El «interés» en la administración

 

La Administración Pública está obligada a servir con objetividad a los intereses generales, tal como indica la Constitución Española.  A la consecución de esos intereses se guía por principios tales como la eficiencia, responsabilidad, objetividad, eficacia, o racionalización.  La capacidad individual que generalmente despliegan los empleados públicos y los vastos recursos materiales de los que dispone, dan lugar a una colosal máquina capaz de conseguir prácticamente cualquier objetivo que se le plantee.

Sin embargo, para la mayoría de la población, las distintas administraciones públicas no son más que entes monstruosos, ineficaces, y en muchos casos, incluso inmorales, orientados a unos fines que muchas veces son confusos o incomprensibles a pesar de estar supuestamente sujetas al interés general. Esta percepción no es en absoluto errónea.

Ese interés general por el que se debería guiar la Administración es fácilmente visible por cualquiera,  ya que “el bien común se muestra por doquier con evidencia, y no exige más que sentido común para ser percibido” tal como dice Rousseau. En cambio, en una democracia liberal como la nuestra,  se imputa artificialmente una voluntad general a la sociedad que no es otra que la voluntad de los representantes. Esa diferencia entre lo que nosotros pensamos que es el interés general y lo que los políticos definen como tal a la hora de elaborar las diferentes políticas públicas es lo que confunde a la ciudadanía. Eso que se hace pasar por interés general en gran medida no es más que interés particular.

 Esta perversión está presente en mayor o menor medida en todas las administraciones públicas y es especialmente grave a la hora de aplicar las políticas de bienestar, que por su carácter igualitario son las más próximas a esa “voluntad general”. Los políticos, haciendo pasar sus intereses particulares como el interés general persiguen sin piedad el fraude fiscal de los trabajadores y pequeños empresarios mientras amnistían por Real Decreto a los grandes banqueros defraudadores, privatizan a favor de amigos empresas públicas que proporcionan fondos al Estado por una cantidad irrisoria de dinero y un puesto futuro en el consejo de administración una vez su carrera política haya acabado, externalizan servicios del bienestar a empresas de amigos o entierran cantidades ingentes de dinero en obras públicas faraónicas construidas por empresas amigas que luego serán infrautilizadas por citar solo algunos casos.

 Por poner ejemplos concretos dentro de la Administración Pública de la Comunidad de Madrid, que es la que el que escribe estas líneas conoce desde dentro, se pagan alquileres de inmuebles de casi un millón de euros mensuales a la vez que se malvenden edificios propiedad de la Administración, o se gastan cantidades aberrantes de dinero en que la constructora de un amigo haga una parada de metro en un barrio elitista de Madrid que sólo va a ser usada por una cantidad mínima de viajeros. Prácticamente todos los vehículos de la Comunidad, desde trenes de metro a las berlinas de lujo que usan nuestros dirigentes, pasando por los helicópteros de salvamento, los camiones de las brigadas de conservación de carreteras o las furgonetas de reparto, son en su mayoría alquileres ruinosos para las arcas públicas, pero sumamente rentables para las empresas contratadas. Por otro lado, hay funcionarios cruzados de brazos por falta de trabajo, mientras en el escritorio de al lado una asistencia técnica de una empresa, contratada por diez veces el sueldo del funcionario, hace su trabajo.

 La Administración, al final, se ha convertido en una enorme máquina de redistribución de fondos públicos que pasan del bolsillo de todos los contribuyentes a las arcas públicas, y de ahí a los bolsillos de los empresarios que se hacen con las concesiones a precios mucho mas altos de lo que le costaría a las administraciones hacer todo eso directamente a través de empresas públicas y sus funcionarios.

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