas.

Los mecanismos de reforma constitucionales están diseñados para no funcionar. Las mayorías cualificadas requeridas hacen imposible cualquier cambio sin el consentimiento de quienes se benefician de que nada cambie. Y eso ha convertido la Constitución en un tótem: reverenciado, pero intocable. Los mismos que repiten que no hay que politizar las instituciones son los que han blindado cada palmo del sistema para que ningún actor externo al bipartidismo pueda aspirar a gobernarlo de verdad.

No es que la Constitución esté siendo cuestionada -porque no nos permiten cuestionarla-, Es que ya no tiene el mismo efecto legitimador. La juventud, las clases trabajadoras, buena parte de los territorios periféricos… ya no se ven reflejados en sus instituciones -si que es que alguna vez lo hicieron-. No les dice nada, no los escucha, no los protege. La Constitución de 1978 ha dejado de ser un contrato social para convertirse en un bastión de privilegios.

Nada tiene que ver la sociedad que aprobó la Constitución Española en 1978 con la España de 2025. Han pasado casi cinco décadas, y no solo han cambiado los paisajes urbanos o la economía: ha cambiado radicalmente el tejido social, la mentalidad colectiva y la naturaleza misma de los desafíos que enfrenta el país. De hecho, nadie menor de 64 años —es decir, casi el 80% de la población actual— participó en el referéndum que dio luz verde a nuestra Carta Magna. Esta cifra, más que un dato demográfico, es una señal política: la inmensa mayoría de los españoles vive bajo un texto constitucional que no votó y que fue redactado en circunstancias históricas muy distintas.

En 1978, España salía de una dictadura de casi cuarenta años. La prioridad era evitar el colapso, garantizar una mínima estabilidad institucional y asentar un régimen de libertades básicas sin provocar una reacción autoritaria. En ese contexto, el consenso constitucional fue un acuerdo pragmático, no una refundación. Fue —y hay que reconocerlo— un éxito para su tiempo. Pero sus límites también fueron claros: la monarquía fue restaurada sin referéndum específico, los crímenes del franquismo quedaron impunes mediante una amnistía encubierta, y el modelo territorial se diseñó de forma ambigua para contener sin resolver las tensiones nacionales.

Hoy, en 2025, los intereses, prioridades y valores de la sociedad son otros. Los jóvenes nacidos ya en democracia enfrentan retos como la crisis climática, la precariedad laboral, la digitalización acelerada, la emergencia habitacional o el cuestionamiento de los roles de género tradicionales. Ninguno de estos desafíos está adecuadamente recogido en el texto constitucional actual. Los derechos sociales siguen siendo meras aspiraciones no exigibles jurídicamente. El poder judicial arrastra problemas estructurales de falta de independencia. Y la monarquía, más que un símbolo de unidad es vista por muchos como una institución anacrónica, opaca y heredada de un pasado que ya no representa a la mayoría.

Nuestra sociedad no necesita una ruptura violenta, pero sí una ruptura democrática. Un nuevo proceso constituyente que no parta del trauma ni del miedo a que acabemos en una cuneta, sino del deseo de construir un marco común más justo, más abierto y representativo. Que se atreva a revisar el papel de la jefatura del Estado, el modelo de justicia, los derechos sociales, el encaje territorial, y que incorpore los desafíos del siglo XXI: crisis climática, digitalización, feminismo, pluralidad cultural.

Si no se hace, la Constitución de 1978 seguirá vaciándose de contenido hasta que solo quede su forma, defendida por quienes ya ni creen en ella, pero saben que sin ella perderían el control. Y entonces no será una crisis constitucional. Será una crisis de legitimidad, de régimen, de sentido.

El fracaso del 15M y la neutralización de Podemos no fueron accidentes. Fueron síntomas de un sistema que prefiere destruir cualquier disidencia antes que abrirse a la posibilidad del cambio. Pero los consensos que se imponen a fuerza de miedo terminan por resquebrajarse.

Y tiramos la llave…

En 2015, España dio un paso que durante décadas se había considerado impropio de un sistema penal ilustrado: introdujo una pena de prisión permanente revisable, es decir, una cadena perpetua con otro nombre. Lo hizo sin grandes traumas, sin debate profundo y sin que la mayoría de la ciudadanía lo percibiera como una ruptura con los principios que habían guiado el Derecho penal democrático desde la Transición. Fue, en efecto, una reforma silenciosa en lo jurídico, pero ruidosa en lo mediático, arrastrada por el dolor, el miedo y la emocionalidad colectiva.

No estamos ante una reforma técnica más, sino ante el símbolo más claro del giro conservador de la política criminal española, que venimos sufriendo desde los años 80. Una victoria del populismo punitivo disfrazada de protección social llevada en volandas por los medios e histeria de masas. Una muestra de hasta qué punto hemos normalizado renunciar a los valores ilustrados que en otro tiempo definieron nuestra identidad penal y que se habían configurado como oposición a los principios que habían configurado el derecho penal durante la dictadura.

La Ley Orgánica 1/2015, aprobada por el Gobierno del Partido Popular con mayoría absoluta, reformó el Código Penal para introducir la prisión permanente revisable. La fórmula era sencilla: una pena de duración indefinida, sujeta a revisión judicial tras un número mínimo de años (generalmente 25), solo para delitos «excepcionalmente graves».

En teoría, una solución racional y moderada. En la práctica, una cadena perpetua envuelta en papel de celofán legal, diseñada para satisfacer un clima social de angustia frente a crímenes horribles. Su origen fue más emocional que jurídico: los casos de Mari Luz Cortés, Sandra Palo, Marta del Castillo, entre otros, sirvieron como detonante perfecto para una reforma que habría sido impensable décadas antes.

El mensaje fue claro: hay personas que no merecen volver a la sociedad. La reinserción, principio constitucional, pasó a segundo plano. Lo importante era garantizar que «el monstruo» no volviera a salir. Como tantas veces en la historia del Derecho penal, el miedo fue más eficaz que cualquier argumento técnico.

El catálogo de crímenes a los que se aplica la prisión permanente revisable es el espejo del nuevo Zeitgeist penal español. Nada sorprendente: asesinar a menores, cometer asesinatos múltiples, matar tras agredir sexualmente, matar como terrorista o matar a un jefe de Estado. Una colección de horrores perfectamente escogida para que cualquier crítica parezca una defensa de lo indefendible. ¿Quién va a alzar la voz por los derechos del que mata a un niño tras violarlo? Nadie. El diseño legal está blindado: su sola formulación convierte cualquier crítica en sospechosa de complicidad moral con el crimen. La política criminal del siglo XXI se redacta con cortos del Programa de Ana Rosa, no con fundamentos.

El proceso legislativo fue tan poco edificante como previsible. El Partido Popular la aprobó en solitario, sin apoyo de ningún otro grupo parlamentario, pero sin una oposición lo suficientemente firme como para movilizar a la opinión pública. Los partidos contrarios alegaron que se trataba de una cadena perpetua camuflada, que contradecía la Constitución y la tradición humanista del Derecho penal español. Pero sus voces fueron rápidamente acalladas por el ruido mediático y el temor a parecer blandos frente al crimen.

En 2018 se intentó su derogación, con una proposición de ley impulsada por el PSOE. Fue admitida a trámite. Y luego, como tantas promesas, quedó enterrada en la nada legislativa, disuelta por el oportunismo electoral y el cálculo político. Porque oponerse a esta pena no da votos. Los resta. Y en una democracia emocional, eso es suficiente para que nadie se atreva a tocarla.

Hubo quienes lo intentaron. Diversos partidos y juristas presentaron recursos de inconstitucionalidad. Alegaron que la prisión permanente revisable atenta contra el principio de humanidad de las penas, rompe con el mandato constitucional de reinserción (art. 25.2 CE), genera inseguridad jurídica con criterios vagos como “peligrosidad social” y representa, de facto, una cadena perpetua, inadmisible en un Estado democrático.

Llegaron tarde. La sociedad ya había aceptado el nuevo paradigma: no importa si la pena es útil, racional o humanitaria; lo importante es que “duela”; que sea dura. Y si lo hace, entonces cumple su función. Esa fue, en última instancia, la lógica que terminó imponiéndose.

En 2021, el Tribunal Constitucional zanjó el debate jurídico, al menos en lo formal: la prisión permanente revisable es constitucional. En su Sentencia 169/2021, afirmó que no se trata de una cadena perpetua porque incluye un mecanismo de revisión; que es proporcional para los delitos a los que se aplica; y que existe un procedimiento garantista para evaluar la reinserción.

Lo que el Tribunal no abordó —porque tal vez no podía— fue el fondo del asunto: que la norma representa un cambio de paradigma penal. Una renuncia al modelo ilustrado de la pena como herramienta de reinserción, en favor de un nuevo modelo de pena defensiva, perpetua y retributiva, que no aspira a recuperar al delincuente, sino a neutralizarlo de por vida.

La sentencia fue impecable en lo técnico. Y profundamente decepcionante en lo jurídico-filosófico.

Quizás lo más inquietante de todo este proceso no es la ley en sí, sino la tranquilidad con la que fue aceptada. La sociedad española, otrora orgullosa de su sistema penal garantista, aplaudió esta reforma como un acto de justicia poética. El dolor colectivo, amplificado por los medios, pidió venganza. Y la política se la dio.

Hubo muy poca resistencia. Ni movilización ciudadana, ni campañas sostenidas desde la academia, ni una defensa firme del modelo penal ilustrado. La defensa de los principios fue sacrificada en el altar de la eficacia emocional. Al fin y al cabo, ¿Quién va a salir a la calle para pedir que un asesino de niños tenga derecho a reinsertarse?

Así se consolidó el nuevo consenso punitivo: no hay margen para el matiz cuando el crimen se convierte en espectáculo. La prisión permanente revisable no es solo una pena: es un símbolo. Y como todo símbolo, vive más en el imaginario colectivo que en el debate jurídico.

Con la introducción de esta pena, España ha perdido algo más que un principio jurídico. Ha perdido una oportunidad de resistir la deriva punitivista que recorre todo el mundo. Ha perdido el valor de explicar a la ciudadanía que un sistema penal democrático no se construye sobre el miedo, sino sobre la razón. Y, sobre todo, ha perdido la fe en la idea de que incluso los peores criminales merecen ser tratados como seres humanos.

Hoy, el Derecho penal español es más largo, más duro y más simbólico. Pero también es menos ilustrado, menos racional y más emocional. Y eso, aunque no dé titulares, es una derrota silenciosa para el constitucionalismo penal.

First World Problems

Hubo un tiempo en que sentarme frente a una hoja en blanco era casi mecánico. Podía escribir 1.500 palabras en menos de 45 minutos con la soltura de un tertuliano en Onda Cero: con más confianza que conocimientos, más entusiasmo que autoridad. Era un juego, un ejercicio de gimnasia mental que me permitía superar, durante un rato, la frustración de que mis padres no me hubieran dejado estudiar periodismo -Los blogs, los años 2000, corramos un tupido velo.​

Puede que mis textos no tuvieran la profundidad de un artículo académico, y que muchas veces se parecieran más a las redacciones de un alumno aplicado de COU que a las columnas de opinión que uno guarda en sus favoritos, pero yo me sentía cómodo en ese tono. Me gustaba cómo sonaba mi voz escrita, y encontraba en las pequeñas anécdotas que me ofrecía mi trabajo como abogado autónomo el combustible suficiente para mantener esa llama encendida. Había un cierto equilibrio. Escribir me ayudaba a pensar, y pensar me ayudaba a seguir escribiendo.​

Y luego, dejé de escribir.

El motivo principal —aunque no el único— fue la muerte de Tama. Su ausencia fue como un mazazo que partió mi vida, y por donde se sigue filtrando tristeza.. Dejar de escribir no fue algo repentino, sino más bien una retirada silenciosa. Una rendición sin titulares. Empecé a postergar las ideas, a dejar para mañana lo que antes hacía con entusiasmo, y cuando quise darme cuenta, habían pasado semanas, meses y años.  Desde entonces, arrastro una depresión de alta funcionalidad, esa variedad silenciosa que no te impide ir a trabajar, pero que convierte cada gesto cotidiano en un pequeño maratón.​

La depresión no me ha tumbado, pero ha cambiado el modo en que me relaciono con la vida. A veces. sufro astenia durante semanas o ataques de ansiedad que me obligan a respirar como si me estuvieran enseñando a hacerlo, y tomo medicamentos —lexatines, paroxetina— que me permiten, más o menos, seguir. Hago lo imprescindible para mantenerme a flote, y en medio de ese intento, trato de criar a mis dos hijas lo mejor que puedo. Ese es un tema completo para otro post.

Dicen que la vida es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. En mi caso, la vida es eso que me ha ido pasando mientras intentaba no pararme del todo. En los últimos dos años, he sumado un par de muertes cercanas y una separación que vino con mudanza incluida, cajas que todavía están por abrir y muchos libros que aún no sé dónde guardar. Todo eso me ha dejado con la sensación, casi física, de que la vida ha pasado de largo, como un tren en el que no me dejaron subir. Y ahora lo veo alejarse con resignación, sabiendo que ya no tiene sentido correr detrás.​

Me encuentro, además, con una preocupación que no es tanto por mí como por mis hijas: la imposibilidad real de acceder a una vivienda propia. En otro momento me lo habría tomado con filosofía o con rabia, pero ahora solo siento una mezcla de impotencia y tristeza. Ellas merecen algo mejor que esta incertidumbre permanente, este vivir a salto de mata, este saber que nunca sabrán lo que es crecer en una casa que realmente se pueda llamar hogar.​

Y sin embargo —y aquí viene la parte más difícil de digerir—, me siento un ingrato. Porque dentro de todo, tengo una estabilidad laboral envidiable, al menos para los estándares actuales. Mientras muchos de mis amigos hacen malabares para llegar a fin de mes, yo sé que, salvo que la líe muy gorda, voy a seguir teniendo un plato caliente en la mesa. Tengo un trabajo en el que me encuentro a gusto -todo lo a gusto que se puede estar entrando a trabajar a las ocho de la mañana, quiero decir-. Sé que eso debería bastar para sentirme agradecido. Pero no lo hace. Y esa culpa, esa sensación de estar traicionando un privilegio silencioso, me pesa también.​

Esta Semana Santa, por ejemplo —la primera en muchos años que he tenido completamente libre—, la he pasado entera en la cama. No por agotamiento físico, sino por una especie de abulia existencial. Me la pasé mirando reels en el móvil, saltando de una plataforma a otra. No me dolía nada, pero me pesaba todo.

Así es como me encuentro: deprimido por estar en una situación que muchos envidiarían, por vivir en una paradoja en la que la comodidad no logra esconder el vacío.​

A veces me pregunto si escribir sobre esto servirá de algo. Si ponerlo en palabras lo hará más llevadero, o si simplemente lo hará más real.