Skyrim
Tenía ganas de recuperar este texto. Lo escribí hace tiempo en una colaboración de un blog, así que a fin de acompañar la tira de hoy, aquí lo pongo.
De noche. La poca luna que quedaba en los cielos había sido engullida por las nubes de lluvia que ahora caía sobre los tejados de Avernarium. El constante repicar de las gotas ocultaba los pasos de una figura solitaria corriendo por los tejados.
Gabriel se aferró para mirar a lo lejos desde una cornisa. La Torre del Reloj quedaba a un salto de quince metros a partir el punto más cercano. La inconfundible figura de su aya ya estaba arriba esperándole. Existían más de cinco metros de subida por una lisa pared de mármol desde la escalera. Las losas mojadas añadían un grado más de incredulidad a las notables capacidades de su anciana mentora.
– Le he encontrado – Gabriel empezó a recoger los arpeos con los que había escalado. – El herrero que me dijisteis. No a él, pero si quizás a alguien quién sabe dónde puede estar,
– No es lo mismo.- La vieja aya se despojó de su capucha dejando libres sus largos cabellos blancos. Sus ojos miraban al infinito. – ¿Aún así crees que te valdrá?
Gabriel buscó bajo su ropa. Esta estaba aumentando de peso por el agua. Tendría que tenerlo en cuenta cuando bajase de allí. El equilibrio es muy delicado bajo condiciones tan tercas. Cuando encontró lo que buscaba se lo extendió a su mentora. – Es ella.
La nodriza miró la imagen del objeto. Sus ojos parecieron abrirse con incredulidad por un instante, pero dicha emoción fue corregida de inmediato. Entonces, sin mediar palabra rió sonoramente de forma cruel y amarga.
– Sin duda tu linaje está maldito -, siguió riendo. – ¿Sabéis quién es verdad?
– Lo sé. – Respondió de forma seca.
Cerró la mano alrededor del objeto sopesando su peso – ¿Y habéis decidido como acercaros a ella?
– Aunque sea un bastardo, sigo siendo el hijo de mi padre. Hay puertas que ni a mi pueden cerrarme. – Mientras hablaba, su aya arrojó contra la noche el retrato que Gabriel le había entregado. – Yo he hecho mi parte. La espada de mi padre, decidme, ¿ya sabéis dónde está?
– Te he hecho venir hasta aquí y te preguntas si lo sé. Cada cosa a su momento. Tu aya está vieja y sus pobres huesos duelen con el frío de este tiempo. Deberías ser más considerado.
– Lo sé, lo siento.
La aya recogió su cabello mojado y lo ató con una cuerda. La negra capucha volvió a su lugar dejando ver solo sus ojos grises y su notable nariz. Mientras, se ajustaba las muñecas con movimientos circulares revelando el sonido de algún ingenio mecánico a los que era tan aficionada.
– No puedo cuidar continuamente de ti Gabriel. Un maestro no debería preocuparse por estas cosas, pero cuando te hirieron en el cuello temí mucho. Si no puedes seguirme no correrás riesgo. Y si puedes, quizás puedas estar preparado para lo que se avecina.
El joven miró hacia abajo imaginándose el siguiente movimiento. La rueda de la venganza llevaba ya años girando y engullendo las vidas de todos aquellos que se ponían a su alcance. – Estoy listo.
La nodriza saltó de cabeza desde la torre más alta de Avernarium mientras reía de forma salvaje. Gabriel aún necesitaría tiempo para abandonar la torre por sus medios, pero sabía a dónde se dirigía su maestra.