Archive for the ‘Relato’ Category

Lunares

No recuerdo este techo. No contigo. No con nadie. Inclinado. Su ventana a un cielo sin luna. Apaisado blanco perdido contra tu cuerpo. Podría estar la noche plagada de estrellas. Podrían millones de orbes parpadeantes buscando mi atención con su tintineo. Gritar mi nombre. Oscuridad perfecta. Pero yo navego por tu cuerpo en pos de tus lunares.

Mis manos mesan las olas de tu cabello. Su cascada bermeja por las paredes de tu espalda. De tu cuello. Tus senos. Tu pelo está vivo y lo encuentro en cada uno de tus besos. Busca que mis dedos lo acaricien mientras lo apartan. Formar parte de esas veces que nuestros labios se encuentran y nuestras lenguas se abrazan. Proteger tu nuca cuando muerdo para sentir como te estremeces. Vestir tu desnudez de oro y luz de velas. Tu pelo vainilla.

Uno los puntos de tu piel. Tu misterio se halla bajo el secreto del dibujo que marcan las puntas de mis dedos. Uno en tu cuello. Otro en tu espalda. En tu brazo. Repaso esas líneas en mi mente dibujando con caricias. Vuelvo atrás cuando descubro que pasé por alto alguno y empiezo de nuevo. Inspiro cuando me tocas con tus pequeñas manos. Cuando tu yema de tu dedo en mi boca me manda callar. ¡Shhh!.  Un nuevo lunar. Eres la piedra Rosetta. En ti están grabadas tu risa, tus gemidos, tu piel. Cuando descifre uno de ellos podré por fin comprenderte.

No pierdo el control. No puedo perder algo que no tengo a tu lado. No se puede mantener la calma en el tifón de nuestros cuerpos. Absorbiéndome a tu interior hasta el fundido a negro que hay cuando cierras tus ojos y abres tus labios entre gemidos. Cuando yo lo hago para implorar que no pares. Cuando tu cuerpo choca contra mí. Cuando siento los arrecifes del placer quebrar mis tablas y sé que en algún momento me romperé. Me volcaré contra ti. En ti. Dentro tuya. Pero no ahora. Mis dedos se aferran a tus pechos. Acarician sus perfectas aureolas como un amante atento. Como suplicando perdón por cogerlos por fuerza. La marea de nuestras caderas lo exige. Pienso en tus lunares y te miro a los ojos. Cada vez más cerca. Tanto que todos tus labios ahora tienen algo de mí.

El silencio tan frágil como la oscuridad. Rasgamos ambos. Juntos. Arqueando los sonidos de nuestros cuerpos cuando se encuentran y se abandonan. Sesgando respiraciones inconclusas. Acabando palabras. Maldiciendo cuando paras y cuando paro. Tu voz y tus manos guían mi boca a tus rizos mates y ocultos. Eres una sirena con cuyo alma juego y aspiro hasta el clímax. Hasta tu grito mudo cuando me atrapas entre el dibujo de tus medias. Y te dejas caer. Cansada. Dormida. En tu pequeña muerte. Para regresar.

Sigo el dibujo de tus lunares toda la noche. Me he perdido uno. Tendré que volver.

Todo está conectado

Dos tazas en una mesa del café Acuarela en Chueca. En su interior las conversaciones fluyen sordas. Difíciles. Secretas. Pequeños universos. Islas de madera con cuatro patas cuyo censo es de dos personas. Miro sus pequeñas vidas a través del prisma de mi imaginación. «A esta la están dejando». «A este se le ha muerto el padre». «Esos se acaban de conocer». Miro desde lejos los problemas de sus países mientras ignoro el mío. Mi mesa limita con la del padre y con la que acaban de dejar.

– Todo está conectado – pienso.

Miro a mi mesa cuando el chico que nos trae los cafés pregunta si leche fría o caliente.

Caliente – digo. – Siempre caliente.

La leche caliente contiene dentro de sí misma la posibilidad de ser templada y fría. Caliente. Poder ser todo lo que uno quiera.  Si te arrepientes de ser templado sólo podrás aspirar a frio. Si ya eres frio, las cosas son mucho más difíciles desde ahí.

– Todo está conectado – pienso.

En mi isla hay dos cafés. Tú sentada enfrente. Dos cafés marcando nuestras fronteras. Nuestro pequeño atolón partido en dos. Yo me doy cuenta. Veo esa tierra de nadie que hay entre nuestras tazas. Que nos separa. Pero veo más allá.  Miro debajo. Miro a la madera sobre la que descansan los platos de nuestras tazas de loza. Miro al suelo que sujeta la mesa. El suelo sobre el que descansa mi silla y tu banco. El suelo que sostiene el resto de ínsulas de la cafetería. Todas con sus vidas tan similares o diferentes a las nuestras. Lejos y cerca. Todos sobre el mismo suelo.

– Todo está conectado – pienso.

Me hablas de la vida. De cómo las cosas cambian. De nosotros siento tú y yo ahora . En tu boca la frontera de nuestras tazas. Nuestra afinidad en fracciones idénticas individuales.

Yo hablo de la mesa. Yo hablo del suelo. Tú, de pagar a medias. De los libros que aún tienes que son míos y que no pienso pedirte. De tu ropa perdida en mis cajones que no quieres que te devuelva. Repartes recuerdos, pero yo no sé con qué mitad quedarme, con la mía, o con la que me dejas.

– Todo está conectado – pienso.

Entre nuestras tazas una cuenta. Dos veinte más la propina. Miro a «Esos se acaban de conocer«. Me pregunto cómo de lejos les quedamos. Cuántos cafés es la distancia que hay de su mesa a la nuestra. Perdón. La mía. Mía. Mi media mesa. Con sus dos patas sobre su medio suelo. En la mitad de esta cafetería. Partiendo Chueca. Madrid en dos fracciones.

Porque esa cuenta es lo último de los dos. Y cuando pagamos, lo último de cada uno.

– Todo está conectado.

 

Intolerancia

Más tazas

Hace tiempo, hicimos un experimento una persona y yo sobre escribir pequeños párrafos. Todo en base a una frase y unas condiciones muy limitadas. El siguiente párrafo fue fruto de ese experimento.

Nada cambiará mi fe en los horóscopos. De pequeña creía que todo el cosmos cabía en el libro del zodiaco que leía mi madre. Imaginaba el futuro dentro de sus páginas. Soy un extraño caso de Géminis-Cáncer. Nací a las 12 de la noche justo cuando el 21 se convierte en 22 de Junio. “Un presagio”, decía ella. La vida se me iba a quedar pequeña como las mangas de los jersey que siempre me sacaba en invierno. “Eres cáncer, impulsiva y emocional, pero géminis: inteligente y con impaciencia por todo”, sobre sus piernas el gran libro y su dedo señalando: “Mira”.
Por eso hago tiempo en esta terraza. Con el corazón a punto de salir del pecho. Porque cáncer echó a correr cuando recibí una llamada. Porque géminis desde entonces piensa qué hacer. Y porque mi madre me dijo que el futuro estaba en las páginas de un libro.

Aún así, que el lector medio de este blog no languidezca. Ya hay preparadas dos tiras de esas que os gustan. De esas que dibujo para molestar a diversos grupos de sociedad tales como la gente que cree que los culos son mejores que las tetas, que los perros son mejores que los gatos, que teleco no es el hijo bastardo y desagradecido de la informática.

Por cierto. Llevo tiempo sopesándolo. Voy a pedir más tazas. ¿Alguien quiere unirse a hacer un pedido conjunto? Si eres de los que se quedaron sin su taza de «Tetas-Culos«, «Sentido de la Vida» o «Taza medio llena» puedes conseguirla por lo que nos cueste que las hagan (salieron a unos 8 euros). También puedes ver si hay alguna tira que te haga más gracia de las antiguas en www.bloj.net/entrari y todo es verlo.

 

 

Ecos

– Me gusta. No parece escrito por ti – Sueltas. Ríes de una forma tan casual que me da pánico. Mientras, te abanicas con los folios de un texto cuya paternidad, maternidad y casualidad me has arrebatado en un instante.

– ¿Por qué me creas eco?- Respondo malhumorado. – El eco no descansa. Por tu culpa ahora el eco vendrá a por mí. ¡Ya noto cómo espera! –

– Ahora me sales con lo del eco. Qué mono eres a veces.

Las palabras no son suficientes para describir las cosas que nos pasan. Yo soy un firme creyente de este hecho. Debería haber una palabra por cada persona del mundo. Pero sería imposible. Imaginaos a los filólogos si eso se pudiera hacer, especializados por ubicaciones geográficas tales como «Barrio de tal » o «Pueblo de cual». La literatura requería viajar para entender los libros que otros han escrito. Los diccionarios serían como grandes atlas con más anotaciones que una Lonely Planet

Yo he creado una palabra. En mi cabeza suena bien. Una vez la pronuncié y me sentí tonto. Sabéis a lo que me refiero. Cuando lo explico es «eco». Y cuando pienso en ello es el nombre tan raro que le puse.

Eco es lo que describe cuando un pensamiento se zafa en tu mente y está ahí. Esperando. Intentando colarse por las rendijas de tu consciencia para sonar de nuevo. Eso es el eco. Algunas personas piensan que el eco se produce cuando un sonido rebota. Y es así. Pero las cabezas de la gente deben de ser más grandes de lo que creemos y mucho más vacías. Al fin y al cabo toda tu vida tiene que caber ahí dentro. No sabes cuando ese eco va a chocar contra una pared en tu mente y volver.

– Qué haré si cuando escriba suena el eco de esa frase. Qué haré si leo y dudo si lo que he escrito es mío o del impostor que tomó mi lugar en este texto que te gusta tanto.

-Si eso ocurre ánima al impostor a quedarse. Parece un buen tipo con ideas y no lo sabe pero quiere llevarme a cenar.-

Decido pasar de todo. No mirar lo que mi impostor ha escrito. No pensar en ello. Pero mientras más lo intento ahí hay una idea. Una frase que jamás usaría para empezar una historia. Y lo peor es que podría funcionar.

 

 

Quién eres

– Bueno, ¿y bien? – una chica me miraba expectante. Como si tuviese que decir algo.

– ¿Y bien qué? Perdone señorita, no entiendo…

– ¿No entiendes qué? Joder. No me mires así. Que qué has pedido.

Los extraños me ponen nervioso. Los extraños que me tratan con naturalidad, cómo si me conociesen de toda la vida. Esa gente que en el autobús o el tren te cuentan de improviso que van a ver a su hijo. Que se les ha muerto el perro. Que Dios tiene un plan especial para tu vida. Nunca me he encontrado con una extraña del tipo «Hola, nunca he tenido sexo en los baños de un aeropuerto». Supongo que si se diese el caso, arruinaría la oportunidad saludando a todas las cámaras diciendo «No he caído». Solo por si acaso.

– Yo he pedido que nunca nos falte de nada. ¿He sido lista verdad?. No es como pedir ser ricos, esto es mucho mejor. Desde pequeña siempre he pensado en ello y qué pedir si se me presentaba una oportunidad como esta. No podremos darnos a excesos, pero lo esencial siempre va a estar ahí. Incluso si nos vamos de viaje. Es como pedir un montón de cosas insignificantes.

La chica gesticulaba emocionada. Demasiado cerca de mí. Ignorando esa burbuja que tenemos todos y que yo procuro pulir a diario. Estoy orgulloso de las dimensiones de mi burbuja. Cuando muera pediré un ataúd grande para que los dos reposemos eternamente. Mi burbuja y yo.  Si me incineran procuraré dejar claro que quiero un jarrón tan grande como un paragüero. Me da agobio solo de pensar estar en esos minúsculos recipientes azules que la familia porta como diciendo «Aquí está lo que queda de nuestro ser querido. No son las cenizas de una barbacoa de la que queremos conservar un bonito recuerdo»

– ¿En qué estás pensando? Conozco esa mirada. Estás con la mente en otro sitio.

– Perdone, pero usted y yo no nos conocemos de nada. Mi nombre es…

– Fran. Tú nombre es Fran. Dime, Fran. ¿Qué has pedido?

Pensó que estaba jugando con ella. No me creía. Me explicó lo de las paredes azules. Lo de la la Chīsana hitobito. Lo de los dos deseos que nos concedían. Hubiese salido corriendo si no estuviese paralizado por la tensión. Quizás hubiera sido mejor porque me enseñó mi móvil y ahí estaba todo. Lleno de mensajes de las dos últimas semanas con referencias a esta locura. ¿Lo peor?. Parecían hechos por mí. ¿Quién si no dice ajonjolí estos días en lugar de sésamo?.

-Fran. Por favor. Estarás en shock. No me asustes. Dímelo. ¿Qué has pedido?

-Perdone. Pero no sé de qué va esto. No sé cómo ha puesto eso en mi teléfono. Está claro que se lo han currado mucho y…

Ella debió de reconocer en ese instante mi cara de buscar las cámaras. La cara que dije que pondría en el aeropuerto. Primero se llevo la mano a la boca con un «No, no, no, no» absolutamente blanca. Nívea por la impresión. Después la sangre volvió de inmediato a su rostro. Roja totalmente. Una transformación por un razonamiento que aún desconocía. Totalmente llena de ira.

-Maldito hijo de puta. ¡Has pedido olvidarme! Hijo de puta. ¡Hijo de la gran puta!

Yo quería desaparecer de allí . Ya. En ese momento. La gente nos miraba mientras ella seguía gritando contra la pureza de mi madre, una y otra vez. Avanzando hacía mi furiosa. Fue la persecución más corta del mundo. Dos metros de acera hasta el pavimento.

– ¡Hijo de puta!. Eres un hijo de puta. ¿Lo oyes?

Subí a un taxi que ya estaba esperándome. No sé por qué, pero sabía que era para mí. Me lo dijo mi instinto de supervivencia. Él jamás se equivoca. No miré atrás pero seguí oyendo los restos amortiguados de su voz. Los últimos «hijoputas» muriendo a manos del efecto doppler de un taxi a la velocidad de la vergüenza.

Cuando pagué ya tenía el dinero justo en mi bolsillo. Esperándome. Desde entonces, no recuerdo que me haya faltado nada jamás.

 

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