La edad de Cristo
Te levantas. Las nueve y media. Recuerdas haber dado unas cuantas vueltas. ¿Cuándo?, quizás a las siete, la hora a la que vas a trabajar. El cuerpo se acostumbra rápido a ciertas costumbres que le impones. Levantarse. Apagar un despertador que hoy no suena. Salir. Los ciclos circadianos son muescas en la madera de la rutina. Pasas la mano por la viga que es tu vida y tropiezas con ellas. Siempre han estado ahí. A veces notas el metal de un clavo dónde retas al olvido colgando momentos. Los clavos son importantes. Elementos externos. Perturbadores. A veces pasas la mano tan rápido que duele si te los clavas. Saber que están ahí no es recordar.
– Treinta y tres – dices. Te acostumbras a ese sonido. El número atómico del Arsénico. Una edad envenenada en blanco. No se puede tener memoria de lo que no has vivido aún. ¿De dónde viene esta obsesión?. Vas a por café. Piensas en la ironía de su negro color frente a lo albino de un día que no conoces. Lo bebes de un trago. Sin azúcar. Café apex. Manchas los bordes, las esquinas. Dejas esa característica marca circular de la taza en cada una de las horas que aún te esperan.
En el ordenador recoges las felicitaciones de esa vida 2.0 que ahora todos tenemos. Cada vez que actualizas la página aparecen más. F5 de nuevo. Como si se reprodujesen. Piensas en esas veces en las que has evitado decir un «Feliz cumpleaños» por no saber que añadir. Piensas que quizás les ocurre igual los que no escriben. Que los que me han escrito esta vez lo saben, que cuando sólo sabes repetir lo que dicen todos suena como a pésame. Al final las redes sociales no se diferencian de la vida. La gente se empeña tanto en ser feliz que tiene miedo a no serlo. Absurdos.
Son demasiadas preguntas para estar recién levantado. Tengo 33 años. Me dicen que es la edad de Cristo. Él no escuchaba un vinilo PJ Harvey a 33 rpm mientras se ataba una converse rojas. Solo por eso yo voy a vivir más.
Quiero llegar a los 27.