– Bueno, ¿y bien? – una chica me miraba expectante. Como si tuviese que decir algo.
– ¿Y bien qué? Perdone señorita, no entiendo…
– ¿No entiendes qué? Joder. No me mires así. Que qué has pedido.
Los extraños me ponen nervioso. Los extraños que me tratan con naturalidad, cómo si me conociesen de toda la vida. Esa gente que en el autobús o el tren te cuentan de improviso que van a ver a su hijo. Que se les ha muerto el perro. Que Dios tiene un plan especial para tu vida. Nunca me he encontrado con una extraña del tipo «Hola, nunca he tenido sexo en los baños de un aeropuerto». Supongo que si se diese el caso, arruinaría la oportunidad saludando a todas las cámaras diciendo «No he caído». Solo por si acaso.
– Yo he pedido que nunca nos falte de nada. ¿He sido lista verdad?. No es como pedir ser ricos, esto es mucho mejor. Desde pequeña siempre he pensado en ello y qué pedir si se me presentaba una oportunidad como esta. No podremos darnos a excesos, pero lo esencial siempre va a estar ahí. Incluso si nos vamos de viaje. Es como pedir un montón de cosas insignificantes.
La chica gesticulaba emocionada. Demasiado cerca de mí. Ignorando esa burbuja que tenemos todos y que yo procuro pulir a diario. Estoy orgulloso de las dimensiones de mi burbuja. Cuando muera pediré un ataúd grande para que los dos reposemos eternamente. Mi burbuja y yo. Si me incineran procuraré dejar claro que quiero un jarrón tan grande como un paragüero. Me da agobio solo de pensar estar en esos minúsculos recipientes azules que la familia porta como diciendo «Aquí está lo que queda de nuestro ser querido. No son las cenizas de una barbacoa de la que queremos conservar un bonito recuerdo»
– ¿En qué estás pensando? Conozco esa mirada. Estás con la mente en otro sitio.
– Perdone, pero usted y yo no nos conocemos de nada. Mi nombre es…
– Fran. Tú nombre es Fran. Dime, Fran. ¿Qué has pedido?
Pensó que estaba jugando con ella. No me creía. Me explicó lo de las paredes azules. Lo de la la Chīsana hitobito. Lo de los dos deseos que nos concedían. Hubiese salido corriendo si no estuviese paralizado por la tensión. Quizás hubiera sido mejor porque me enseñó mi móvil y ahí estaba todo. Lleno de mensajes de las dos últimas semanas con referencias a esta locura. ¿Lo peor?. Parecían hechos por mí. ¿Quién si no dice ajonjolí estos días en lugar de sésamo?.
-Fran. Por favor. Estarás en shock. No me asustes. Dímelo. ¿Qué has pedido?
-Perdone. Pero no sé de qué va esto. No sé cómo ha puesto eso en mi teléfono. Está claro que se lo han currado mucho y…
Ella debió de reconocer en ese instante mi cara de buscar las cámaras. La cara que dije que pondría en el aeropuerto. Primero se llevo la mano a la boca con un «No, no, no, no» absolutamente blanca. Nívea por la impresión. Después la sangre volvió de inmediato a su rostro. Roja totalmente. Una transformación por un razonamiento que aún desconocía. Totalmente llena de ira.
-Maldito hijo de puta. ¡Has pedido olvidarme! Hijo de puta. ¡Hijo de la gran puta!
Yo quería desaparecer de allí . Ya. En ese momento. La gente nos miraba mientras ella seguía gritando contra la pureza de mi madre, una y otra vez. Avanzando hacía mi furiosa. Fue la persecución más corta del mundo. Dos metros de acera hasta el pavimento.
– ¡Hijo de puta!. Eres un hijo de puta. ¿Lo oyes?
Subí a un taxi que ya estaba esperándome. No sé por qué, pero sabía que era para mí. Me lo dijo mi instinto de supervivencia. Él jamás se equivoca. No miré atrás pero seguí oyendo los restos amortiguados de su voz. Los últimos «hijoputas» muriendo a manos del efecto doppler de un taxi a la velocidad de la vergüenza.
Cuando pagué ya tenía el dinero justo en mi bolsillo. Esperándome. Desde entonces, no recuerdo que me haya faltado nada jamás.